Los Hijos del Fuego Cuentos basados en leyendas urbanas y tradicionales de Latinoamérica Los Hijos del Fuego Cuentos basados en leyendas urbanas y tradicionales de Latinoamérica Editores: Victoria Marín Fallas Felix A. Cristiá Yariela Fonseca Quesada © 2024 Los hijos del fuego, cuentos basados en leyendas urbanas y tradicionales de Latinoamérica Editores Victoria Marín Fallas Félix A. Cristiá Yariela Fonseca Quesada Editorial Estudiantil UCR Coordinación: Alejandro José Vílchez Vidal Tesorería: Joselyn Soto Vidal Jefatura de Redacción: Ivannia Victoria Marín Fallas Jefatura de Producción: Yariela Fonseca Quesada Directora Revista Virtual Quimera Victoria Marín Fallas Revisión Filológica Yariela Fonseca Quesada Ariel Cambronero Zumbado Maquetación y diseño de portada Vincent Rodríguez Trejos © de la edición: Revista Virtual Quimera © Félix A. Cristiá, Eiden Guerrero Zaragoza, Christian David Sánchez Castro, Seidy Martínez Rodríguez, Patricia Olivera González, Ana Laura Saavedra Villanueva, Natalia Martínez Alcalde, Julio Aguilar, Harol Gastelú Palomino, Fausto Ramos, Ariel Cambronero Zumbado, Marianella Sáenz Mora, Leopoldo Orozco, José Ramón Ramos, Jorge Barboza Valverde, Alfredo Arnez Valdés, Mario Galván, Iván Medina Castro, Aline Rodríguez, David Ruiz Zapata, Laura Severino Mora. ISBN: 9789986038935 ÍNDICE LOS HIJOS DEL FUEGO .......................................................9 Félix A. Cristiá EL INNOMBRABLE ................................................................15 Eiden Guerrero Zaragoza HISTORIA PARA LAS FOGATAS .......................................20 Christian David Sánchez Castro LA BOTIJA .................................................................................29 Seidy Martínez Rodríguez PUEBLO MOLLES ....................................................................34 Patricia Olivera González LEYENDA XOCHIMILCA: MICTLANCIHUATL ..........41 Aline Rodríguez LA CASA DE HUÉSPEDES ....................................................46 Ana Laura Saavedra Villanueva UN PLATO CON SAL ..............................................................59 Natalia Martínez Alcalde DE DONDE SON LOS DIFUNTOS .....................................68 Julio Aguilar LOS DUENDES DE LA HIGUERA .....................................75 Harol Gastelú Palomino EL COME MUERTOS ..............................................................79 Fausto Ramos LA TRAGEDIA DEL BURLADOR DE CARTAGO ......... 98 Ariel Cambronero Zumbado ACTUALIZACIÓN ...................................................................112 Marianella Sáenz Mora LA CIUDAD DESHABITADA ..............................................123 Leopoldo Orozco LA LEYENDA DEL PAYASO .................................................128 José Ramón Ramos EL PUEBLO ................................................................................139 Jorge Barboza Valverde EN EL MEDIO DEL SALAR ..................................................145 Alfredo Arnez Valdés EL HUEVO DEL DIABLO ......................................................151 Mario Galván EL JINETE MORO ...................................................................159 Iván Medina Castro EL CADEJO ................................................................................163 David Ruiz Zapata LA MASCARADA ....................................................................177 Laura Severino Mora Los autores ..................................................................................179 — 9 — LOS HIJOS DEL FUEGO Mito y leyenda, narración e identidad Fortis imaginatio generat casum 1 El mito y la leyenda son hijos del fuego. Antes de las primeras ciudades y de la invención de la ciudadanía, la identidad de las tribus era otorgada por el reconocimiento y comprensión de las historias que se contaban alrededor de la fogata. Las narraciones que daban sentido a todo lo que rodeaba al ser humano, bañadas con el don de la creatividad, emanaban de esta congregación en torno al fuego, como si las ascuas trajeran consigo los secretos del universo que este ser privilegiado transmitía entre los suyos. La dominación del fuego y la transformación de utensilios para generar nuevas herramientas fundaron una razón para vivir, “dieron origen a un universo de valores mí- tico-religiosos, incitaron y nutrieron la imaginación crea- dora”, apuntaba Eliade2. En un principio, sobre las rocas y dentro de las cavernas quedaron plasmadas en dibujos las criaturas a las que el cazador pretendía atraer y dominar. Se pintaba para transmitir mensajes, pues el lenguaje verbal no había terminado de nacer. Así el humano estaba ima- ginando a la vez que creyendo en un mundo más allá de lo que podía ver, pero todavía no estaba creando su historia. Ha quedado el testimonio sobre grandes piedras, 1 Michel de Montaigne, siguiendo a Agrippa. 2 Eliade, Mircea, Historia de las creencias y las ideas religiosas. Vol. 1. De la Edad de Piedra a los misterios de Eleusis, Barcelona, Paidós, 2019, p. 27. — 10 — de que antes de la creencia en dioses creadores, en cada rincón del mundo moraban los espíritus guardianes. Ar- nold Hauser3 apuntaba que en la época del animismo –ya en el Neolítico donde se desarrolla el pensamiento concep- tual– se comienza a concebir la separación entre un más acá terrenal y un más allá trascendental. Las imágenes se abstraen en símbolos y surge el especialista en historias. El anhelo por la eternidad y el miedo a la muerte inspiraron las primeras obras arquitectónicas de monumental tama- ño, símbolo del deseo de petrificar el tiempo y la búsqueda por preservar una historia que no debía ser olvidada. En efecto, imaginar ante el fuego no era suficiente para que nuevos mundos surgieran; había que comunicar lo que susurraban los elementos de la naturaleza. Por ello la palabra, al ser pronunciada, intensificó las cualidades mágicas de lo aprendido mediante las llamas, y así el ser humano dio forma a las sombras; en colectividad creó su procedencia, las míticas edades de los primeros humanos. Siglos pasaron y este osado ser llegó a olvidar que sus an- cestros habían fundado su origen mediante la narración, refiriendo a un pasado divino al que ahora llaman dora- do. Quedó el mito, como fuente inaprensible de identidad; nunca creado, siempre recreado. Y las ciudades se expandieron rápidamente. La tierra moldeada por manos humanas, cuando el fuego ahora convertía la arcilla en tablilla cocida, hizo perdurar la na- rración y surgió la ley. Los poderosos comenzaron a aglu- tinar a miles de personas en un mismo territorio y de la diversificación de oficios surgiría –casi al nivel del rey– el sacerdote, arconte de la narración y de su interpretación. Pero el lenguaje escrito, la epopeya y la poesía que serían utilizadas para preservar la historia cuando los sacerdotes 3 Hauser, Arnold, Historia social de la literatura y el arte I, Barcelo- na, Penguin Random House, 2020. — 11 — se hayan extinguido, no detendría a la tradición de contar los mitos, de transmitirlos oralmente, acto tan accesible a cualquier ser humano sin importar orden social alguno. El mito narra una época perdida, difícil de rastrear. ¿Pero qué ocurre cuando se comienza a relatar historias que han pasado hace relativamente poco tiempo? Llegamos al momento en que el acto de narrar se emancipa de la clase dominante, y más que recitar cosmogonías se instauran en la cotidianidad. Cuando el mito se seculariza. En la épo- ca helenística y romana, los poetas utilizan los antiguos mitos como “fabulae, ficciones o fabulaciones”, nos dice García Gual4, ya no provienen del cielo, sino de la tierra; pierden gran parte de su poder simbólico-religioso, pero no necesariamente el identitario. Proliferan numerosas versio- nes de los mismos según su narrador, y comienzan a con- siderarse literatura. Con el uso público de la palabra, la voz del pueblo sobrepasó el alcance del hasta entonces papel privilegiado de los poetas, e incidentes inimaginables comienzan a ser relatados y ampliamente difundidos por el ciudadano co- mún que jura haberlos atestiguado. De crónicas, personajes ilustres e historias locales contadas a través de los años, siempre empapados con un aura sobrenatural que brinda- ría eterna actualidad, surge la leyenda. A diferencia de la mitología y los textos sagrados, esta carece de un tiempo definido: no trata de un episodio que narra un origen del mundo ni de tiempos a los que se añora volver. La leyenda es de más fácil difusión, se trata de un relato popular comúnmente sin autoría, o bien, la autoría es reclamada por quien narra su versión o su propio en- cuentro con lo que de generación en generación se había oído y transmitido oralmente, acercándonos por breves 4 García Gual, Carlos, Introducción a la mitología griega, Madrid, Alianza, 2004, p. 16. — 12 — momentos a los tiempos primitivos. La leyenda se crea y se recrea; suele ser breve y sintética, no se trata de una na- rración épica a la manera de las grandes epopeyas de la mitología universal, y a diferencia de estas últimas, no posee referencias inaccesibles, jardines de las Hespérides. Ocurren entre los campos, los barrios, las oscuras calles. El héroe ya no es un semidiós, sino un ser humano normal, aunque no siempre carente de heroísmo. Puede tratar tam- bién sobre algún personaje histórico pero que la historia de su vida, contada de generación tras generación, la ha hecho deformarse o impregnarse de fantasía. El mito funda sociedad, valores, identidad origi- naria; la leyenda entretiene, atemoriza, da una lección. El mito nos habla de reinos plagados de criaturas sobrena- turales, mientras que la leyenda acerca lo sobrenatural al ser humano común. Extrañas criaturas que aparecen ante personas conocidas, al abuelo, al loco del barrio, a la sabia mujer al final de la calle, al borracho o al mujeriego, son re- currentes en las leyendas. Su uso es coloquial, pertenece al pueblo. Su narración se convierte en advertencia, moraleja. Ha sido habitual a lo largo de la historia, que cuan- do distintos pueblos entran en contacto intercambian o asimilan costumbres. La llamada tradición occidental5, alimentada por sus cuatro pilares (cultura griega, derecho romano, cristianismo y ciencia moderna), ha logrado con- densar estas creencias, difuminando en ocasiones las fron- teras a través del reconocimiento cultural. Esta cultura –de presunción universal– al llegar al Nuevo Mundo se fundió con las tradiciones hasta entonces desconocidas, donde sus nativos todavía daban preponderancia a la narración oral, siendo escasos los textos (códices) que habían per- durado de sus ancestrales civilizaciones o sobrevivido a la mano del conquistador intolerante. 5 Mejor decir, la representación hegemónica de lo que se supone Occidente. — 13 — En América Latina las identidades nacionales y regionales comienzan a establecerse a partir de la institu- cionalización de las prácticas culturales reconocidas como propias, proceso que encuentra su mayor producción entre los Siglos XVIII y XIX, instaurando así su folklor, enten- dido como la enseñanza o conocimiento de los saberes de un pueblo (folk) que forma parte del bien común de sus integrantes. Se trata de un conocimiento popular que en Iberoamérica siempre ha estado caracterizado por la mez- cla –aunque, ¿qué tradición no lo es? Por ello, la leyenda es una de las más altas manifestaciones del folklor: por un lado presenta características heredadas a través de siglos de transmisión oral y escrita, pero al mismo tiempo posee particularidades propias de cada localidad. De esta manera las ancestrales historias de hom- bres convirtiéndose en animales o de mujeres que pasan a ser monstruos se vuelven criaturas locales; una carroza, carro, carreta, se pasea sin nadie quien la reclame; mujeres con cabeza de caballo, a veces con una máscara, otras con tan sólo un cráneo, se perfilan al final de la esquina, no muy lejos del bar. Del otro lado del mar extraños hombre- cillos aguardan al final del arcoíris, mientras que en las tierras tropicales danzan alrededor de la higuera. El perro negro no tiene tres cabezas, tan sólo una, pero al andar arrastra unas cadenas, ¿acaso no simbolizando la culpa? La antigua Medusa en tiempos más recientes cobra la forma de una doncella que llora a la orilla del río, buscando algún hijo. Y así continúan cambiando con el tiempo, actuali- zándose. La llorona ahora no necesariamente solloza, y la cegua no tiene que relinchar, pero la esencia permanece: la primera todavía se lamenta, y la segunda sigue riendo. La leyenda se alimenta de la oscuridad y de la in- determinación. Los seres errantes se esconden en los rinco- nes oscuros donde la imaginación y los sentidos terminan — 14 — de dar forma al encuentro. No hay fuego que pueda termi- nar de vencer a la oscuridad, pero mientras no se extinga la llama de la curiosidad y del intelecto humano, continúa produciendo hijos. — Felix Alejandro Cristiá — 15 — Como cuando el cuerpo se hincha, no hacia los lados, sino hacia adentro, como un abismo inflado con forúncu- los repletos y pulsantes a punto de ceder; así de putrefacta debe estar una persona para que la tierra cenagosa del ce- menterio de San Miguel en Tulancingo escupa su cuerpo rígido con todo y féretro. Esta es la historia que aún se narra con aliento en todas las generaciones anteriores en Tulancingo de Bravo, estado de Hidalgo. Fue de boca de mi suegra, Doña Sarita, una mujer pe- queña y robusta, que aprendí sobre los personajes siniestros que han sido señalados como instrumentos de lo maligno. Mi novia y yo fuimos a cenar con la solitaria ancia- na, quien sólo contaba con nosotros y su perro mestizo, Chancla, como compañía. Su casa, aunque grande, parecía desproporcionada, con dos pares de recámaras pequeñas; se encontraba en Allende, bajando por Leandro Valle, en- trando por un zaguán corroído por la lluvia. Mientras esperábamos al sobrino del dueño de la pana- dería de la esquina, con la bolsa de pan dulce que se le ha- bía encargado temprano, Doña Sarita nos relató la historia que se había transformado en leyenda. Sucedió en la Ha- cienda de Exquitlán, ahora conocida como Hacienda del EL INNOMBRABLE Eiden Guerrero Zaragoza Tulancingo de Bravo, Hidalgo — 16 — Pomar, construida por uno de los hombres más ricos de la época, Don Pánfilo García, un hombre de expresiones tan largas y amargas que su mal humor no sorprendía, aunque se le acusaba más de ser avaro con huellas doradas. De sus noventa y nueve haciendas, solo la del Pomar fue el escenario ostentoso donde las intenciones de Don Pánfilo encontraron un revés. Tomando la voz del Don, mi suegra narraba: “Varios hacendados, comerciantes y el mejor textilero de la región fueron algunos de los candidatos para casar- se con mi única hija, pero ninguno me convenció, mucho menos a mí. ¡Inútiles muertos de hambre! ¡Perros, todos ellos! Solo esperaban hundir sus manos porcinas en la olla de oro a su antojo. Con veneno o con precaución, quién sabe, pero mejor que mi hija se quede soltera”, decía con firmeza. “Como único patrón, los peones obedecen cada uno de mis mandatos, y deben hacerlo, o saben que no dudaré en marcarles la espalda con llagas pulsantes, una por cada queja. No fue problema enviarlos a llevar a los pretendientes por la puerta trasera y bajarlos por los pasi- llos de piedra para despedazarlos, pedazo por pedazo, como alimento para los cerdos. “Aunque en algún momento me conmovió la situación de mi hija, mi adoración, cuya excesiva feminidad la hizo nacer inválida, era necesario que se casara y, a pesar de las miradas de reproche, consideré casarla con mi hijo, su hermano. Es hermosa, una yegua de generosa carne; segu- ramente a él no le importará”. Teniendo en cuenta este hecho, es innegable que la mente de Don Pánfilo estaba teñida con una maldad que no razona, una repugnante característica de los desgracia- dos que se entrometen en lo prohibido. — 17 — Dicen que en cierta ocasión, Pánfilo subió al cerro del Yolo para pactar con el innombrable, un trato que lo hizo dueño de todas sus haciendas, noventa y nueve en total, pero también de una maldición que lo persiguió más allá de la tumba. A la muerte de Don Pánfilo García, se reunieron las personas más cercanas a la familia —seguramente po- cas—: sus capataces, comerciantes, la burguesía de Tulan- cingo y algunos campesinos que preparaban el lugar para la sepultura en la tierra húmeda y chiclosa. Así, transpor- taron al cruel hacendado en un féretro enchapado y bron- ceado hasta el cementerio de San Miguel. Cuando la caja comenzó a crujir desde la cabecera, los capataces que la llevaban habrían querido intercambiar miradas de terror, pero el difunto mismo se los impedía. No fue sino hasta el quinto crujido, esta vez a un lado, cerca de las costillas, que los presentes notaron que algo no estaba bien con el ataúd de Don Pánfilo, o más bien, con su contenido. Nadie se atrevió a detener la ceremonia y entre rezos se procedió a la sagrada sepultura. A las seis de la mañana, el velador corría entre las sombras entre lápidas y arbus- tos de ruda, dejando caer su lámpara cerca del féretro que la tierra santa expulsó sin esfuerzo alguno. Desde ese día, todo Tulancingo confirmó que el marro Don Pánfilo había pactado su riqueza interminable con el maligno, por lo que la tierra bendita se negaba a recibirlo. Ante el horror que los acompañaría el resto de sus días, los familiares encomendaron a los peones el arduo y no remunerado trabajo de llevar el féretro a otro lugar que sí lo aceptara, transportándolo en una carreta de vuelta al cerro del Yolo, donde, irónicamente, Don Pánfilo descansa ahora lo más cerca del cielo que estará jamás. Se dice que toda su riqueza descansa bajo tierra en los terrenos de la Pomar, — 18 — pues aquellos que intentaron arrebatarle algo terminaron muertos. Fue en esa época que surgió la leyenda de la carreta de la calle Allende, una calle que se extiende desde el centro hasta la zona rural donde Don Pánfilo fue sepultado. Si los sonidos inexplicables que los vecinos todavía reportan tienen que ver con el maldito Don Pánfilo, es incierto. Sin embargo, la coincidencia me lleva a mencionar el cortejo de una carreta que lleva las almas al cementerio: el crujir de la madera, los cascos de los caballos sobre el adoquín, una rueda quebrada, un carraspeo amortiguado. La sinfonía de la muerte, un recordatorio visceral de lo inevitable. También debo mencionar que, aunque sé que Don Pánfilo no tiene relación directa con esta otra leyenda, su camarada el innombrable, el maldito, sí, dado su modus operandi similar al ofrecer sus servicios. Cuando un hombre de la familia Villar subió al cerro del Tezontle, específicamente a la Cueva del Diablo, para hacer un pacto diabólico, el Diablo lanzó una maldición al cine del Villar —propiedad de la familia desde 1968—, re- lacionándolo con el filme “Arde París” de Clemente. Ame- nazó que, cuando la sala estuviera llena hasta el límite, los techos caerían para llevarse como recompensa a todos los involucrados a las entrañas ardientes de la tierra. Cuarenta años después, los adultos aún contaban las personas en la fila para entrar a la sala. Si el número era suficiente para llenarla, algunos decidían no entrar, sin importar la película. Para entonces, el cine estaba en sus últimos días, pero el temor a la maldición persistía. Esa noche me retiré a la cama después de agradecer a mi suegra por el café negro con canela, sin azúcar ni pi- loncillo, que me calentó el cuerpo junto con unas piezas — 19 — de pan dulce. Tomé la mano regordeta de mi novia; en la habitación, nos pusimos ropa prestada por Doña Sarita. Besé a mi novia de buenas noches, queriendo prolongar el momento, aunque ella se quejó del piercing en mi lengua; recordé la discusión que habíamos tenido porque no que- ría pasar la noche en casa de su madre, pero al final valió la pena gracias a la comida y la fascinante historia de un hombre mucho más temible que sus circunstancias. Apagamos las luces y me dormí. Soñé que escalaba una montaña de rocas y huesos de cerdo, y desde la cima veía mi pequeña casa, apenas una mancha azul pastel en el mapa, pero lo suficientemente cerca como para ver las cortinas blancas ondeando con el viento. Vi arcos de piedra adornados con querubines an- gustiados, de cuyas columnas fluían monedas de oro, joyas y relojes de bolsillo. ¡Finalmente era rico! Pero en un giro delirante, me di la vuelta, mis pasos resonaron como un diapasón del mal, di un salto olímpico y caí, ahora desde el cerro, hacia mi propia muerte. El sobresalto me despertó de golpe. Sentí una mezcla de decepción al darme cuenta de que la riqueza seguía siendo un sueño incoherente. Mientras el sueño se desvanecía en una densa nube, concluí que esa riqueza no era para mí; simplemente era una víctima de una antigua maldición. Cuando me desperté por completo, mi expresión cam- bió de confusión a puro espasmo instantáneo al oír el eco fuera de la ventana: madera rechinando en la noche, el paso cansado de un caballo sobre el adoquín, golpes amor- tiguados. — ¿Qué es eso? —preguntó mi novia adormilada. — ¿Será una carreta? — 20 — Todavía faltaban horas para que amaneciera. La noche de nieve engañaba descaradamente al impío espectador. El tiempo que Noé habría perdido mirando los profundos arrabales, los incontables sotobosques o, tal vez, el tiempo que habría necesitado para imaginarse los sonidos de las vacas que por alguna razón dantesca no se oyeron esa no- che, se desvió por completo con la aparición de lo que qui- zá era la silueta de una mujer, a contados kilómetros, bajo la trocha de barro. No menos sorprendido que atareado, Noé tambaleó la cama. De un salto descendió la litera de caoba y hojalata. Samuel ya se encontraba despierto, el seco ruido de los tablones y el rechine del camarote lo habían alarmado. —¿Qué te dio? —preguntó el hermano a media lengua. —Una forastera. Está subiendo por la trocha; no sé cómo sigue viva, está buscando una muerte pendeja —res- pondió nervioso. Samuel, luego de quitarse las lagañas, encontró el ma- chete entre la empapada oscuridad. No pasó mucho tiem- po para que ambos estuvieran afuera. A diferencia de Noé, Samuel no había tenido cabeza para calzarse las botas; sólo el metal oxidado le vestía la penosa cintura y con el mero silbido del viento le titubeaba el valor. Reparó en quedarse en la entrada de la casucha. HISTORIA PARA LAS FOGATAS Christian David Sánchez Castro — 21 — —¿Vas a ir hasta allá? —preguntó. —Me pongo a gritar y creerá que soy un guerrillero — replicó Noé. Las botas atajaron la mugre congelada. Como los hue- sos se le enfriaban y empezaba a no sentirlos, se obligó a caminar con cautela. Una voz de hilo le sugirió llevar el arma. La primera vez, Noé no la escuchó. —Lleva el machete —repitió Samuel, apenas percepti- ble. —Ya no, mira esta babosada de luz. Voy a tener que gritarle. —Sé gentil —advirtió. Ante la lejana incertidumbre, una sombra borrosa y traicioneramente azulada se movía en dirección a la vere- da. —¡Señorita, venga! ¡A estas horas, y sola, está usted arriesgando su vida! La figura azul se giró en torno a Noé; por lo menos así lo vio él. Entonces concluyó que la mudez de la forastera la condicionaba a una turista perdida. No concibió la idea de que alguien terminara en semejante potrero. Y, para su impotencia, tuvo que limitar las palabras al escaso inglés que recordaba de la Escuelita. —¡Jelou! ¡Jelou! ¡Plis, Jelou! Ocurrió muy deprisa. La nebulosa mancha añil se des- plomó sin preverlo, fue como si la Tierra la devorara. Noé se lanzó a la carrera y no escuchó las advertencias de su hermano. Casi cayó cuando, a trompicones, intentó bajar la loma; menos mal los portillos del corral lo sostuvieron — 22 — y la vertical trocha se bordeaba por un par de lámparas mediocres. Pero tuvo que pasar poco más de un cuarto de hora para que la mujer retomara la consciencia. Al despertarse, lo primero que vio fueron las tablas que constituían la litera de arriba, la cama de Noé y, mencionándolo de una vez, era él quien atravesaba la habitación acompañado de una taza de aromática. Samuel, por su lado, vigilaba desde la poltro- na a la extraña, y había notado lo mismo que su hermano notaría al ofrecerle el menjurje: la belleza de la forastera era inaudita y perversa. El cabello lacio, aún sucio por sus misteriosas desven- turas, era de un negro intenso, como el carbón, como el pelaje de los gatos que valen la pena admirar; reposaban en su regazo las puntas finas y suntuosas, también las manos delicadas, su color salmón, su etéreo movimiento. Los ojos divergían entre el color de las avellanas, el color del café y la empalagosa miel de abeja; el iris era grande, con una simetría exótica. La línea de la boca parecía una M estirada y cursiva, y aunque no pasó por sus cabezas dicha descrip- ción, no distó mucho de la imagen caligráfica. Ambos se miraron recelosos. Delante de la no invitada se había suspendido (casi que abandonado) una nimia in- quietud. El aire se les hizo más pesado. El ámbito entonces se sintió intranquilo. Concurrieron a la antecámara des- pués de que la peculiar mujer recibiera la taza y asintiera sin querer llamar la atención. —Tocará que duerma conmigo, las camas de los viejos las vendimos el año pasado —murmuró Noé con la espe- rada serenidad. —¿Vas a hacerla trastear desde donde está? Déjala ahí, ni que yo le fuera a hacer algo. — 23 — —Bien dicho, hermano. Así de atolondrado me gustas. Por eso mismo la quiero en mi cama. —Noé —rebatió Samuel, adivinando las artimañas de su hermano—, la acabas de conocer, no me jodas. ¿Vas a…? —Se ve mansita, ¿no le miraste la cara? El color del vacío es el tinte del olvido, fue una rima que ahora Samuel recordaba. —No vayas a ser un animal —repuso, y elevó un poco la voz. —Tú y yo somos animales, no me jodas tú —espetó Noé. —Dios mío, no te entiendo… Noé enderezó la postura y trató de escrutar a Samuel durante un rato. Un tedioso rato. Los soberbios ojos lo di- jeron todo, pero para él no fue suficiente. Fingiendo una mueca, curveando la medialuna del labio a ver si así suavi- zaba el resto del mensaje, propuso: —No quiero recordarte quién es el mayor. Como una cuchilla. Las miradas se despegaron, pero el implícito odio no. —No le cuentes nada de esto a María o te rompo la boca —agregó, como queriendo bromear, incluso sabiendo que su hermano no la conocía más que por su nombre. Más que por su intempestiva lengua. Samuel permaneció en la antecámara, delante del ta- bique de ladrillo, con la figura chata, vaga, ridícula. Oyó los pasos del hermano, escuchó la excusa que inventó y se dio cuenta que ella no advertía la anormalidad. Samuel lo — 24 — puteó. Pero en su mente. —… Es por eso que decidimos que usted dormirá con- migo —explicaba esa voz más simpática detrás de las pare- des—. No se preocupe, son sólo tres escalones. ¿Alguna vez ha dormido en un camarote? Eran esos ojos sin tonos los que habían desconcertado a Samuel. En ese momento se los imaginaba y seguía sin reconocerlos. —No, nunca —respondía la forastera, tímida e in- genua. Y entonces Noé empezaba a reírse tan fuerte, como si quisiera llamar la atención. De hecho, quería llamar la atención, lo ansiaba con todas sus fuerzas. Si hasta golpea- ba la poltrona de ciprés a ver si el golpe seco tomaba im- pulso y llegaba hasta afuera, hasta el gallo que no se había visto, hasta el taciturno corral, hasta los idiotas hierbajos. —¡Pero mírese!, es verdad que puede hablar. Así es más fácil entrar en confianza, señorita. Qué voz más linda tie- ne. —Perdone, realmente me siento muy confundida y do- blemente cansada. —No se preocupe, es cosa del corriente, ni sabrá de dón- de viene, pero me alegra que hable el español. Si le contara el ridículo que hice hace un rato, tendría para desinflarse toda la velada —decía Noé, levantándola del lecho y olien- do su agreste y floral fragancia. Ayudándole a ascender los peldaños, rozó disimulada- mente los dedos por encima de las vigorosas piernas fe- meninas. Decir que aquello es verosímil es arrojarse a un pantano sin monstruos, pues era Samuel el imaginante. — 25 — —Venga, déjeme le ayudo. Un pie acá, otro… Bien, se- ñorita. Póngase cómoda, no sienta pena conmigo. El resto de la noche sólo lo supo Samuel. Se acostó me- dia hora antes del amanecer. Quizá las captaciones salva- ron algún traumático acto, aunque en la actualidad dice que ignora estos detalles. Nadie le cree cuando rechaza la versión de los gemidos, cuando comenta que ya olvidó la musicalidad de los tambaleos, de las tablas. Todavía hace caras o saca el machete (depende de la hora) cuando se le mencionan las risas frívolas o los golpes secos. De todas maneras, para el diablo Samuel, lo más importante, lo úni- co veraz y malditamente inolvidable, fueron las gotas. Las tres gotas: tat, tat, tat. A oscuras; así debió haber sido. El olor a sexo infestó la habitación, natural que no hubiera dormido. De segu- ro, más que descansar, rogaba por olvidar las infidelidades que había callado; y no, no se refería sólo a los cuernos de la pobre María. El camarote chilló cuando el viento penetró las venta- nas de la casucha. Tumbado, contemplando las tablas de la litera de arriba, reflexionando y, por qué no, imaginando la posición en la que dormían su hermano y la forastera; tres gotas le cayeron, una seguida de otra con impulsiva decisión. El agua se aplastó contra su frente. Le pareció extraño que las gotas estuvieran tibias. Sin prestarles mucha atención, se limpió la faz y creyó que eran debido a una gotera. Muy difícil era imaginar una grieta, o alguna filtración, cuando lo que techaba a su cama era otra cama. Habría deseado ignorar la lógica básica que se le requería, pero la cuarta vez, ya sin oírse el calmoso tat y más bien haciéndose un chasquido sordo, no hubo de otra. Supo de la cuarta gota cuando su vivaz color ya se desli- zaba por el bordillo del labio. Sin querer saboreó el agua y — 26 — entonces entendió, aquello no era agua. Era sangre. Después, hubo que resolver el espanto. Ese chillido gu- tural Dios sabe quién lo escuchó. No esperaba toparse la inmundicia de unas vísceras cuando subió a buscar a su hermano, si lo identificó fue realmente gracias a los dedos troceados justo encima de la almohada. Lloró sobrecogido. Ni él sabe el porqué, pero se le vino a la mente la imagen de unos racimos podridos. Luego de vomitar salió a buscarla, aunque por su espíritu cobarde, lo que necesitaba encon- trar era la ayuda divina. Los pasos hicieron temblar las tejas. Sin duda eran pi- sadas enajenadas de odio. Daban la repugnante impresión de que un cerdo se revolvía sobre las tejas. —¡Satán, sal, te desafío! —balbuceó sintiéndose mise- rable. A la intemperie, bajo las nubes oscuras y pesadas, oró por su alma, esperando las últimas circunstancias de la vida. Nunca llovió y tal vez por esta razón las bestias se ocultaron en la tierra. Samuel, intentando divisar la som- bra de la que temía, se postró bajo el pórtico; desde allí el sonido del tejado se le hizo más áspero e insoportable. En- tonces supuso que verdaderamente se trataba de una cria- tura luciferina. Temblando por el escalofrío del asco, las piernas no soportaron más y cayó y lloró, y acompañado al llanto vino el vómito de nuevo. Fue hasta ese momento, cuando toda la bilis posible había sido regada en la huerta, que oyó el pasto carraspear a sus espaldas. La criatura en- tonces, más que hacérsele familiar, se le hizo una curveada bolsa de mierda. Ya sin ojos miel, se le torcía el caminar por la joroba. No tuvo tiempo para descifrar si el desaliñado y graso cabello le ocultaba el rostro o la negrura se debía a las sombras de — 27 — las culebras que seseaban hasta hartarse, esas que se re- fugiaban en los agujeros de los pezones. De los pezones que eran flácidos y amasados por los hongos rojos y ama- rillentos. Sus volvas se aferraban a las estrías y los vellos del abdomen; pero la figura se mantenía en una estática solemnidad. Samuel recordó la caligrafía, esta vez con el trazo bárbaro y cruzado, la letra Ø. El signo no sólo des- cribía el terroso aspecto; en verdad, era el mejor imaginar de las ramas entre los dientes y los huesos colgando en la mandíbula dislocada. Y, sin embargo, cualquier cosa dicha sobre Lucifer es una mera sugestión pueril, menos un sólo detalle que coincide en todos los testimonios de quienes la han visto por los campos plataneros. Y esa fue su peculiar extremidad: bajo la roñada pelvis, en lo que parecía ser una capa espesa y sucia de moho y vello, fundida a una pezuña del tamaño de un cráneo, la mujer se apoyaba en una pata sola. —¿Qué mierda eres? ¡¿Qué mierda eres?! —El grito lle- gó hasta la vereda y los pueblos de Zipoka y Karipe, donde los tíos de sesenta mandaban entre borrachos. Convaleció y buscó escapar, arrastrándose entre hierba- jos y pampas, apartando las piedras, los palos y los lace- rantes alambres, pataleando sin vacilar. Cuando menos lo notó, se rodeaba del ganado, su aire se había ceñido por los portillos del corral. Las vacas seguían sin mugir, pero en la oscuridad y el frío de hipotermia, todo era válido para preservar la vida. Custodiado por el mamífero calor, em- pezó un padrenuestro que interrumpió dos veces porque se le atragantaba la garganta y los mocos lo hacían escupir insultos. Puede ser que sus sentidos lo engañaran, de to- dos modos, estaba seguro de que alrededor del cercado se escondía el adefesio. Sin duda alguna, jamás esta historia hubiese pasado a — 28 — la posteridad si Samuel, al que ahora apodan El loco de las vacas, no hubiera despertado a las vacunas con sus ala- ridos de piedad. Por lo menos en la India, el ganado es sagrado; el jainismo, el budismo y el hinduismo le rezan y lo bendicen. Samuel Dalal Chowdhury ese día, sin luna ni cielo, presenció la salida del amanecer, la erupción del volcánico sol. El fenómeno fue coordinado, esta vez con una exactitud coreográfica, justo cuando las majestuosas vacas despertaron en conjunto y elevaron la mirada bra- mando a su dios. Acompañado del incandescente sol, de un picante que nunca se volvió a ver, un nuevo día acaeció en el campo. Las noticias fueron rápidas. La policía llegó en dos ye- guas y un borrego. En una primera ojeada, las autoridades determinaron que el autor del espantoso crimen había sido Samuel. Meses después lo liberaron. María Kramer lloró fulminantemente; tan así fue el desconsolado acto, que ni las aplomadas manos de los vecinos consiguieron despe- garla del cajón. En ocasiones han sorprendido al Loco espiándola tras las tapias de la Capilla, viendo a María con enfermiza atención; pero María es ajena a este mundo. A ella se le ha visto cerca al aljibe, echada en las losas y las piedras mientras teje macramés, carpetas y calzones para bebés. Todos la oyen durante el clímax de la noche, cuando su virginal gemido destempla el cielo y reclama los fantasmas fetales que nunca la encarnizaron; los que nunca lo harán, al igual que la Mística, ya poco silogeada por los pensado- res, ya poco encarnizada por las causas del recuerdo más enfebrecido. Esperemos que nada tenga que ver con nada, y más bien echémosle la culpa a la antigüedad de Nepal y del océano Índico, aunque de por sí sepamos que, si se cuenta la leyenda, es porque lo único que puede ser falso en esta historia, es su narrador. — 29 — —¿Saben ustedes lo qu’es una botija? —decía la abue- la con suspicacia, entre misteriosa y divertida. La anciana tenía ojos verdes, tez morena y bajita, con una columna encorvada que la obligaba a intentar sentarse derecha, sin conseguirlo por completo; llevaba su cabello gris recogido en un moño sencillo, sujetándolo con dos alfileres de plata. Su atuendo constaba de una blusa blanca, blanquísima, engomadita y bien aplanchada, que daba gusto verla. Su falda, de una pana verde, se veía un poco acabada por las múltiples lavadas; también llevaba un chal sobre sus hom- bros y un delicado delantal bordado por ella misma con su nombre. Olía a yerbabuena y a ceniza del fogón. Me encantaba estar a su lado porque me llegaba el olorcillo a manzanilla de su cabello. El calorcito agradable del fogón se imponía al frío de la noche y el fuego crepitaba alegremente tirando chispitas de vez en cuando; a ratos, afuera del galerón, la lluvia arrecia- ba y los relámpagos nos estremecían, pero nos sentíamos felices de que la abuela quisiera narrarnos la famosa histo- ria de “La Botija”. La dulce anciana tendría tal vez unos setenta años, so- bre su faz surcaban el látigo de los años vividos y se reía mostrando los pocos dientes que aún le quedaban, Su cara LA BOTIJA Seidy Martínez Rodríguez — 30 — era más bien en forma de pera y los ojos, abrigados por las sábanas de sendas arruguitas, apenas se veían reflejando el brillo del fogón. Ella desgranaba maíz con sus —alguna vez— delicadas, ahora maltratadas, manos de tanto trajín doméstico. Mi madre, entregada al mismo oficio, sonreía displicente. —¡Es como un tesoro! —decía Carlos, mi hermano. —Sí —dije yo—, la botija es una gran caja llena de jo- yas. —Algo parecido —murmuró la anciana mientras pren- día fuego a su puro y dejaba escapar una bocanada de humo gris que se perdió de nuestra vista en pocos instantes. —Han de saber ustedes que, cuando muere algún angu- rriento, d’esos que dejan plata escondida o deudas, Tatica Dios lo envía a la Tierra y aquella alma no descansa en paz hasta que alguna persona piadosa logre encontrar la botija. Pero… —aquí hacía una pausa obligatoria y continuaba apenas con un murmullo— hay que tener mucho cuidado. El que encuentra una botija, pues lo que hay dentro no son más que deudas, puede quedar arruinado. —Tita —pregunté—, ¿cómo se puede saber si la botija es de deudas? —No se sabe, porque las dos son como guápiles, iguali- tas una de la otra, por eso antes de abrir la caja debes decir: “Si es plata, conmigo; si es deuda, con otro; y si es vela, con tu agüela”. —¡Mentira! Las tales botijas no existen, con tantas que usté’ dice haber visto ya juéramos ricos… El tío Fernando acababa de entrar a la cocina que se caía de borracho y lo que menos le interesaba era escuchar los — 31 — cuentos de la abuela. —Es qu’ eso es jodido. Si la botija está jugada ya no sirve. —¡Cuéntanos de la vez que encontraste una botija! — gritábamos en coro— ¡Por favor, agüelita! La abuela dejaba a un lado la cazuela con el maíz ya desgranado y se deshacía de la última tusa que le quedaba sobre el blanco delantal. —Pues verán, cuando yo vivía allá, por el cerro del Espí- ritu Santo, hubo un gran revuelo porque, al llegar la noche, se alzaban dos enormes bolas de fuego en la cima del cerro. Poco a poco las lumbreras se acercaban una a la otra, y al ser en punto la medianoche, se topeteaban. Yo me quedé calladita, mientras unos decían que se iba a formar un vol- cán; otros murmuraban que allí deambulaba un espíritu maligno. Yo, por el contrario, sabía muy bien que, si podía encontrar el punto exacto donde se topaban las luces, allí habría de seguro una botija. —Como su agüelo, que en paz descanse —y se hacia la señal de la cruz mirando al techo—, se metía unas buenas jumas —y decía más bajito—, mucho más que las de su tío Fernando. Yo me fui un viernes por la noche para el monte. Iba bien abrigada, eso sí, después de haberme bañado en agua bendita; cogí el crucifijo y la Santa Biblia, y agarré montaña adentro. —A la medianoche, cuando ya las luces se topeteaban, me tiré al suelo en forma de cruz e invoqué al ánima en pena (no les digo toda la oración porqu’ es peligroso). El caso es que, cuando terminé de rezar, se cimbró todo el monte y se abrió el terreno en frente de mí, dejando ver un quemadero. Casi quedé tullida del susto, cuando una voz que no era humana dijo: — 32 — “Si eres alma piadosa dime todo tu mérito y si yo te hallo culposa mejor te hubieras muerto.” —Era aquella una voz gutural, como la de un hom- bre, pero desprovista de humanidad; era de un tono grave y quejumbroso que me puso la piel de gallina y me hizo estremecer el espinazo con un escalofrío que me pareció interminable. »Comencé, más muerta que viva, a decir que yo siem- pre había sido buena hija, madre y esposa; tenía temor de Dios, que hacía obras de misericordia, que siempre rezaba el Ángelus y el Rosario y que sé yo cuántas cosas más que agradan a Nuestro Señor. »¡Ay Tatica Dios!, entonces se oyeron truenos y saltaron chispas por todo lado. Cuando ya estaba a punto de des- mayarme, la voz me dijo: —Eres digna de la botija. Ábrela… Justo antes de abrirla comencé a recitar: “Si es plata, conmigo…”, y entonces alguien me jaló por detrás. Por un momento le di la espalda a la botija y, cuando me volví a ver quién me había jalado del pelo, no había nadie; y en cuanto a la botija… ¡desapareció en el acto! —¡Idiay agüela!, si no había nadie, entonces ¿quién la jaló? —decía mi tío Fernando—. Ven cómo eso de las bo- tijas es puro cuento. —¿Cómo nadie? Pos, no estás viendo muchacho, ¡que — 33 — era una botija jugada! —¿Y eso qué? —terciaba mi tío. —Diay, que la misma botija me jaló y, cuando me dis- traje, se desapareció. Todos quedamos anonadados al escuchar el cuento de la Botija. Con los años, cuanto más pienso en ello, estoy de acuerdo con el tío; pero la verdad es que, como dicen: “no hay que creer ni dejar de creer”. Ya saben, si encuentran una botija, nunca, por ningún motivo, le vuelvan la espalda, porque puede tratarse de una botija jugada. — 34 — Llegué a Florida a la hora del almuerzo, y a la locali- dad de Molles de Timote cuando comenzaba a atardecer, pues en la terminal me resultó difícil dar con alguien que aceptara llevarme hasta allí; me miraban como si estuviera loco y continuaban su viaje, dejándome con la palabra en la boca. El paisano que accedió a llevarme se burló de mí todo el camino, todavía resuena en mi memoria el eco de sus carcajadas. Viajé a Molles de Timote con la idea de investigar un asesinato ocurrido en ese lugar décadas atrás, el cual derivó en una leyenda que anida en el imaginario de los habitan- tes del interior. Al momento de adentrarme en la localidad tuve la sensación de retroceder en el tiempo. Imaginaba que el poblado contaría con más habitantes y estaría lleno de vida. Sin embargo, para mi sorpresa, el lugar lucía tal como lo mostraban los registros fotográficos de la época, los cuales databan de las primeras décadas del Siglo XX: con muy pocas casas, apartadas entre sí, y con los mismos caminos vecinales de tierra. Me detuve en un cruce de caminos, con la mochila a la espalda y con el celular listo para registrar imágenes y testimonios. A pocos pasos de mí, un perro negro con los ojos inyectados en sangre apareció de la nada y comenzó a PUEBLO MOLLES Patricia Olivera González — 35 — ladrarme, mostrando cada tanto los dientes. Le chisté para que se alejara, pero me ignoró; le lancé un par de piedras, pero no se dio por vencido. Decidí ignorarlo y me concen- tré en el paisaje agreste que embellecía el lugar. Todo allí era demasiado verde y exuberante, como si el pueblo le hu- biera autorizado a la naturaleza que avanzara para ocultar su rastro y sus historias al mundo. Era primavera, una brisa fresca y amistosa me acarició el rostro y me despeinó. Quise captar el momento con la cámara del celular, pero este estaba muerto. Para no desa- nimarme, al pensar en los inconvenientes que eso podría causarme, intenté convencerme de que no sería tan malo escribir los testimonios en papel; con respecto a las foto- grafías, esperaba que alguno de los entrevistados tuviera una cámara digital, de lo contrario tendría que poner en práctica mis frustradas dotes de dibujante. Pensaba en eso cuando noté que el perro se había esfumado del mismo modo misterioso como llegó. Pateé la tierra del camino un par de veces, la inutilidad de mi celular me hacía admitir que me ponía incómodo la falta de contacto con la civili- zación. Resignado, elegí uno de los tres caminos que tenía a la vista; supongo que en eso ayudó una pequeña casucha blanca que divisé a lo lejos. Nadie acudió a mis golpes a la puerta, aunque era evi- dente, por algunas herramientas desperdigadas en el suelo, que los ocupantes no andaban muy lejos. El terreno no estaba cercado, por lo que me embargó una sensación de seguridad que hacía tiempo no sentía en Montevideo. Detrás de la casa había un terreno de grandes propor- ciones, la mayor parte del suelo estaba cultivado. A la distancia divisé un arado bastante maltrecho, dos bueyes pastaban cerca. Un poco más allá de los bueyes y el ara- do había un curso de agua que, de tanto en tanto, emitía — 36 — reflejos dorados a causa del sol. El sitio era realmente her- moso, el silencio, salpicado por los sonidos característicos del campo, era tan placentero que poco a poco mis sentidos comenzaron a adormecerse. Me recosté sobre el pasto con la idea de descansar un poco mientras esperaba. Me despertó un golpe sobre la mejilla izquierda. La pe- reza se me fue de repente cuando vi la punta de un rifle a un costado de mi cara y el rostro de pocos amigos del hombre que me apuntaba con el dedo firme sobre el gatillo. —¡Por favor! —susurré aterrado, con miedo de que se le escapara un tiro—. No pretendía robarle, sólo me dormí mientras esperaba a que llegara alguien. —¿Qué busca? —preguntó, sin inmutarse. —Estoy haciendo investigaciones para mi tesis de gra- do —respondí con orgullo. El hombre empequeñeció los ojos y apartó el cañón del arma. —¿Y eso qué es? —murmuró sorprendido. Al mismo tiempo que le explicaba todo con lujo de de- talles, el cielo se cubría de nubarrones grises y se levantaba un fuerte viento. Me hizo señas para que lo siguiera al in- terior de la casa. Dentro, la sensación de seguridad era tal que apenas se oía el temporal que se había desatado. Mientras él avivaba las brasas del fogón y preparaba un mate, noté que la casa era de barro, pero la habían blan- queado con cal y al suelo, de tierra apisonada, humedecido para que no levantara polvo. Si bien la casa por fuera pare- cía pequeña, por dentro tenía las comodidades suficientes para una persona. El comedor, la cocina y el dormitorio estaban integrados. La casucha lucía limpia y ordenada. Los muebles, sencillos y rústicos, eran los imprescindibles. Sobre la mesada de la cocina, cuyos azulejos lucían des- — 37 — gastados, pero limpios, colgaban un par de ollas, así como un pedazo de panceta y un par de pipas de salamín. Mi estómago hizo un ruido gutural cuando vi esos manjares. En tanto el hombre preparaba el mate y cortaba rodajas de pan casero, chorizo y carne asada, yo continuaba con mi inspección ocular: contra la pared de la derecha, bajo la ventana, se ubicaba un catre muy humilde, sobre el que había un cobertor hecho con retazos de distintos colores y un cuero de vaca marrón. Sobre un cajón, junto al catre, ha- bía una palangana y una jarra, bajo este asomaba una ba- cinilla; todos de latón. Una mesa cuadrada, destartalada; dos sillas y dos bancos de madera, los cuales ocupábamos junto al fogón: la única fuente de luz frente a la oscuridad en la que nos había sumido el temporal en un abrir y cerrar de ojos. Al principio no hablamos, los reflejos dorados del fuego alumbraban nuestras caras serias y taciturnas mientras co- míamos en silencio y compartíamos el mate. —¿Qué busca? —preguntó de repente. No se interesó por saber mi nombre ni de dónde venía. —Escribo sobre la decapitada que aparece en el arro- yo Los Molles. Se dice que el marido la asesinó por infiel, quizás usted no había nacido, pero puede ser que le hayan hablado de eso —respondí, en tanto sacaba mi libreta de apuntes y las fotocopias de varios periódicos de la época. Él me observó de reojo, como con cierta desconfianza, mien- tras sorbía el mate y masticaba un pedazo de carne. —Dicen por ahí que se lo merecía —murmuró al fin, sin apartar la vista del fuego, cuyo reflejo daba a sus ojos un aspecto frío y sobrenatural. —¡Entonces lo recuerda! —exclamé entusiasmado. — 38 — —Nada es lo que parece —continuó, sin tintes de emo- ción en la voz. Ya me estaba impacientando, quería res- puestas concretas y él no parecía dispuesto a darlas. Ojeaba mis notas cuando un alarido espeluznante vino de afuera. Salté en mi asiento y varias hojas cayeron al suelo. El hom- bre ni se inmutó, simplemente dejó lo que hacía, tomó la escopeta y se dispuso a salir. Por primera vez lo vi hacer una mueca, que intuyo intentó ser sonrisa ante mi miedo. —Los citadinos pierden pronto el oído y el valor —se burló—. Quédese tranquilo, mozito, sólo es el viento — dijo, y desapareció luego de cerrar la puerta. Miré en torno, los reflejos del fuego formaban sombras que parecían cobrar vida propia sobre las paredes. En el techo, donde no llegaba la luz del fuego, la oscuridad ha- bía formado un agujero negro que, de un momento a otro, amenazaba con absorber lo que se hallaba en el interior de la casa, yo incluido. Otro alarido llegó del exterior, al tiempo que la celosía de la ventana era azotada violentamente por el temporal. El fogonazo de algún rayo perdido fue lo que me permitió ver las siluetas desdibujadas de los árboles como gigantes listos para caer sobre mí. Pegué otro salto cuando el rostro del tipo apareció de improviso tras el cristal. Un aullido re- sonó a lo lejos cuando entró. El hombre dejó la pala contra la pared y volvió al banco para continuar con el mate y el asado. Lo miré, en espera de una explicación detallada de lo ocurrido afuera, pero fue como si yo no existiera. —¿Qué quiere saber? –—preguntó de pronto, haciendo ruido al terminar de sorber el mate. No lo pensé ni dos segundos. Sin perder tiempo comen- cé a hacerle las preguntas que se me venían a la cabeza, pero, sin importar lo que yo preguntara, su respuesta era — 39 — siempre la misma: «Dicen por ahí que se lo merecía». En este diálogo de locos estábamos cuando la puerta se abrió por la fuerza del viento y mis notas volvieron a caer al piso. Cuando lo vi salir tuve un déjà vu: ahora él había to- mado la pala que estaba contra la pared, sin embargo, la primera vez que salió había un rifle allí. Intenté ordenar rápidamente mis pensamientos, busqué en mis recuerdos recientes el momento en el cual él entró con esa pala, pero no hallé nada. Otro alarido cortó el aire, mientras la lluvia y el viento se metían sin permiso dentro de la casucha. Me asomé a la puerta, empapándome, tratando de ver lo que sucedía afuera con ayuda de los rayos. Otra vez el alarido, seguido por los aullidos de un ani- mal. Me desplacé, protegiéndome del viento y de la lluvia, hasta uno de los costados de la casa, desde donde había divisado el arado y el curso de agua en la mañana, con la diferencia de que ahora no se veía nada. Avancé un tramo largo, a la luz de otro relámpago divisé al hombre: removía la tierra con la pala, mientras el agua escurría de toda su persona. Le grité, pero él no me miró. Continué acercán- dome, estaba a unos pasos de él cuando el mismo perro de antes apareció de la nada y me mostró los dientes blancos y afilados, sus gruñidos eran cada vez más amenazantes. Sólo en ese momento el hombre reparó en mí; solo en ese momento vi que sostenía una cabeza de mujer que tenía los ojos reventados y las greñas sanguinolentas y embarradas. Quedé paralizado, estaba ante las respuestas que tanto buscaba, ante un hombre que ahora lucía una mueca ate- rradora y amenazante como sonrisa. Tuve la sensación de que todo se detenía alrededor, incluso el ruido era despla- zado por un silencio de muerte. Eso sucedió en milésima de segundos, antes de que el peligro me hiciera entrar en — 40 — razón y mis pies intentaran sacarme de allí a toda prisa. Sin embargo, en ese momento sentí todo el peso del perro rabioso sobre mí, como si un monolito se estampara de lleno contra mi cuerpo. Desperté bajo un brillante sol primaveral. Me incorporé con notables dolores en todo el cuerpo, estaba en medio del campo. No había casucha ni cultivos, ni bueyes ni arado, no había nada. A lo lejos, el curso de un arroyo destellaba bajo la luz del sol. A unos pasos de mí, una vieja pala oxi- dada permanecía clavada a la tierra revuelta. Regresé por el mismo sendero por el que había llegado y el cruce de caminos ya no estaba. Por más que recorrí de punta a punta algún camino de tierra que aparecía cada tanto, no hallé rastros de algún pueblo en el lugar. Lle- gué a la carretera y, luego de varios intentos, un conductor amable se detuvo para regresarme a Florida. Quedó sor- prendido cuando le comenté que había estado en el pueblo Molles de Timote. —¡Pero ese pueblo hace décadas que dejó de existir! — exclamó—. Se desmoronó cuando un marido engañado decapitó a la mujer y tiró el cuerpo al río. La policía encon- tró la cabeza enterrada atrás de la casa, del resto del cuerpo ni rastros. Imagínese, eso le creó mala fama al pequeño po- blado, algunos llegaron a llamarlo «pueblo maldito…». Fi- nalmente desapareció —murmuró con nostalgia. Me miró de reojo y, después de una pausa, agregó preocupado—: ¿Está usted bien? Parece que hubiera visto un fantasma… — 41 — El aire gélido cubría la zona chinampera aquella noche de mayo. Una espesa niebla imposibilitaba la vista, envol- viendo todo en un aura hechizada. Los días festivos eran parte esencial de la vida cotidiana en la comunidad desde tiempos ancestrales. Su rica he- rencia de colores, su patrimonio cultural y el arraigo a las tradiciones llenaban de entusiasmo a cada habitante. Esa noche, un grupo de jóvenes se preparaba para el bai- le del Lunes de Amapolas, una festividad anual en honor al certamen de la Flor más Bella del Ejido, celebrado en el barrio de San Cristóbal Xallan. La presencia de renom- brados grupos musicales atraía a la comunidad, ávida de convivencia y baile hasta las primeras luces del día. Las bebidas alcohólicas fluían en abundancia entre los asistentes, que se congregaban sin necesidad de invitacio- nes formales. Mientras tanto, en el barrio de la Asunción, frente a la escuela secundaria 36, César, Beto, Laura, San- dra, Paco y Luis esperaban animados a Adriana, siempre tardía, para partir hacia el evento. A pesar de la lluvia, los amigos disfrutaban entre risas y bromas. De repente, un lamento cercano los hizo callar. Buscaron la fuente del sonido en vano, hasta que Adriana LEYENDA XOCHIMILCA: MICTLANCIHUATL Aline Rodríguez — 42 — apareció entre ellos con una sonrisa burlona, disfrutando de la reacción de sus amigos. — ¡Nos asustaste, Adriana! ¡Deja de jugar! —reprochó Laura con una mueca de desaprobación. —Ja, ja, ja, me divierte verlos así. Pero en serio, ¿pode- mos irnos ya? Me da miedo encontrarnos con La Pintada —dijo Adriana, con una chispa de picardía. —Esa historia es un invento, no creo en esas tonterías de viejas supersticiosas —intervino Luis, visiblemente mo- lesto. —Si es tan guapa como dicen, yo sí me voy con ella. ¿No es así, César? —bromeó Beto, dándole un codazo a su amigo. —Dejemos de lado esas historias y vayámonos. Recuer- den lo del año pasado junto a la casa de mi padrino Sergio. No vimos nada y casi nos metemos en un problema por culpa de Luis y su novia —advirtió César con preocupa- ción—. Además, hoy prometí a mi madre no beber ni una gota de alcohol. La última vez no recuerdo ni cómo llegué a casa. —Te llevaremos cargando, como siempre —rió Sandra, abrazándolo. —No me recuerdes eso, es vergonzoso. Vamos, camine- mos. Esta noche promete ser larga y divertida —dijo César, liderando el camino entre charlas y risas. Los amigos avanzaron por las calles conocidas. Pasaron por la avenida Hidalgo, giraron en prolongación Josefa Ortiz de Domínguez, y al llegar a la esquina de la casa de la tía Mimi en el barrio de San Diego, cerca de los canales, continuaron su camino. Cruzaron la calle de Pino rápida- — 43 — mente para comprobar si la taquería del papá de Paco esta- ba abierta, pero ya estaba cerrada. Doblando por la avenida Nuevo León, compraron refrescos y aperitivos en una tien- da de abarrotes. Finalmente, tomaron la calle Dalia hasta llegar al atrio de la iglesia de San Cristóbal, donde el tío de César, Sergio, les tenía reservadas sillas para disfrutar del baile. La música de “Los Yaguaru de Ángel Venegas”, “La So- nora Dinamita” y “El Internacional Carro Show” llenaba el aire, animando a la multitud a bailar sin parar. Pasadas las dos y media de la mañana, César decidió que era hora de regresar a casa para no preocupar a su madre. Se acercó a Paco, el más sensato del grupo, y le dijo: —Hermano, me temo que debo irme. Mañana trabajo y necesito descansar. ¿Vienes conmigo? ¿Debemos avisar a los demás? ¿Crees que debería decirle algo a mi tío? —pre- guntó con preocupación. —¡No, César! Hemos esperado tanto por este baile y ahora quieres irte. ¿Qué te pasa? ¿Andas tras alguna chica otra vez? Ya te he dicho que eso nunca trae nada bueno — respondió Paco con gesto serio—. Si fuera tú, simplemente me iría sin despedirme. Los chicos se enojarán si se ente- ran. Déjame distraerlos. —No hay ninguna chica, lo siento. Pero avísales a todos por mí. Además, acompáñenlas hasta la puerta de sus ca- sas, es una señal de caballerosidad que no podemos perder —indicó César antes de despedirse. —Entendido, hermano. Ve con cuidado. Y no te quedes charlando con La Llorona, aunque sea muy guapa —bro- meó Paco, riendo. —No creas en esas tonterías, no creo en esas cosas — dijo César, deslizándose entre la multitud hacia la salida. — 44 — Caminó despacio por las calles, la neblina se densificaba y la lluvia había cesado. Mientras avanzaba por la avenida Dalia y doblando por la calle Nuevo León, los ladridos de los perros de una casa cercana lo sobresaltaron. Sin embar- go, continuó su camino hacia casa, pensando en la broma que le habían gastado antes sobre La Pintada. En la esquina de Pino, notó a una mujer cerca del pues- to de periódicos de “Doña Cuquita”. Era hermosa, con una cara ovalada, ojos café profundos y una piel color caramelo. Su cabello negro se movía con la brisa. César se acercó a ella, preocupado al verla sola. —Hola, ¿Cómo te llamas? ¿Qué haces aquí tan sola? ¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó con nerviosismo, buscando a su alrededor. —Hola, soy Mictlancihuatl. Salí a caminar y me perdí. Eso me pasa a menudo, me desoriento fácilmente —res- pondió la mujer con un tono de voz peculiar. —¿Sola? Eso es peligroso. ¿Hacia dónde te diriges? Pue- do acompañarte si quieres —ofreció César, sintiendo un impulso de protección. Caminaron juntos hacia el barrio de la Asunción por el callejón de Bodoquepa. César, sin embargo, se sintió incó- modo al recordar las advertencias de sus amigos sobre La Pintada. Llegaron a la esquina de Pino y César se aseguró de que no hubiera tráfico antes de cruzar con Mictlanci- huatl. Sin embargo, cuando se volvió para ayudarla a cru- zar, ella había desaparecido. Confundido y asustado, César continuó su camino apresurado por la calle de Violeta. Las palabras de sus ami- gos resonaban en su mente mientras llegaba a la casa de la tía Mimi. Pero ahí estaba de nuevo Mictlancihuatl, mirán- dolo con una expresión preocupada. — 45 — —Tranquilo, no te haré daño. Ve despacio —le dijo ella, mientras César la miraba con temor. —¡Vete, déjame en paz! ¿Qué quieres de mí? —exclamó César, enojado y asustado. Corrió hacia su casa y la vio desaparecer ante sus ojos. Al entrar a su casa, se quitó la chamarra y se sentó en el sillón de la sala, tratando de calmar sus nervios. Aque- lla noche no pudo dejar de pensar en Mictlancihuatl. La fiebre le subía constantemente, tenía alucinaciones y no dejaba de repetir: —Me encontré con Mictlancihuatl, su nombre era Mictlancihuatl... — 46 — La casa de huéspedes “La Eterna” mantiene alejado a su cuidador del segundo piso. No le permite subir. Así es como ha ocultado su secreto por años. Su fachada abriga la única enredadera que da flores amarillas en varios kiló- metros a la redonda en La Barca, Jalisco. El fresco de sus paredes ha hecho de su fortaleza un oasis atractivo para los futuros inquilinos que pasen por aquella zona del occi- dente de México. Ella es la única construcción que parece brillar en un poblado reducido a ruinas cubiertas de polvo. El hosco Fermín es el encargado de cuidarla. Su presencia es tan enigmática que despierta la palabrería de los vecinos; los más pequeños protegen sus oídos cuando escuchan su andar descompasado en el umbral de la puer- ta. Algunos chiquillos intrépidos le han lanzado piedras desde lejos para provocar su ira y hacerle gritar amenazas que saben no cumplirá pues nunca pone un pie fuera de allí. Nadie sabe por qué. Algunas viejas perjuran que «está enamorado de la casa pues en ella vive el fantasma de su vieja novia»; otros agregan que «estar allí dentro lo man- tiene vivo, pues tiene más de cien años». Las jóvenes bajan la vista y se persignan en silencio cuando su jornada las enfrenta con La Eterna. Las más viejas susurran entre las sombras que “ese lugar antes fue un cementerio” y asegu- ran “allí se hacían sacrificios humanos en asentamientos LA CASA DE HUÉSPEDES Ana Laura Saavedra Villanueva — 47 — prehispánicos”. Ninguno en ese pueblo puede determinar cuándo fue construida, ni quién fue su dueño original, como tampoco ninguno de ellos se acerca al quicio de esa puerta. A la casona, que se ubica a orillas del pueblo, le tiene sin cuidado lo que digan sobre Ella. Nunca presta atención al exterior, pone todo su empeño en el espacio que abarcan sus cuatro paredes. Hace años que funciona como un hostal para los viajeros desprevenidos. Los lugareños, hechos a las supersticiones de provincia, no ponen un pie allí. Algunos valientes que han llegado a atravesar su puer- ta se encuentran en un lugar encerrado, con un atractivo difícil de descifrar. Los adornos antiguos de la época de los Cristeros lucen como nuevos, pareciera un recorrido dig- no de museo, donde el espectador está dispuesto a pasar horas con tal de no perder detalle. El viejo Fermín sabe bien el efecto que causa esa habitación en quienes la obser- van. Guarda silencio mientras espera, hasta que extiende su mano con la llave del cuarto disponible. No le impor- ta nada más; ni el tiempo de estancia ni el nombre del huésped. Él sabe que todos los inquilinos partirán en la oscuridad de la noche y dejarán su llave sobre el escritorio sin decir una palabra. Lo singular de esa costumbre dejó de inquietarlo hace mucho tiempo. A todos los ve llegar, a ninguno partir. «Saldrán de noche, pues siempre encuen- tro su llave en la recepción», se convenció a sí mismo hace mucho y dejó de preocuparse. Tan sólo se ocupa de man- tener el brazo extendido durante el tiempo que haga falta, hasta que los huéspedes regresen del viaje mental y toman emocionados la llave con su número de habitación. Ellos, por lo general, no dicen nada. Se limitan a subir a su cuar- to con una fascinación digna de un estado de trance. Él había visto ese brillo en los ojos de los forasteros una y otra vez. Lo llamaba “el efecto” y sabía también que, — 48 — las noches en que los invitados se encontraban allí, debía permanecer con el radio encendido a un volumen elevado hasta el amanecer. Cualquier cosa que ayudara a no escu- char ningún ruido de la planta alta. Hace muchos años intentó subir a ver qué lo provocaba y fue la primera oca- sión en que la casa se molestó con él, sacudió sus cimientos con estrépito y provocó que Fermín cayera por las escaleras. Se rompió el tobillo con el reborde de la única y enorme maceta que daba vida a una hiedra venenosa rebosante en tamaño y a la que él nunca había regado. La curiosidad le había costado una cojera ruidosa que le impedía pasar desapercibido. Así transcurrían los días en aquel pueblo olvidado hasta que sucedió algo inusual en la rutina imperturbable del paisaje. Una desconocida caminó por las calles intere- sada en hablar con todos a su paso. La mujer —con sólo una libreta por equipaje— trató de averiguar todo cuanto pudo sobre La Eterna. Los habitantes encorvados tan sólo dijeron un par de palabras: —No vaya a ese sitio. Seguro ha leído sobre ella en el internet, no crea nada de lo que dicen. Si quiere, puede pasar la noche en mi casa de ser necesario— le dijo una señora entrada en canas. Pero la viajera estaba determinada. Ella guardaba un secreto que no confesó a nadie en el poblado. «No es la primera vez que me hospedo en La Eterna», pensó. Y, sin hacer caso de las expresiones de recelo en los rostros de los lugareños, caminó hasta la entrada sin dejar de sentir, a cada paso, cómo el exterior se perdía en un recuerdo lejano. Sabía lo que hacía y, aun así, decidió seguir adelante. Todo se conservaba igual en ese espacio confinado. Excepto ella misma. Hace diez años visitó ese recinto sien- do joven y fuerte, pero ahora era una vieja que se acercaba — 49 — al fin de sus días y no pensaba hacerlo sin antes conocer la verdad. El olor a encino inundó sus pulmones y la trans- portó años atrás, a su primera estancia en La Eterna. Todo lo que recordaba estaba allí igual que hace años. El am- biente parecía encapsulado en una esfera de cristal que no permitía ni al polvo hacer acto de presencia. El quinqué de hierro fundido seguía sobre la mesa de cuero; los equi- pales en piel, listos para que se sentaran en ellos invitados inexistentes; el tapete de lana colorida y reluciente como si nunca nadie hubiera puesto sus pies sobre él. Allí estaba ella, pisándolo, aunque su presencia no causara efecto en el entorno. Pero lo que más le impresionó, hasta el punto en que tuvo que contener un pequeño grito, fue el rostro del cuidador que la veía con la misma mirada vacía, las arrugas, la mano fuerte que le tendía la llave de su habita- ción, el mismo pelo entrecano y grasoso, y aquel gruñido profundo que usó por toda comunicación hace diez años. A pesar de todo eso, por más que trató, no pudo recordar nada de lo que había vivido en ese lugar justo después de entrar en su cuarto en el segundo piso aquella primera vez hace años. Tomó la llave de las manos del hombre e igual que antaño obtuvo por respuesta un gruñido cavernoso y hos- co. Sabía que no le sacaría una palabra, así que antes de su- bir a su alcoba se sentó en la sala para repasar su plan, sin importarle la sorpresa que provocó en el cuidador. «No es lo que esperabas, ¿verdad?», pensó ella. Después notó que él miraba de forma intermitente a las paredes y el techo de la casa. Supuso que su actitud inesperada lo pondría ner- vioso. Lo que no sabía es que él buscaba alguna muestra de enojo en La Eterna. Pero nada pasó. Se dio cuenta que ella estaba ocupada escribiendo y no parecía interesada en po- nerse a interactuar con los demás elementos del lugar, así — 50 — que él prefirió evadirse en sus viejas novelas de vaqueros, el único escape para su realidad confinada. Fermín comenzó a sentir el transcurrir del reloj. El cansancio acumulado terminó por cerrar sus ojos en un tiempo inexistente para la vida de la casa. La noche oscu- reció las ventanas y unos ruidos amenazantes anunciaron una tormenta, lo que era por demás extraño en aquella época del año en todo Jalisco. Después de un sobresalto producto de un trueno que debió caer a unos cuantos me- tros de distancia, descubrió que ya no había rastro de la mujer. Supuso que habría subido a su dormitorio y un es- calofrío recorrió su espina dorsal. «Es hora de encender el radio», pensó. Su vida pasada había quedado en el olvido. Ni él era capaz de asegurar cuánto tiempo llevaba dentro de esas paredes. Tras las ventanas sentía la tormenta lejana, a pesar de estar ocurriendo allí mismo y ante su vista. El tiempo disolvió las horas en un inclemente malestar inte- rior. Los cimientos vibraron y Fermín estuvo seguro de que no era producto de los relámpagos en el cielo. Era “Ella”, «regocijándose con su recién llegada», pensó Fermín, al tiempo que suspiró pesaroso sin poder dormir debido a los crujidos indefinibles y el resplandor esporádico que prove- nía del piso superior. Ni el radio encendido logró aislar lo que se escuchaba allá arriba. Un calor asfixiante producto de su nerviosismo no se separó de él hasta entrada la madrugada, momento en que un ensueño tranquilo se presentó para transportarlo a un escenario en el que podía respirar en libertad; se veía fuera de La Eterna, en una visión tan nubosa como irreal. En esas ocasiones le parecía probable que su vida había germinado allí mismo. La imagen fugaz se evaporó ante un despertar más inmediato de lo que hubiera deseado. Resignado, hizo su recorrido de costumbre por el primer piso donde todo lucía idéntico día tras día, pero en esta — 51 — ocasión se equivocaba. Para su desconcierto, cuando miró hacia la escalera, vio un objeto rectangular tirado en uno de los peldaños. Dominado por una curiosidad excepcional, se so- bresaltó cuando se vio parado en el segundo escalón, co- jeando con dificultad para seguir adelante. De inmediato sintió arder las baldosas. Era “Ella” que las hacía hervir provocándole quemaduras terribles. Fermín se arrastró como pudo escalones arriba. A pesar de los dolores que sentía en cada peldaño que subía, siguió hasta tomar el objeto a mitad del camino; al hacerlo fue lanzado al primer piso, estrellándose una vez más contra la enorme maceta. Permaneció un rato perplejo hasta que un miedo creciente lo regresó a la realidad. No fue hasta que aminoró el dolor en su cuerpo que pudo llegar a su silla detrás de recepción. Allí miró con inquietud aquel objeto que le causó esa riña con La Eterna: era una libreta. Con una ansiedad crecien- te, la hojeó. Eran garabatos nada sofisticados para una es- critura; se esforzó por examinarlos y descubrió que tenían cierto orden y eso dejaba fuera pensar en simples dibujos de niños. Súbitamente se sintió sofocado. La Eterna estaba molesta y él notó cómo sus paredes se redujeron. No quería dejar de leer. Casi sin aliento escondió la libreta entre las tapas de uno de sus libros vaqueros con la intención de engañarla. Su idea surtió efecto y poco a poco pudo respi- rar con normalidad. Esperó hasta la llegada de la noche, pues era cuando estaba seguro de que “Ella” se ocupaba en otros asuntos; fue entonces que fingió leer su novela, pero en realidad se dispuso a descubrir por qué esa libreta había molestado tanto a la casa de huéspedes. La abrió en una página al azar. «Curioso, una especie de diario» pensó. Pues en ella se registraba lo que semejaban fechas en dife- rentes bloques de texto. La letra ilegible no hizo más que — 52 — interesarlo genuinamente en su contenido. Siguió pasando hojas llenas de ese intento de caligrafía hasta que encontró, después de la mitad de la libreta, una parte más clara que pudo leer sin esfuerzo. *** Día 1 Comencé a escribir esto apenas crucé la puerta de La Eterna. Estoy convencida de que permanecerán legibles durante el tiempo suficiente para que puedas entenderlas. Llevo años pensando en cómo ordenar estas líneas. Mi nombre ya no importa, sólo espero que tú, que ahora lees, creas lo que me dispongo a relatar. Yo misma llevo mucho tiempo tratando de entender esta pesadilla. La evidencia que pesa sobre mí es suficiente para determinarme a inten- tarlo. Descifrar y esperar que alguien le ponga fin de una vez por todas. No tengo claro cómo transcurre el tiempo dentro de estas paredes. La primera vez que estuve aquí fueron sólo tres días, pero al regresar a mi casa descubrí que ha- bían pasado muchos años. ¡Yo era mayor! Mi rostro estaba lleno de arrugas que antes no existían. ¡Canas en mi cabe- llo! Nadie me reconoció y yo estaba aterrorizada. El tiempo sólo actuó sobre mí. No comprendo la razón. Afuera en el pueblo de La Barca toda la gente seguía igual. Y como ocurre a la fecha, nadie nunca quiere dar razones sobre esa casa de huéspedes y tan sólo aconsejan seguir adelante. No había nadie con quien pudiera hablar, lo que hizo que durante estos años mi existencia haya ve- nido a menos. Ahora que siento que se acerca mi final... es que… no puedo morir sin descubrir qué fue lo que me — 53 — pasó en este sitio. No recuerdo nada de mi estancia pasada, por eso regresé después de diez años. De lo único que estoy segura es que entré y salí a los tres días; no como mi cuerpo lo atestiguó. Confieso que tenía pánico de venir. Al llegar al pueblo me enteré de que la gente le llama a esta casa La Eterna pues están convencidos que ha estado aquí desde antes que todos ellos. Nadie comprende qué pasa dentro de esas paredes; sólo ve que los huéspedes la abandonan de noche, ocultos entre las sombras. Yo misma partí de noche aquella primera vez. Lo hice como autómata y no fue hasta llegar a casa que me di cuenta de todo. Estoy segura de que a los demás les pasó igual. Esta libreta que ahora sostienes no siempre estuvo en mi posesión, ha tenido muchos dueños a lo largo de más de 100 años, al menos es de lo poco que puedo asegu- rar. Su estado es impecable, supongo que ella tuvo efecto sobre su condición durante el tiempo que estuvo dentro. Yo la descubrí en mi equipaje la primera vez que salí de aquí. No tengo recuerdo de cómo me hice con ella, pero ahora la traigo de regreso. No sufrió alteraciones desde entonces; al parecer no tiene el mismo impacto en las cosas que en las personas. Mucha gente antes que yo ha escrito en sus pági- nas. Por alguna razón el tiempo convirtió su caligrafía en indescifrable. Yo misma escribí varias veces en ella durante estos años para ver qué pasaba. Y, aunque mi conciencia se niega a admitirlo, conforme pasaron los días ¡mis pa- labras se entrelazaron, sus formas se dislocaron! Se volvie- ron impronunciables salvo una que otra, con ayuda de la observación y la paciencia. Llevo diez años obsesionada y puedo decir que una palabra se repite en todas las hojas —«¡Detenla!»— es lo único que en todos estos años he — 54 — comprendido. Y es frustrante, pues sólo me deja más y más dudas. ¡¿A quién le habla toda esa gente?! Pero hoy sé a quién claman las voces anteriores. Comprendo que siempre se han referido a ti que llevas años en esta construcción. En el pueblo escuché, casi por error, las habladurías que dicen sobre tu persona: que no hablas, que no sales, que parecieras inmortal pues nadie puede calcular tu edad. Tu vida antes de La Eterna se re- monta más a una leyenda en la que no es posible asegurar nada. No comprendo tu relación con todo esto, pero ahora que te veo puedo asegurar que el tiempo no ha pasado por tu rostro. Deberías estar muerto y ¡ahora parezco más vieja que tú! Voy a subir, por hoy he escrito demasiado, era ne- cesario, pues no sé qué pase una vez que esté arriba, debía decirte todo esto antes de subir, a pesar de la angustia que te causó verme sentada durante todo este tiempo. No podía correr riesgos; me aferro a creer que cuando tengas esta libreta en tus manos mis palabras seguirán legibles. Ya en- contraré una manera de dártela. Por eso estoy aquí, otra vez, a pesar del miedo y con la certeza de que será la última. Día 2 No puedo… ¡Es muy doloroso! Me costó salir al pasillo. No recuerdo más que haber entrado de noche, exhausta. La cama, nada después de eso. Desperté agotada, como si no hubiera dormido en absoluto. Mi determinación de inves- tigar se disolvió en un sueño pesado del que no recuerdo nada. Hoy no pienso entrar a mi cuarto. ¡Sí! Me voy a que- dar aquí… en el pasillo. — 55 — Día 3 Blanco y estrecho, aunque el rojo de su alfombra le da un toque siniestro. Este pasillo es más largo de lo que la vista calcula. Los otros cuartos están cerrados. Alcancé a ver que hoy entraba un huésped al del final del corredor. ¡No me escuchó! Por más que llamé su atención. Iba em- belesado… Me pasó igual la primera vez. Día 4 Esto es… mis palabras, me cuesta pensar; mis ideas, se nublan. Ayer, la noche ¡Lo vi! La Casa, la maldita crujía y la luz. La luz… destellos toda la noche. La habitación del final. Fui, intenté abrir, ¡de verdad! La manija hervía. Y yo seguí, seguí y por fin pude… ¡Ver en el cuarto! Mis ojos arden desde entonces… ¡La cama! El chico acostado… La cama se movía… como algo vivo. Lo vi, algo serpenteaba, lo cubría todo… Lo apretaba; él se convulsionaba, dormi- do, soñando. ¡Una enredadera! La desgraciada planta subía como enredadera. Lo asfixiaba completo. La Eterna, ¡Ella! Me cerró la puerta y caí de espaldas. Me arrastro desde entonces. No encuentro la salida. El rojo... pasillo rojo por todos lados. ¡Ella me quiere aquí! Escribo a escondidas: es la hierba. No quiero ir a mi habitación y la salida… estoy segura de que estoy cerca. Día 5 Estuve todo el día entre una mesa y la pared. Me cues- ta caminar. Aunque mi mente está mejor… Llevo mucho — 56 — tiempo vigilando. ¡Se mueve! Lo que estaba no está. Y lo que llega permanece. Y tú nunca has subido… ¿Le temes? ¿Por eso no caminas bien? ¿Te hizo algo igual que a mí? No has subi- do… no te he visto y yo tengo los ojos muy abiertos para no perderme nada. Hoy me di cuenta de algo. Por las ventanas del pa- sillo entra una delgada, delicada rama de esa planta maldi- ta… y recorre el techo casi imperceptible. Se interna cuida- dosa en cada una de las habitaciones. La casa, la hierba… no sé ¡¿quién da vida a quién?! Pero ya sé a quién se la quita. Hoy salió alguien de uno de los dormitorios. De madrugada, ¡lo vi! Yo no duermo, mis ojos desorbitados y el temblor en mi cuerpo no me dejan.… Iba como en trance. No escuchó mi llamado. ¡Pero Ella sí! Tiró todo a mi alrededor, un espejo cayó sobre mi pie, estoy sangrando desde entonces y mi sangre… Mi sangre toca la endemoniada alfombra roja y desaparece. ¡Se alimenta de mí y ya no lo tolero más! ¡¿Por qué no haces nada, condenado viejo?! Día 6 Mi reflejo en este espejo roto me tiene aterrorizada. Mi rostro parece el de una momia carcomida. Ya no reconozco nada en esta imagen. Y Ella no me va a dejar bajar de aquí. Los demás entran y se marchan. Nadie repara en mi presencia. — 57 — ¡No voy a dejar que me consuma! Tengo guardado un pedazo de espejo. El triángulo más puntiagudo que encontré. Ahora que sé su secreto ¡yo misma decidiré! Yo misma pondré fin a mi vida sin darle ese gusto. ¡Voy a hacerlo! Tanpronto logre entregarte esta libreta. Día 7 La Eterna hoy está descuidada. Este día debo aprovechar- lo para darte la libreta. Su perverso pasillo movedizo, me mostró la escalera y pienso lanzarla hasta ti. Aunque sigo sin comprender: ¿qué te detiene de escapar de esta maldición? Quizá estés en trance, y en ti el efecto sea mayor por tan- tos años aquí. Seguro no sabes lo que pasa acá arriba, Ella no te deja subir. Tengo esperanza de que la libreta llegue al primer piso. Esto será lo último que escribo, es inútil tratar de huir. No puedo mover mis piernas, nunca lo lograría. Tan sólo escribir es demasiado doloroso. Yo voy a ser quien decida mi muerte. Me aferro a este trozo de espejo. No me importa cuán lenta. — 58 — ¡Quema a la maldita! Cierra ya la puerta. Solo tú puedes. ¡Detenla! *** Fermín se llevó la mano a la frente un instante. Buscó, desgarró su memoria en vano: no pudo justificar por qué estaba allí después de tantos años. Y ahora tenía la certeza del secreto maldito que guardaba esa casa. Él estaba atado a Ella y no pudo recordar cómo o cuándo había sucedido. Por más que se esforzaba sintió una profunda desconexión entre su mente y su cuerpo. Puso su mano en su pecho, con un gesto inconsciente y, en el lugar donde alguna vez ha- bitó un corazón, encontró una semilla que pulsaba y daba vida a una enorme enredadera que recorría su interior. Con un gesto de frío desdén cerró la libreta y la arrojó a la oscuridad de un húmedo cajón olvidado. Al menos esa es la historia que repiten las abuelas de La Barca, Jalisco, sobre la casa de huéspedes que alguna vez estuvo a orillas del río Lerma. Algunas aseguran que conocieron al viejo Fermín, las nuevas generaciones tan sólo se ríen incrédulas de esas viejas historias de ancianos. La verdad es que, si en estos tiempos alguno pregunta a un lugareño, bajará la mirada y negará con la cabeza como sig- no de superchería. Pero en cuánto uno aparte la mirada se persignará discreto susurrando palabras ininteligibles que aún hoy viajan a la deriva en el amplio llano de Jalisco. — 59 — —«Me sentí como hipnotizada por el croar repentino del sapo ése. Era verde con manchas negras y de ojos re- dondos y saltones. Feo como él solo, y pesado y gordo. Un globo esférico, hinchado, hasta parecía que en cualquier momento se podría elevar para irse flotando por los cielos. Abría y cerraba la boca como eructando, parecía señor de cantina: empachado de tanto comer y queriendo sacar los gases para desinflarse. Pobre sapo, qué criatura tan más fea. ¿No se le hace, Padre? De dónde se le fue a ocurrir a Dios crear a semejante monstruo. Es que me cae que Diosito fue bien creativo con esto de inventarse el universo, ni al artista más drogado se le hubiera ocurrido. No que Dios esté drogado, eh. ¡Ay, es que a veces hablo de más! Ya se me soltó la lengua. Lo que quiero decir es que las ranas y los sapos parecen extraterrestres. En fin, a lo que voy es que hubo algo que sí se me hizo bonito del sapo, y es que, por más gordo, el muy canijo se sostenía con gracia sobre su hoja de pantano. Me pregunté entonces si eso del peso era una ilusión. Para sostenerse tan a gusto sobre la hoja se tiene que ser liviano. Ve, Padre, cómo todo es relativo. » Bueno, sí, tiene razón, me dice siempre que para Dios eso del relativismo no existe. ¿Qué? Que “a los tibios los vomitaré de mi boca”. ¿En dónde dice eso? ¡En el Apoca- lipsis! ¡Válgame! Yo no quiero que nadie me vomite de su UN PLATO CON SAL Natalia Martínez Alcalde — 60 — boca y, menos aún, Dios. No, Padre, no. No es que tenga la mala costumbre de justificar mis pecados; los acepto, me arrepiento y cumplo con la penitencia al pie de la letra. » Sí, ya sé que me enrollo y usted no tiene todo el día. » ¿Que ‘ora qué hice? No lo escucho, está hablando muy bajito. Y yo bien fuerte, seguro que todos afuera del con- fesionario se enteran de mis habladurías, intentaré hablar bajito, así como usted. » Lo que pasó es que ayer regresé a la casa por un cami- no diferente. Caminé por la calle Melchor Ocampo porque quería romper con la monotonía, pasearme un poquito más por otro lado, dar la vuelta. La verdad es que me está costando eso de llegar a la casa para encontrarme con que el Alfredo no está. Que sí, que ya sé que es un huevón y que el cabrón era un bueno para nada que no hacía más que chupar y pasarse el día echado. ¡Perdone mi inglés, Padre! Es que pienso en el pinche Alfredo y… ¡Ay!, que me hierve la sangre del enojo. Sí, ya sé que en la casa de Dios no se dicen groserías, le juro que no vuelve a pasar. El enojo es el que me obliga a decir cosas malas, no lo puedo controlar, son las ganas de venganza. Aparte de bueno para nada me fue a abandonar por la güera ésa de los jugos. Después de que le entregué mi vida, mi juventud. Me sacó bien chiqui- ta de casa de mis papás. A mis quince años nos juntamos. ¡Quince, Padre! Yo ni siquiera sabía lo que era la madurez, ni sabía lo que era el sexo. Y él, con dieciocho, pues era más experimentado que yo. Me convenció de escaparme por la ventana y ahí voy a hacerle caso, enamorada y tonta. Por eso le dije a mi niña que ella tenía que estudiar y echarle ganas a la vida, ser independiente, porque cuando uno no estudia se come las promesas de tipos como el Alfredo que después resultan ser unos buenos para nada que ni ayudan con los niños, ni con dinero. ¡Vea, cómo me enojo! En fin, — 61 — le decía que ayer tomé yo otro camino a la casa para hacer más tiempo. Y, de repente, me topé con un letrero de luces rosas que decía: Santería y amarres. Otro letrero de lona explicaba los servicios, decía: “¿tiene usted inquietudes o preocupaciones? Solucionamos cualquier tipo de problema con seriedad y discreción. Somos especialistas en amarres de amor, santería, brujería y rituales de fertilidad”. Lo leí y una voz que ni era mía me dijo «entra» y, como la primera vez dudé en hacerle caso, me volvió a decir «entra, Josefa, entra». Yo creo que el que me tentó fue el mismísimo Dia- blo, Padre. ¿Y qué cree? Pues que le hice caso a la tentación y por eso estoy aquí hoy, confesándome y haciendo peni- tencia. » Ay, Padre, no, no suspire así, que me da la angustia. Le juro que no fui yo, fue la tentación la que me llevó a entrar por esa puerta. Sí, en eso tiene razón, Padre, uno decide caer o no caer en la tentación. Yo caí redondita. Por mi culpa, por mi culpa, por mi grande culpa. ¡Lo reconozco! Bueno, pues, sigo. Era un lugar bien oscuro. Daba miedo. Al entrar pateé sin querer a un gato negro y, cuando el pobre animal se va corriendo, aparece la bruja. Si usted la viera, le da el infarto. Estaba toda vestida con trapos morados, un turbante de flores en la cabeza, y unas uñas tan largas que parecían garras. Le digo, hola, y me dice ella hola y me pregunta que por qué estoy ahí. Le digo yo la ra- zón por la que fui a su establecimiento, que no era porque yo quisiera amarrar al Alfredo. Por más que la soledad me cueste, estoy más a gusto sin él. Lo que quiero es que a él, con su nueva pareja, no le vaya ni poquito bien; porque no es justo, después de que le di la vida entera y mi juventud, y a sus hijos que son míos y que yo crié y mantuve con el sudor de mi frente, y lo mantuve a él también y sus bo- rracheras. ¿Entonces, se va con una más joven? ¡No! No lo quiero cerca, pero tampoco lo quiero ver contento. ¡Que sufra porque yo pasé las de Caín por su culpa! — 62 — » ¡Ya sé que desearle el mal a la gente es pecado! ¿Mor- tal, dice? Pero si sólo lo estoy pensando y ni le estoy ha- ciendo nada. ¿Cómo va a ser mortal? Agrégueme el pecado a la lista, Padre. ¿Continúo? ¿Y más rápido? Sí, es que es usted tan paciente, un verdadero santo. » La bruja primero me cobró doscientos pesos. Ya me conoce cómo soy, ahí voy yo a dárselos. Me dice, luego, que lo que yo ando pidiendo es magia negra y que ella la ma- gia negra no la maneja porque eso les hace daño a todos, a la bruja, a quien lo pide y al que lo recibe. Me dice, “te propongo una alternativa”. Yo le digo, “¿Cuál alternativa?” Ya le había pagado, mínimo que haga algo, ¿no? Me dice, “un hechizo que te limpie por dentro de los enojos que te invaden, para que te olvides de ese hombre que tanto daño te ha hecho y vivas libre de las cadenas de su maltrato, seas una mujer independiente y completa, segura de sí misma incluso en la soledad”. Sonó todo bien bonito y le dije que sí, que esa idea me gustaba, ser una mujer independiente, sin enojos, ni rencores, sin odios, así como es mi hija la Reme que siguió al pie de la letra mis consejos de estudiar y trabajar para construirse un futuro próspero. Accedí y la bruja, sentada enfrente mío, cerró los ojos. Le tembla- ron los párpados y el foco que colgaba encima de nuestras cabezas empezó a repiquetear y a hacer ruidos. No sabe el miedo que sentí, Padre. Ella empezó a murmurar cosas que ni le entendía, como hablando en alemán. Me tomó de las manos, sus manos estaban heladas y yo me asusté. El foco se volvió más loco todavía y el gato rondaba como bailando por debajo de mi silla, por entre mis piernas y ella seguía murmurando en alemán, y a mí el corazón me latía a mil por hora. Entonces, Padre, ¡entonces! Un aire abre la ventana y apaga una vela negra que estaba al lado mío. ¡Pum! La bruja abre los ojos. Me ve, tranquila ella, y se ríe, el gato detiene su merodear y el foco ya se queda tranquilo. Yo pienso, ¿Qué chingados acaba de pasar? Y — 63 — ella se para al lado mío y me dice, ya está querida, esto fue más fácil de lo que creí. “¿¡Fácil!?”, le pregunto, “¡casi me da el patatús!” Ella se ríe otra vez. Eres muy chistosa, Josefa, me dice. Prende un cerillo y enciende de nuevo la vela que se había apagado. “¿Cómo te sabes mi nombre?” Yo no se lo había dicho. Y ella se alza de hombros y que me asusto más, Padre, y me dice, “ya ves, las brujas lo sa- bemos todo”. ¡Dios santísimo redentor Jesucristo! ¿Dónde me fui a meter? ¿En casa del mismísimo demonio? No me diga eso, Padre, que ya traigo el corazón atorado aquí, en el pescuezo. Me dejó bien desubicada esa experiencia. Que a mí cosas de fantasmas me habían contado, pero nunca había vivido algo así tan drástico. ¿Y qué cree que pasó después? Ella me dice, viéndome con sus ojotes verdes bien pintados de negro: “llevas muchas vidas cargando con ese hombre, Josefa”. O sea, que yo he nacido muchas veces, y que en todas anda ahí el Alfredo de parásito viviendo a mi costa. ¡Imagínese usted la tortura! Nacer mil veces y todas las veces encontrarme con el pinche Alfredo. Pero la bruja me dijo de repente que es en esta vida en la que por fin me libero de la carga del barrigón. “¡Cortas, por fin, con el contrato kármico!”, así dijo. » ¿Está usted bien? Padre, no se enoje conmigo por favor. ¡No, no le creí! ¡De verdad, le juro por Dios que no le creí ni una palabra! Yo sé que jurar es pecado mortal, agrégue- me este pecadito a la lista. Sí, me sé el Credo de memoria, nadie reencarna en nadie y el único verbo es Jesús nuestro salvador. Sí, sí. Y después de la muerte viene el infierno o el cielo. ¿Y creer en estas cosas me puede mandar al infierno? ¡Ay no, ay no, ay no! ¡Mire que me asusta usted casi tanto como la bruja! No, perdón, no se crea. Lo que usted dice es cierto. Una disculpa, de corazón y con toda mi sinceridad, Padre. » Pasaron más cosas. A ver, déjeme, organizo mis ideas — 64 — que ya me perdí. ¿En qué estaba? En el mentado contrato kármico. Le pregunté a la bruja que qué era eso y me dijo que mi alma y la del Alfredo se comprometieron en la otra dimensión a superar enseñanzas juntas. ¿Cómo ve? Todo bien fumado. » Para terminar con la sesión, me dijo la bruja que ape- nas llegue a casa ponga en un plato hondo mucha sal y una foto del Alfredo cortada con tijeras de cocina por la mitad. La foto tenía que estar justo al centro del plato con sal y, luego, había que poner tres gotas de vinagre en los ex- tremos del plato, formando un triángulo, no un cuadrado o un hectágono, no: un triángulo. Triángulo, tres puntos, como la divina trinidad. Sí, si esto de la brujería y la iglesia tiene su relación. ¡No, no era mi intención compararlos! Sólo digo que se parecen en cosillas, cosillas insignifican- tes. Que yo sé que la única verdad es la del Padre, la del Hijo y la del Espíritu Santo, que está bien escrita en la Biblia. Y los únicos que tienen licencia para interpretar las escrituras son los obispos de la Iglesia Católica Apostólica Romana. Obispos y sacerdotes, sí, claro, tiene usted razón. » Termino, sí, sí, ya termino. Llegué a la casa, Padre. Y le hice caso a la bruja, saqué de la repisa un platito de cerámi- ca con florecitas en el borde, bien bonito, era de mi mamá. Y lo lleno de sal, tanta sal que se me acabó la sal del salero. ¡Hubiera visto, usted, el plato qué bonito se veía! Como arena blanca del mar de Cancún, que sólo he visto en fotos, pero algún día quisiera ir. ¡Uy! A cada rato me prometía el Alfredo llevarme, y vea, ni a Mazatlán me llevó el canijo. Pero, en fin, saqué la fotito individual de su cara que tenía guardada en la cartera y la corté a la mitad con las tijeras de cocina que son bien grandes. Y la puse encima de la arena de playa que no era arena de playa, era sal. Y cogí vinagre de manzana, era el que tenía ahí a la mano. Con muchísimo cuidado, Padre, tiré las tres gotas, una arriba, — 65 — otra al lado derecho y otra al izquierdo: ¡El triángulo! Aco- modé el plato debajo de la cama y dormí, Padre, ¡Cómo dormí de bien! Un sueño tranquilo y tendido y profundo. Como hace mucho no dormía. Qué paz, Padre, qué sosie- go. ¡Cuánta calma puede traer un plato con sal! » ¡Remedios! ¡Niña! ¡Mi niña, estás aquí! ¡Qué gusto me da verte!». Remedios, la hija de Josefa, estaba más pálida que la sal en el plato del que tanto habló su madre. El corazón le trepidó con tal fuerza que, en una tentativa por reconfor- tarse, se llevó la mano derecha al pecho. Todo va a estar bien, se dijo aquello más de diez veces. ¡Cuánto deseaba creerlo! Pero, después de meses sin una mínima mejora, su optimismo se había consumido. Josefa, a quien Reme- dios llamaba mamá o ma’ de cariño, pasaba las horas del día izando soliloquios desvariados en los que se suponía encerrada por las cuatro paredes de madera de un confe- sionario, externando sus penas a un sacerdote imaginario. —¡Remedios! ¡Niña! ¡Mi niña, estás aquí! ¡Qué gusto me da verte! —repitió la mujer y un chispazo de la Josefa cuerda se escapó en ese gritar emocionado. Así solía recibir cada una de las visitas de su hija, pero eso era antes; antes de que papá las abandonara y de que a mamá se le enma- rañara el cerebro. Remedios no respondió. Se giró sobre sus puntas para darle vueltas al monólogo enervado de mamá. Pensó en el sacerdote invisible, en la bruja de uñas largas, en el plato con sal… Como quien recuerda donde ha dejado lo extra- viado, corrió a la habitación de su madre y se arrodilló a un lado de la cama para asomarse debajo de ella. Ahí estaba el plato de cerámica de la abuela, sobre él, una cama de sal y, arriba, la foto de su padre cortada en dos. El estómago se le anudó. Devolvió el plato al sitio en que lo encontró y volvió — 66 — al salón con mamá. Josefa habló: —Hoy fui a confesarme. Me perdonó todos mis peca- dos. Todos. Quiero de cena dos tacos de sal. La sal es pu- rificadora, me lo dijo la bruja. Ya no puedo ir a verla: es pecado —dejó caer la cabeza sobre el sofá y, cual bebé, se quedó dormida en menos de dos segundos. La hija, aún temblorosa por el estado delirante de su madre, la cubrió con una cobija de lana. Se marchó Remedios, se adentró al bochorno de una noche nublada de verano. Con la prisa invadiéndole las piernas, atravesó las angostas calles de su pequeña Coma- la natal. Esquivó el ruido e ignoró a quienes la conocían. Llegó a su destino: la mentada calle Melchor Ocampo que mencionó su madre era un callejón empedrado e inclina- do, con terrenos abandonados que se habían convertido en pantanos de hierbas puntiagudas habitados por sapos gor- dos. Anduvo despacio. Quería toparse con el letrero grande de letras rosas encendidas, dar parte, así, de que su madre no estaba tan loca y que la bruja, a diferencia del sacerdote confesor, existía. Prestando atención de espía a su alrede- dor, ignoró el repentino ladrar de un perro amarrado a un árbol. No halló la luz rosa anunciando a la bruja, no encontró nada de lo expuesto por Josefa. Dejó caer los hombros y, rendida, se sentó sobre una piedra gris. ¡Pinche locura!, ¡¿qué le has hecho a mi madre?!, se quejó. Como invocado, un aire que se sintió sobrenatural le zarandeó el pelo. Un gato maulló. Remedios, con la piel de gallina, se giró para encontrarse con una lona que bailaba al son del viento y decía en letras grandes: “¿Tiene usted inquietudes o preocupaciones? Solucionamos cualquier tipo de problema con seriedad y discreción. Somos espe- cialistas en amarres de amor, santería, brujería y rituales — 67 — de fertilidad”. El sitio existía, sólo que la luz rosa de la que tanto había hablado mamá estaba apagada. Se puso de pie y empujó con la yema de los dedos la puertecilla de latón. El rechinar despertó al gato negro que pegó un salto y se adentró en la casa de muros grises para anunciar a su dueña la llegada de un nuevo cliente. —Remedios, hija de Josefa —habló la voz rasposa de una mujer desde la penumbra. —¿Eres real? —preguntó Reme poniendo el pie derecho sobre el pavimento desnudo del local. —Eso te corresponderá a ti decidirlo —respondió la voz. — 68 — Doña Conchita había fallecido recientemente. Solo el pequeño José se había atrevido a entrar furtivamente en su casa. Los demás temían. La sola visión de la negra eri- zaba su piel, dejándolos paralizados como víctimas de un conjuro vudú. No sabían si era por su vestimenta o por sus numerosos collares. Doña Conchita, santera de carácter indescifrable, siempre vestía de blanco, con una pañoleta inmaculada cubriendo su cabello. Desde niña, Oyá Dina, dueña de los cementerios, la había elegido como hija, con- virtiéndose en su protectora, bastón y corona que facilita- ban su conexión con el reino de la muerte. Varios collares adornaban su cuello, destacando por su contraste: uno completamente blanco, obsequio de Obatalá, símbolo de sabiduría y luz; las cuentas amarillas de Oshún, represen- tando riqueza; negro y rojo para Elegguá, la deidad de las encrucijadas, quien abre los caminos; y el collar marrón entregado por Oyá, su madre. Cuando el niño se deslizó dentro de la casa, se encon- tró con la mirada de la santera, sentada en una butaca, fumando un enorme tabaco que le obligaba a mantener la boca entreabierta mientras exhalaba bocanadas de humo. —Te estaba esperando —dijo ella. Lentamente fue has- ta la cocina y le trajo al niño, aún de pie, un pozuelo con DE DONDE SON LOS DIFUNTOS Julio Aguilar — 69 — dulce—. Son yemas dobles, sé que te gustan. Piensas que entraste por casualidad, pero Eleggua fue quien dirigió tu camino —añadió. El niño miraba el humo sin compren- der. —Nada sucede sin que ellos lo sepan —prosiguió—. El color negro está en tu destino: Ikú te persigue para llevarte, pero no dejaré que te tome. Eres la unión de la muerte con la vida, el negro y el rojo que se unen para abrir caminos. Pediré a Eleggua por ti: Omi tuto, Ana tuto, Tuto okan, Tuto laroye, Tuto elei —clamó la señora, echando chorri- tos de agua al suelo. El niño se apartó para no salpicarse los zapatos. Luego la negra, con el tabaco entre los dientes, continuó: —Cosíeyo, cosi ku, cosi ano ni oruko mi gbogbo omo- nile fu kuikuo oducue, baba mi Elegguá —su voz retumbó con la furia de las deidades yorubas. El niño, que hasta ese momento había permanecido impávido, salió asustado hacia la calle, donde no había nadie. Con el tiempo, el niño se volvió asiduo. Se escapaba de la escuela para visitar a la señora, impulsado por una cu- riosidad insaciable. Doña Conchita disfrutaba de esas con- sultas, que iban desde la adivinación con caracoles de Oru- la hasta la prescripción de remedios para el asma. Después de cada visita, las yemas dobles eran habituales, aderezadas con un chorrito de aguardiente. El pequeño disfrutaba es- cuchando los patakies, las historias de los santos Orishas, capaces de engendrar la humanidad en un pedazo de tierra con sus besos melifluos, portadores de sabiduría y cuerpos tan lascivos como la noche. Le hablaba de un mundo que convergía en dos planos distin