Revista Humanidades, Vol. 3, pp. 1-21 / ISSN: 2215-3934 Universidad de Costa Rica, 2013 Recibido: 20-III-2013 / Aceptado: 03-VI-2013 LA ESTÉTICA DEL REPOSO EN LA REPRESENTACIÓN DE LAS PEQUEÑAS CIUDADES PROVINCIANAS DE LA PROSA DE AZORÍN Dorde Cuvardic: Doctor, profesor Catedrático en la Escuela de Filología, Lingüística y Literatura y en la Escuela de Ciencias de la Comunicación Colectiva de la Universidad de Costa Rica (dcuvardic@yahoo.es). Resumen Este artículo analiza la estética del reposo y la pequeña filosofía en la obra de Azorín, asociada a la representación de los pueblos y las ciudades abúlicas. El Eterno retorno de las cosas, desde una variante pesimista de la propuesta de Nietzsche, domina la temporalidad de las pequeñas ciudades provincianas representadas en sus novelas y ensayos: la noción de Progreso ha desaparecido. Domina en este espacio la repetición monótona de los mismos ritos y prácticas. Para Azorín, ante este panorama nihilista, el sujeto de inquietudes intelectuales debe encontrar su lugar en el mundo mediante el disfrute modesto de los pequeños placeres, aquellos proporcionados por los objetos y las experiencias cotidianas, símbolos del ‘alma nacional’. Este es el programa de acción de la pequeña filosofía. Su formulación literaria se canaliza a través de la estética del reposo, que describe el silencio, la quietud, el ritmo pausado de las actividades y los acompasados sonidos de las campanas de estos espacios sociales. Palabras clave: Azorín, Generación del 98, estética del reposo, pequeña filosofía, ciudad muerta, pueblo abúlico, mito del eterno retorno. Abstract This article analyzes the aesthetic of rest and small philosophy in Azorín´s work, associated to the representation of the indolent, apathetic towns and cities. The eternal return, as seen from Nietzsche´s pessimistic viewpoint, dominates the temporality of small provincial cities represented in his novels and essays: the notion of Progress has disappeared. Monotonous repetition of the same rites and practices dominates this space. For Azorín, when faced with this nihilistic landscape, subjects with intellectual concerns must find their place in the world through the modest enjoyment of small pleasures, those that arise from objects and everyday experiences, symbols of the “national soul”. This is the action plan of small philosophy. Its literary 2 Dorde Cuvardic formulation is channeled through the aesthetic of rest, which describes silence, stillness, the paused pace of activities and steady beat of the bells in these social spaces. Keywords: Azorín, Generation of 98, aesthetic of rest, small philosophy, dead city, apathetic town, myth of eternal return. 1. INTRODUCCIÓN Azorín representó las pequeñas ciudades, provincianas y abúlicas, en novelas como Diario de un enfermo (1901), La voluntad (1902), Antonio Azorín (1903) y Las confesiones de un pequeño filósofo (1904) y en compendios de artículos como España (1909) o Castilla (1912). Estas pequeñas poblaciones constituyen la versión española del topos simbolista de la ciudad muerta, en boga a finales del siglo XIX e inicios del XX en la cultura occidental. La ciudad muerta (que tendrá en este artículo al pueblo abúlico y la ciudad provinciana como términos intercambiables) es una manifestación del paisaje humanizado en el arte visual y la literatura: la realidad urbana y el espacio rural circundante inoculan con su atmósfera moral a sus habitantes. A este proceso se refiere el narrador de la más importante novela simbolista de la literatura belga, La ciudad muerta (1892), de Georges Rodenbach, al declarar que las urbes tiene una personalidad propia: “Toda ciudad es un estado de ánimo, y apenas moramos en ella, ese estado de ánimo se comunica, se propaga en nuestro interior” (Rodenbach, 2011: 81). En este tópico simbolista se aprecia la presencia del discurso determinista: el medio social ‘determina’ la personalidad del ser humano (es decir, el ‘estado de ánimo’ o ‘atmósfera’ de la ciudad termina por incidir en el ánimo de sus habitantes, taciturnos y solitarios). No se propone la proyección del estado de ánimo del ser humano (sujeto) en la realidad circundante (objeto) para que esta última se humanice (para que se convierta en sujeto, en una entidad antropomorfa), como ocurre con muchos textos poéticos y descripciones en prosa del Romanticismo (los poetas lakistas ingleses, por ejemplo, o los escritores y filósofos idealistas alemanes). Por el contrario, en el tópico simbolista de la ciudad muerta, la urbe determina el estado de ánimo de un ser humano hipersensible al medio ambiente en el que vive. Se trata de un proceso de interiorización el que tiene lugar en el Simbolismo, frente al proceso de exteriorización del sujeto en la naturaleza, típico del Romanticismo. La ciudad muerta, sinécdoque de un ‘alma nacional’ aletargada, termina por ‘momificar’ el ‘alma’ de sus habitantes. Este espacio humano se erige en un símbolo, entre otros, de la crisis de la idea de progreso que proclamaba el pensamiento filosófico nihilista del fin de siglo europeo (1). El debate sobre el ‘problema de España’, que utiliza la metáfora determinista de la enfermedad (el medio social y el individuo como organismos enfermos), forma parte de esta crisis que recorre Europa a finales del siglo XIX (Martín , 2000: 70-74), y la representación de la pequeña ciudad provinciana en la escritura de Azorín es la táctica que emplea este escritor para La estética del reposo en la representación de las pequeñas ciudades… 3 exponer su punto de vista sobre la condición enferma del ‘alma española’, de una Nación de la que, en todo caso, es preciso rescatar sus valores eternos, aquellos propuestos por Unamuno en los ensayos de En torno al casticismo. En este contexto, el objetivo de este artículo es analizar la representación de los pueblos abúlicos de Azorín (manifestación singular del topos europeo de la ciudad muerta), desde la propuesta que Francisco J. Martín (2000) identifica como pequeña filosofía y estética del reposo. Ambos conceptos nos permiten explicar, desde la perspectiva de los narradores de las novelas de Azorín, la proyección del ‘estado de ánimo’ de la ciudad en sus habitantes. 2. LA PEQUEÑA FILOSOFÍA Y LA VERSIÓN AZORINIANA DEL MITO DEL ETERNO RETORNO La pequeña filosofía de Azorín identifica una actitud vital enraizada en la resignación contemplativa: reconoce que el ser humano no puede cambiar el destino del mundo y que sólo le cabe adecuarse a este último. No supone una superación, sino una acomodación, sin propósito redentor, sin pretensiones revolucionarias, a un mundo nihilista aceptado como hecho irreparable (Martín, 2000: 77). La percepción de la temporalidad de la pequeña filosofía supone la relectura, en clave pesimista, del mito del Eterno Retorno propuesto por Nietzsche en el “Prefacio” y en el capítulo “El convaleciente”, de la Tercera Parte de Así hablaba Zaratustra. En este último capítulo, en su retiro, los animales le explican a Zaratustra la temporalidad que rige el mundo: “Todo va, todo vuelve; eternamente rueda la rueda del ser. Todo muere, todo vuelve a florecer, eternamente corre el año del ser./ Todo se rompe, todo se recompone; eternamente se construye a sí misma la misma casa del ser.” (Nietzsche, 2000: 305). El filósofo alemán quiere expresar que, en un mundo donde se ha derrumbado la comprensión teleológica de la Historia, la voluntad del ser humano ya no depende de la defensa de valores supremos, del respaldo de los grandes metarrelatos, sino que se encuentra en disposición, libre de estas restricciones, de defender sus propios valores, en permanente construcción, cambio y adaptación, según las circunstancias que enfrente en su recorrido vital. Si ya no existe un punto final hacia el que se orienten todos los esfuerzos, si el mundo no es constantemente perfectible (ya que la naturaleza humana, como colectividad, se caracteriza por la repetición constante de las mismas pasiones), al individuo le queda, en todo caso, un margen de maniobra suficiente como para proponer en este escenario un proyecto propio de libertad moral y creativa. En palabras de Martin: “Detrás del Eterno Retorno late un profundo canto a la vida: se trata de un «Sí» incondicional a la vida, de un querer la vida plenamente, con sus sufrimientos y desdichas.” (2000: 247-248) Debe precisarse, en todo caso, que la versión de Azorín del mito del Eterno retorno tiene una orientación pesimista, de la que carece el filósofo alemán, de connotación optimista, al servicio de la libertad del individuo. En una explicación que se puede extender al resto de las novelas de Azorín, Martín ha puesto de relieve estas diferencias (2000: 247-248nota 168). En 4 Dorde Cuvardic Nietzsche, la conciencia del Eterno Retorno de las mismas cosas y situaciones se convierte en posibilidad para que el ser humano explore su libertad. Si no existe un objetivo final al que debamos acercarnos progresivamente, un objetivo suprapersonal al que debamos sacrificar nuestra libertad, esta última tendrá posibilidad de expresarse desde cada conciencia individual y desde el presente. En Azorín, en cambio, el Eterno Retorno más bien constituye la antítesis de la posibilidad de ejercer la libertad de crear. Para los narradores de las novelas de Azorín, tener conciencia de este Eterno retorno de las mismas cosas (pasiones) incitará al sujeto a desligarse de los esfuerzos que exigen las metas y compromisos colectivos, y a ‘acomodarse al mundo’, desde la ataraxia y la serenidad de la inactividad. En la misma línea trabaja Sánchez Francisco (1996: 44), quien considera que el “Eterno Retorno va a ser para Azorín el consuelo a todas las vanidades y a la tragedia del tiempo; en un palabra, el reposo anímico que sigue al dinamismo absurdo y sin fin de la vida.” El narrador de Diario de un enfermo declara desde esta perspectiva: “Vivamos impasibles; contemplemos impávidos la fatal corriente de las cosas.”(Azorín, 2000: 189). Este mito, el del Eterno Retorno, encuentra su traducción desde el punto de vista del destino del individuo a partir del tema de la metempsicosis, en boga en la espiritualidad fin de siglo español y latinoamericano. En la novela Doña Inés, un sepulcro impresiona a la protagonista y el narrador nos describe el sentimiento que la embarga: “en un minuto de certeza, en un momento de angustia suprema, sentimos que este momento de ahora lo hemos vivido ya, y que estas cosas que ahora vemos por primera vez las hemos vivido ya en una existencia anterior. Doña Inés no es ahora Doña Inés; es Doña Beatriz.” (Azorín, 1997: 104). El sujeto establece una sintonía o simpatía absoluta entre sus intereses vitales y la experiencia vivida por un personaje del pasado. A veces, el personaje no tiene un atisbo de metempsicosis. Más bien se presenta una corriente de simpatía o de interés compartido con individuos del pasado. En Las confesiones de un pequeño filósofo, el narrador infiere que el Padre Lasalde, ante las estatuas de tristes sacerdotes y sabios, tal vez veía “unos remotos hermanos en ironías y en esperanzas.” (Azorín, 1968: 44). Ortega y Gasset, en el apartado “Poeta de la costumbre”, de su ensayo Azorín o primores de lo vulgar, también le otorga una connotación pesimista a la manifestación del Eterno Retorno en el escritor alicantino, en cuya argumentación incorpora el ejemplo del relato “Una ciudad y un balcón”, de la compilación Castilla, donde un mismo sujeto, desde un punto de vista panorámico, observa una urbe de la meseta castellana en tres cortes temporales consecutivos. Ortega y Gasset declara que, en Azorín, las costumbres son “un mero instrumento y material con que nos sugiere esa pavorosa fuerza negativa de la repetición, esa siniestra vacuidad, esa insistencia desoladora que constituye, según él, la base misma de la vida. […] Las diferencias, las innovaciones no son más que apariencia. La estética del reposo en la representación de las pequeñas ciudades… 5 […] En una ciudad y un balcón […] [l]os paisajes cambian; los individuos que los miran, también; más algo decisivo permanece idénticamente: el dolorido sentir, la melancolía del hombre ante el paisaje. Pase lo que pase, subsistirá en el universo el mismo volumen de melancolía […] en la vida, bajo gestos diferentes, se mueven en la escena vital los mismos personajes: hastío, dolor, desesperanza, melancolía…” (Ortega y Gasset, 1957: 181). En este relato, un observador se sube al campanario de una iglesia y, gracias a un catalejo mágico, queda transportado a tres épocas diferentes. En la primera, situada a finales del siglo XV, aprecia cómo se acerca a la ciudad un caballero: “Un tropel de escuderos, lacayos y pajes es, que acompaña un noble señor.” (Azorín, 1996a: 62). El segundo estrato temporal queda ubicado a finales del siglo XVIII: “Una tremenda revolución ha llenado de espanto al mundo” (Ibíd., 65), en referencia a la Revolución francesa. El tercer estrato temporal se sitúa en el siglo XIX, dominado por la introducción de nuevos medios de transporte, entre ellos el ferrocarril: “Todo el planeta está cubierto de una red de vías férreas” (Ibíd., 66). En estos tres casos, el paisaje cambia, pero lo que permanece es la contemplación, por el ser humano melancólico, de los ilusorios cambios humanos: “Junto a un balcón, en una ciudad, en una casa, siempre habrá un hombre con la cabeza, meditadora y triste, reclinada en la mano.” (Ibíd., 67). Este individuo contemplativo alegoriza el retiro nihilista del intelectual, en conflicto con la sociedad activa burguesa, un proyecto que se profundiza en Occidente en la segunda mitad del siglo XIX. A este procedimiento, el de describir una ciudad en tres momentos históricos, Johnson (2001) lo ofrece como ejemplo del método arqueológico de Azorín, que no sólo consiste en la descripción minuciosa de los datos arquitectónicos e históricos de las poblaciones, sino también en la representación detallada de las pequeñas ciudades provincianas en un punto determinado de su desarrollo histórico. La permanencia del mundo de los objetos (y, sobre todo, de las obras de arte), también representa, en el pensamiento de Azorín, la demostración del mito del Eterno Retorno. Frente a los ejemplos más famosos que nos ofrecen La voluntad, o “La catedral” y “Una ciudad y un balcón”, procedentes de Castilla, se formula en el Capítulo 5 de Don Juan una de las expresiones más completas descripciones de este mito, por la riqueza de sus connotaciones filosóficas: “Roma, la Edad Media, el Renacimiento, han dejado su sedimento espiritual en la pequeña ciudad. […] Los siglos han ido formando un ambiente de señorío y de reposo. Sobre las cosas se percibe un matiz de eternidad. Los gestos en las gentes son de un cansancio lento y grave. […] Como contemplaran este espectáculo hace dos mil años otros ojos, lo contemplamos nosotros ahora. En su permanencia está la norma definitiva de la vida.” (Azorín, 2002a: 43-44). En la ciudad provinciana, la vida se caracteriza por la conservación de los mismos valores, transferidos a través de las épocas. Famoso es el “Prólogo” de La voluntad como ejemplo o materialización del Eterno Retorno. Frente a la contemporánea Yecla de Azorín, hace veinticinco 6 Dorde Cuvardic siglos se extendía Elo, ciudad fundada por egipcios y griegos, donde se practicaban los mismos ritos religiosos que en el día de hoy, en sus connotaciones simbólicas más profundas, aunque hayan sido sustituidos por otros significantes ceremoniales: “Y la multitud acongojada, eternamente ansiosa, acudía, con sus ungüentos y sus aceites olorosos, a implorar consuelo y piedad, como hoy, en esta iglesia por otra multitud levantada, imploramos nosotros férvidamente” (Azorín, 1996b: 43). El mito del Eterno Retorno también se materializa en la permanencia, época tras época, de los edificios religiosos y de los valores que representan, como se explica en el pequeño ensayo “La catedral”, de la compilación Castilla: aunque diversos pueblos la han transformado a lo largo de las épocas, permanece incólume, símbolo de los valores eternos (Azorín, 1996a: 69-75) y de la necesidad de veneración que tiene el pueblo. Es decir, se conserva la misma pasión humana, la fe, a pesar del cambio del ritual. Los valores tradicionales permanecen: el cambio cultural se difumina como una fantasmagoría. En la narrativa de Azorín, los intelectuales que asumen la pequeña filosofía buscan acomodarse al mundo existente: el ser humano busca reconfortarse en los valores expresados por las costumbres rutinarias de la cotidianeidad. Al mostrar un mundo fragmentado, en el que ya no existen grandes certezas, la pequeña filosofía se manifiesta en el ámbito estético, a su vez, en procedimientos que son homólogos a esta propuesta ideológica, como ocurre con la descripción de los pequeños objetos. La propuesta estética de la pequeña filosofía se fundamenta, como destaca Martín (2000: 110-111) en la atención prestada al detalle insignificante, a lo anodino, en lo que se conoce como estética del reposo. Higuero (2001: 455-470) también ha estudiado esta estética en Diario de un enfermo, en directa crítica del poder alienante del progreso: sus valores paradigmáticos son el silencio y la quietud, mientras que su manifestación diegética es la descripción, frente al dinamismo de la narración. En directa equiparación con esta estética del reposo, Friedman (1990: 69) ha identificado en la versión belga del topos simbolista de la ciudad muerta, de modalidad más visionaria, la representación de la espera [attente], entendida como actividad suspendida o interrumpida de los acontecimientos. ¿Qué busca la estética del reposo, al construir artísticamente el mundo exterior como un espacio socialmente estático? Según Martín (2000: 182), pretende “crear estados de conciencia capaces de sustraer a las cosas del flujo de la existencia, de preservarlas, en una suerte de aislamiento artístico, del frenético y torrencial devenir de la vida humana.” Frente a la pérdida de noción del progreso y ante el presente nihilista sólo cabe preservar los valores tradicionales, que connotan permanencia, seguridad ontológica. 3. LA PEQUEÑA FILOSOFÍA DE AZORÍN Y LOS PRIMORES DE LO VULGAR El retiro y reposo, como valores estéticos, se materializan o expresan artísticamente mediante la descripción detallada de los objetos del mundo material, de su superficie, tamaño, forma, color... Cualquier objeto, por nimio que sea, sugiere un significado simbólico (2). En el La estética del reposo en la representación de las pequeñas ciudades… 7 caso de Azorín, los objetos y las costumbres de los pueblos y de las ciudades tradicionales no sólo sugieren el rechazo del materialismo, valor de la ideología del progreso, sino también la defensa del disfrute epicúreo, en el marco de la cotidiana y sencilla vida tradicional. Ortega y Gasset (1957: 159) ha considerado esta atención simbólica a la cultura objetual bajo la etiqueta de los primores de lo vulgar: “En Azorín no hay nada solemne, majestuoso, altisonante. […] Es todo lo contrario de un ‘filósofo de la historia’. Por una genial inversión de perspectiva, lo minúsculo, lo atómico, ocupa el primer rango en su panorama, y lo grande, lo monumental, queda reducido a un breve ornamento.” El propio José Martínez Ruíz declara este programa estético mediante el tópico de la falsa modestia, momentos antes de iniciar la escritura de los recuerdos de su infancia, en Las confesiones de un pequeño filósofo: “dudo ante las cuartillas de si un pobre hombre como yo, es decir, de si un pequeño filósofo, que vive en un grano de arena perdido en lo infinito, debe estampar en el papel los minúsculos acontecimientos de su vida prosaica…” (la cursiva es añadida) (Azorín, 1968: 16). Azorín se autodenomina pequeño filósofo y el programa estético de su pequeña filosofía supone reflexionar sobre la vida reposada y contemplativa de los objetos y de las situaciones cotidianas. Sigue este mismo programa desde el subtítulo de la novela Antonio Azorín, que utiliza una enunciación irónica: Pequeño libro en que se habla de la vida de este pequeño señor”. Decimos que es un subtítulo paradójico, estructurado alrededor del tópico de la falsa modestia, porque contiene reflexiones sobre un programa estético que Azorín considera relevante. En Azorín y en otros autores del 98 se produce una inversión de perspectiva o peripecia, de tipo descriptivo –y ya no narrativo-, como ya diagnosticó Ortega y Gasset. Vila- Belda (2004: 13-34), décadas después del ensayo de este último filósofo, respalda su diagnóstico. Azorín, en lugar de evaluar positivamente los ‘grandes’ acontecimientos sociopolíticos, resalta la cotidianeidad. Frente al término primores de lo vulgar, Vila-Belda (2004: 26) prefiere utilizar el de lo nimio, al hablar del centro de atención que resulta del cambio de perspectiva. La estética de lo nimio (Vila-Belda), de lo vulgar (Ortega y Gasset) o de lo intrascendente cotidiano (sin la connotación negativa que tenga actualmente este sintagma) no sólo se encuentra íntimamente ligada a la propuesta de la pequeña filosofía azoriniana, sino también a un proyecto ‘hermano’, el de la intrahistoria de Unamuno (1996: 62), quien se refiere, en el ensayo “La tradición eterna”, de En torno al casticismo, a la vida silenciosa de millones de seres humanos que constituyen la sustancia del progreso, su ‘verdadera tradición’ (3). Lo ‘engañosamente’ nimio no sólo se refiere al mundo de los objetos, sino también a los seres humanos, a los sujetos – labradores, mujeres, monjas- que contribuyen con su trabajo cotidiano a perpetuar los valores (senequistas o de sencillo epicureísmo) del ‘alma castellana’(4). El arte y la literatura, al ocuparse de estos referentes sociales, tradicionalmente despreciados por las Academias de Bellas Artes (con excepción del género de la naturaleza muerta), contribuyen a dotarles de relevancia filosófica. 8 Dorde Cuvardic Vila-Belda (2004: 33-34) detalla el proceso de inversión ideológica y estética que conlleva esta atención en lo nimio: “Insignificante o nimio puede ser un personaje, un momento, un espacio o un objeto, pero todos ellos pueden llegar a compartir una característica común esencial: su carencia de grandiosidad. Lo nimio no es necesariamente pobre o humilde, aunque en la mayoría de los casos lo es. En un contexto social elevado o en las obras canónicas, también podemos encontrar algo nimio: aquello que parece más modesto o pasa más desapercibido en ese contexto. La atención del artista lo saca de ese segundo plano, al que pertenece, pasándolo a un primero. Su importancia nace en el momento en que el artista lo escoge como objeto de su contemplación. En esto estriba su valor. La consideración que el artista presta a lo nimio torna en poética su humilde existencia.” Si tomamos como punto de referencia el discurso literario occidental, desde los inicios de la modernidad, progresivamente -desde la novela picaresca al costumbrismo- se ha producido este cambio de perspectiva. La atención conferida a lo nimio en la Generación del 98 sería su corolario. Según Ortega y Gasset y Vila-Belda, autores como Azorín o Machado vendrían a producir este cambio de perspectiva, en el ámbito del aristotélico objeto de imitación (de la realidad representada): lo ‘corriente’ pasa a convertirse en centro de interés de la estética. El arte y la literatura del Clasicismo (Renacimiento, Barroco, Ilustración) también pueden participar de la estética de lo nimio en Azorín. En sus ensayos y en sus novelas (en este último caso, por medio de la voz de narradores y personajes) recupera cuadros y textos literarios injustamente olvidados con el propósito de convertirlos en ‘nuevos’ clásicos, de incorporarlos en el canon. En este último caso, el cambio en el centro de atención pertenece a la esfera de la crítica literaria y artística. Lo nimio pasa a ser estéticamente relevante, sin la carga de pretenciosidad que ha tenido el arte ‘consagrado’ (Historia, Mitología, Religión). Azorín y otros escritores y pintores del 98 logran, por medio de su escritura e imágenes -con procedimientos descriptivos como el detalle- expresar los valores eternos de objetos y tipos sociales cotidianos representativos del ‘alma española’ (5). Ortega y Gasset también se refiere a la estética de lo nimio en el prólogo “Lector…”, de Meditaciones del Quijote. Manifiesta que en prácticas como la pictórica (Rembrandt), los objetos quedan revestidos de un halo de santidad. En estas ocasiones, se les ‘reconoce’ un valor espiritual a los objetos cotidianos, como ya hiciera Santa Teresa de Jesús: “Es frecuente en los cuadros de Rembrandt que un humilde lienzo blanco o gris, un grosero utensilio de menaje se halle envuelto en una atmósfera lumínica e irradiante que otros pintores vierten sólo en torno a las testas de los santos. Y es como si nos dijera en delicada amonestación: ¡Santificadas sean las cosas! ¡Amadlas, amadlas!” (Ortega y Gasset, 1957: 15). La estética del reposo en la representación de las pequeñas ciudades… 9 Como término equivalente al de lo nimio, en la parte final del “Prólogo” de Meditaciones del Quijote, Ortega y Gasset declara que Azorín, además de meditar sobre el pasado, lo hace sobre las menudencias (1957: 46) del presente. Este proyecto de revalorización de lo ‘pequeño’ no sólo se lo otorga Ortega y Gasset a Azorín, sino que también lo suscribe a su propia escritura como ensayista, la que practica en su ensayo Meditaciones del Quijote, al declarar en el prólogo que se ocupará en las siguientes páginas de las cosas más nimias, al lado de los asuntos ‘gloriosos’: “Se atiende a detalles del paisaje español, del modo de conversar de los labriegos, del giro de las danzas y cantos populares, de los colores y estilos en el traje y en los utensilios, de las peculiaridades del idioma, y en general, de las manifestaciones menudas donde se revela la intimidad de una raza.” (en cursiva en el original) (Ortega y Gasset, 1957: 34). Este propósito forma parte del proyecto de preservar la esencia del ‘alma’ nacional, legado de la filosofía romántica. Lo nimio ‘ensalzado’, por ejemplo, constituye el procedimiento descriptivo principal de “Horas en León”, pequeña reflexión autobiográfica incorporada en la colección España. Frente a otras ciudades seculares, como Toledo o Villanueva de los Infantes, donde no transita nadie por las calles, el escritor paseante, que define su deambular urbano como un ensueño, aprecia en la capital leonesa signos de una vida pausada, donde se respira el “espíritu de la antigua España” (Azorín, 1967: 34), en clara referencia al concepto del ‘alma nacional’, particularmente en “este ir y venir durante toda la mañana de nobles y varoniles rostros castellanos, llenos y serenos, y de caras femeninas pálidas, con anchos y luminosos ojos que traducen ensueños.” (Azorín, 1967: 34). La estética de lo nimio no maneja el objeto (la realidad exterior) como alegoría, sino como símbolo, como una forma expresiva que transmite un significado transcendental, espiritual, permanente, eterno (6). 4. LOS VALORES DE LA ESTÉTICA DEL REPOSO La importancia concedida a la cotidianeidad de la pequeña ciudad de provincias y al espacio rural en la estética del reposo azoriniana se puede integrar en el proceso de revalorización de la cultura mediterránea que se aprecia en la intelectualidad de los países latinos europeos a finales del siglo XIX (cuando los países anglosajones y Alemania se convierten entre sí en países competidores, militares y económicos) en el marco más amplio de la crisis del progreso, valor asociado a las metrópolis. Uno de los valores que expresa la pequeña ciudad abúlica es el silencio, que sugiere, según sea el caso, inactividad o soledad. Se opera un proceso inverso al de las metrópolis de la modernidad: las antiguas industrias han desaparecido o se han reducido al mínimo. Las actividades cotidianas de la sociedad tradicional (trabajo agrícola, horarios de comidas) se llevan a cabo, pero con un ritmo monótono, aletargado. La acumulación capitalista está ausente de la estructura productiva y, en las escasas ocasiones donde se emprenden proyectos de mecanización del trabajo agrícola, terminan fracasando. A veces, como en la novela Antonio Azorín, aunque el 10 Dorde Cuvardic personaje Azorín ‘aprecie’ el trabajo artesanal, no deja de realizar una crítica regeneracionista ante la inactividad económica de los pueblos abúlicos, ante su incapacidad de asumir un modo de producción industrial. El silencio, que sugiere la ausencia de actividad humana, domina en el espacio público y en el privado. Las casas, cuyas habitaciones estuvieron alguna vez habitadas, y las calles, que alguna vez fueron transitadas, se encuentran vacías. Así sucede con Segovia, en Doña Inés: “Está la ciudad -como en las horas de la madrugada, pero con pleno sol- en profundo silencio. Un palacio, en una calle desierta, tiene las puertas cerradas.” (Azorín, 1997: 28). Este es el silencio de la inactividad (las escasas labores del sector productivo se realizan en el campo, no en el casco antiguo) y del recogimiento (los escasos habitantes se encuentran recluidos en las viviendas, en la hora de máximo calor, al mediodía o, alternativamente, en las iglesias, al atardecer…). Estrechamente relacionada con el silencio es la soledad de los espacios, de las casas y de las calles, como expresa el narrador en Antonio Azorín al describir la ciudad de Monóvar: “Las calles están solitarias; de algunas tiendas, acá y allá, se escapan resplandores mortecinos. Las puertas aparecen cerradas. Se oyen de cuando en cuando los golpes de los aldabones. Una puerta se abre, torna a cerrarse.” (Azorín, 1998: 93). Ciertos sonidos, como el ruido de pisadas de los escasos transeúntes o el cierre de las puertas, refuerzan paradójicamente el silencio y la soledad de la calle. El transeúnte anónimo, que no se describe, queda definido metonímicamente por los pocos sonidos –por ejemplos, pasos pausados- que produce en el espacio público: se convierte en una ‘sombra sonora’. En el pueblo abúlico domina una constante quietud que, eso sí, se densifica sobre todo en ciertos momentos, como son el alba, el mediodía y el crepúsculo. El amanecer, el mediodía y el atardecer son los momentos paradigmáticos de la inactividad del espacio público. El primer momento de reposo es el amanecer. Un ejemplo procede de Don Juan: “Es la hora del alba. […] A la hora en que el obispo entra en la Catedral todo reposa en la pequeña ciudad.” (Azorín, 2002a: 54). Pero el máximo reposo ocurre al mediodía, como ocurre en Toledo, en Diario de un enfermo, cuando el calor impera en las calles: “Reposo; silencio aplanador” (Azorín, 2000: 206), que sólo es roto por anónimos sonidos: “De cuando en cuando, el grito lejano, angustioso, de un arenero, llega; y llega el moscardoneo armonioso, persistente, levísimo, de los rezos de un convento. Se oye el tintineo de una campanilla; el murmullo cesa.” (Azorín, 2000: 206). La quietud del mediodía también se describe en otras oportunidades, como en Antonio Azorín: “Son las doce. El salón está casi vacío. Diminutas mariposas giran en torno a las lámparas; por los grandes balcones abiertos entra como una calma densa y profunda que se exhala del pueblo dormido, de la oscuridad que en la calle silenciosa ahoga los anchos cuadros de luz de las ventanas.” (Azorín, 1998: 131). El pueblo se personifica: es un moribundo que ‘exhala’ un aliento de muerte. La quietud del interior de las viviendas nos recuerda la poesía de George Rodenbach. La estética del reposo en la representación de las pequeñas ciudades… 11 Otro momento del día también es símbolo de quietud: el crepúsculo. Se representa, por ejemplo, en Don Juan, desde la modorra interior de un hogar en un ambiente otoñal. Pero el crepúsculo no sólo connota quietud. También expresa una intencionalidad socialmente crítica, explica Vigneron (1999a: 1216) en su artículo sobre la sensibilidad ante el paisaje en Azorín y en el pintor Darío de Regoyos: “La luz crepuscular es propicia a esta voluntad objetiva de aprehender una realidad de España hecha de dolor, de miseria, de tristeza, de fatiga y de desesperación.” La descripción impresionista del transcurso de las monótonas horas del día, de las transformaciones físicas que se dan en el paisaje, es un procedimiento común en Azorín. Ejemplo es la incidencia de la luz sobre la torre de la Catedral de Segovia, como ocurre en el Capítulo 9 de Doña Inés. Esta es una transposición pictorialista, en el lenguaje literario, de las suites impresionistas, como las conocidas La catedral de Ruán o El parlamento de Londres, de Monet (7). El tiempo se densifica de tal manera en la pequeña ciudad provinciana que el narrador, en las novelas de Azorín, actualiza momentos del pasado, aquellos que ofrecen el esplendor de la actividad comercial de la urbe, actualmente en decadencia. Son comunes en su prosa estos casos de analepsis temporal, como en Doña Inés, donde se describe la floreciente Segovia renacentista, anterior a su declive económico (8). El reposo con el que se desarrollan las actividades domésticas y el trabajo de los oficios tradicionales es uno de los valores más importantes de los pueblos abúlicos, como se detalla en Antonio Azorín. Lo aprecia el narrador en los tipos sociales y los espacio de Villena y otras ciudades similares: “Hay en la vida de estas ciudades viejas algo de plácido y arcaico. Lo hay en esas fondas silenciosas, con comedores que se abren de tarde en tarde, solemnemente, cuando por acaso llega un huésped; en esos cafés solitarios donde los mozos miran perplejos y espantados cuando se pide un pistaje exótico; en esos obradores de sastrería que, al pasar, se ve por los balcones bajos, y en que un viejo maestro, con su calva, se inclina sobre la mesa, y cuatro o seis mozuelas canturrean; en esas herrerías que repiquetean sonoras; en esos conventos con las celosías de madera ennegrecidas por los años; en esas persianas que se mueven discretamente cuando se oyen resonar pasos en la calleja desierta” (Azorín, 1998: 142). Entre lo plácido y lo arcaico se encuentra una relación de causalidad. Las costumbres comerciales, laborales, eclesiásticas y hogareñas se desarrollan a ritmo pausado. En el ámbito laboral, el ser humano no se encuentra al servicio de la máquina, no se ha convertido en su instrumento. Las herramientas son manuales, y el ritmo de su manejo depende del que su usuario desee imprimirle. En el ámbito comercial, las fondas, por su parte, cierran en horas de la siesta. Villena se retrata desde una serenidad enriquecida- no quebrada- por momentáneos sonidos (el 12 Dorde Cuvardic canturreo de las mozuelas, el repiqueteo de las herrerías)… ‘Las persianas que se mueven discretamente cuando se oyen pasos en las callejas’ remiten a las viejas viudas que se encuentran todo el día frente al balcón o la ventana, ocultas en la oscuridad de su vivienda, para ver qué personas deambulan y hacia dónde se dirigirán (posteriormente, en sus visitas, sus observaciones será el objeto de su chismografía). Este tópico, el de la anciana que ausculta la calle detrás de las cortinas o las persianas, también se utiliza en el poema “Domingo”, de Georges Rodenbach. El paso de las horas se caracteriza, en el pueblo abúlico, por la monotonía, propiciada por el ambiente invernal, que invita a la reclusión y la modorra. La descripción de Yecla, de La voluntad, se asemeja ocasionalmente a una húmeda ciudad flamenca, más que a la ciudad luminosa levantina: “Hace una tarde gris, monótona. Cae una lluvia menuda, incesante, interminable. Las calles están desiertas. De cuando en cuando suenan pasos precipitados sobre la acera, y pasa un labriego envuelto en una manta. Y las horas transcurren lentas, eternas.” (Azorín, 1996b: 104). Nos encontramos en las antípodas del tema la sinfonía urbana –presente tanto en el costumbrismo decimonónico como en las vanguardias del siglo XX-, en cuyo contexto las horas de ritmo acelerado alternan con otras ritmo pausado (es una metáfora musical utilizada para describir la distinta intensidad de las actividades del espacio público de las metrópolis). Esta monotonía de los pueblos suscita unas reflexiones ensayísticas en el narrador de Antonio Azorín sobre el aburrimiento provinciano (tema presente también en algunos poemas de Campos de Castilla, de Antonio Machado), el afán de vivir y el espíritu cainita: “aquí la vida será más gris, más uniforme, más diluida, menos vida que en las grandes ciudades; pero se la ama más, se la ama fervorosamente, se la ama con pasión intensa. Y por eso el egoísmo es tan terrible en los pueblos, y por eso la idea de la muerte maltrata y atosiga tantos espíritus.” (en cursiva en el original) (Azorín, 1998: 91). El ser humano tiene tiempo, en el pueblo, de reflexionar sobre su fugaz permanencia en el mundo. Precisamente porque toma conciencia de la cercana presencia de la decadencia y de la muerte, de la posibilidad latente del aniquilamiento de la voluntad, a causa del monótono y opresivo ambiente social en el que vive, se enzarza en cualquier competencia con un exceso de energía y de pasión. De aquí parte la construcción de un clisé: los ‘brutales crímenes’ de la España profunda, rural, carpetovetónica. En La voluntad aparecen reflexiones sobre la monotonía como causa de la atrofia de la voluntad o, alternativamente, de la abrupta irrupción de la violencia y la brutalidad en los habitantes de los pueblos: “La vida de los pueblos –piensa Azorín- es una vida vulgar… […] El peligro de la vida de pueblo es que se siente uno vivir…, que es el tormento más terrible. […] de ahí los prejuicios que aquí cristalizan con una dureza extraordinaria, las pasiones pequeñas… La energía humana necesita un escape, un empleo; no puede estar reprimida, y aquí hace presa en las cosas más pequeñas, insignificantes –porque no hay otras- las agranda, las deforma, las multiplica… He aquí el secreto de lo que podríamos llamar hipertrofia de los sucesos…” (en cursiva en el original) (Azorín, 1996b: 76). La estética del reposo en la representación de las pequeñas ciudades… 13 En descripciones de las costumbres locales muy cercanas a la que ofrecen Pío Baroja en algunas de sus novelas (la manchega Alcolea del Campo, por ejemplo, en El árbol de la ciencia), domina en los pueblos azorinianos la muerte y una religión entendida como sufrimiento: “Este sentirse vivir hace la vida triste. La muerte parece que es la única preocupación en estos pueblos, en especial en estos manchegos, tan austeros. Entierros, anunciadores de entierros que van tocando por las calles una campanilla, misas de réquiem, dobleo de campanas…, hombres envueltos en capas largas…, suspiros, sollozos, actitudes de resignación dolorosa, mujeres enlutadas, con un rosario, con un pañuelo que se llevan a los ojos […] todo esto es como un ambiente angustioso, anhelante, que nos oprime, que nos hace pensar minuto por minuto -¡estos interminables minutos de los pueblos!- en la inutilidad de todo esfuerzo, en que el dolor es lo único cierto en la vida, y en que no valen afanes ni ansiedades, puesto que todo -¡todo: hombres y mundos! - ha de acabarse, disolviéndose en la nada” (Azorín, 1996b: 77). Ante la imposibilidad de realizar proyectos distintos a los prescritos por la cíclica vida tradicional, la pequeña ciudad de provincias es un caldo de cultivo del resentimiento para sus habitantes. Entre los símbolos del espíritu amojamado del pueblo, las campanas ocupan un papel relevante: son relojes ‘sonoros’ que certifican la monotonía de la vida en el pueblo abúlico. Como declara el narrador en Doña Inés, en la metrópoli, “a par de la carrera del sol por el firmamento, crece o decrece en la ciudad el oleaje del tumulto y de los mil ruidos.” (Azorín, 1997: 78), es decir, la sinfonía urbana, mientras que, por el contrario, en las pequeñas ciudades de provincia, al alba, al mediodía y al anochecer “a compás de las campanadas y a tono con el sol, la vida se desliza sincrónica, como en el mecanismo de un reloj.” (Azorín, 1997: 78). La campana es un leitmotiv (acción recurrente que contribuye a perfilar el sentido de una narración o una descripción) del topos de la ciudad muerta a escala internacional. Como símbolo asociado a un estado subjetivo, parece surgir en el Romanticismo francés, ya que, según Aguiar e Silva (1975: 72), fue Chateaubriand quien “reveló la melancolía de las campanas” por primera vez en la literatura. Expresa la melancolía del sujeto ante la temporalidad monótona y la ausencia de vitalismo en las pequeñas ciudades de provincia. Constituye un leitmotiv clave en Brujas, la muerta (1892), de Georges Rodenbach, donde se describen, especialmente, en la plenitud de su simbología, en el Capítulo XII. También la poesía del autor belga recrea el tópico en los poemas “Campanas del domingo”, “Las campanas” o “Carillón” (Rodenbach, 1930). Las campanas puntúan recurrentemente las actividades humanas en las ciudades provincianas de las novelas de Azorín. Ofrezcamos ejemplos de Antonio Azorín: “Y una campana tañe, a lo lejos, con lentas, solemnes vibraciones.” (Azorín, 1998: 74); “Cuando se ha hecho de noche, la vieja se ha levantado y ha encendido la capuchina. Sonaban, unas largas, otras breves, las campanadas del Ángelus, y ella ha rezado sus habituales oraciones a la Virgen.” (Ibíd: 82); “tocan las campanas a las novenas” (Ibíd: 151). También dominan sobre Yecla, en 14 Dorde Cuvardic Las confesiones de un pequeño filósofo: “¿Por qué tocan las campanas a todas horas llamando a misas, a sufragios, a novenas, a rosarios, a procesiones, de tal modo que los viajantes de comercio llaman a Yecla ‘la ciudad de las campanas’?” (Azorín, 1968: 53). Para los narradores de las novelas de Azorín, no sólo es un símbolo del dominio del poder eclesiástico sobre los habitantes de la ciudad provinciana, o del letargo de las actividades cotidianas, sino que expresan, además, en su condición de letanía profana, la desaparición de Dios, para aquellos sujetos inmersos en una concepción del mundo nihilista. 5. LA EXPRESIÓN ARQUITECTÓNICA DE LA QUIETUD DEL PUEBLO A BÚLICO: CASAS, CONVENTOS, PEQUEÑOS COMERCIOS, CASINOS La arquitectura y los monumentos emblemáticos que recuerdan el desaparecido esplendor artístico, social y político singularizan al pueblo abúlico. Entre los más importantes están los edificios eclesiásticos, sobre todo las catedrales, las ermitas y los conventos. A veces, al describir por primera vez una ciudad o pueblo abúlico, el narrador describe el conjunto de estos edificios en las escenas introductorias, como ocurre en Antonio Azorín: “Hay una diminuta catedral, una microscópica obispalía, vetustos caserones con la portalada redonda y zaguanes sombríos, conventos de monjas, conventos de frailes. A la entrada de la ciudad, lindando con la huerta, los jesuitas anidan en un edificio plateresco; arriba, en lo alto del monte, dominando el poblado, el Seminario muestra su inmensa mole.” (Azorín, 1998: 151). Al igual que en Brujas la muerta, de Rodenbach, estos edificios, que dominan literalmente el horizonte urbano, simbolizan la cotidianeidad religiosa de sus habitantes. Los conventos, como espacio simbólico, albergan uno de los tipos sociales más representativos del ‘alma’ castellana, la monja. Al comienzo de “Los conventos”, de El alma castellana (1600- 1800) al referirse a los grandes místicos del Siglo de Oro, declara el narrador que “(l)as almas más enérgicas, más grandes, más españolas de los siglos pasados están en los conventos. […] Todo el genio de la raza está aquí.” (Azorín, 2002b: 155). Más que el silencio, lo que atrae de los conventos, en el pensamiento de Azorín, es la quietud, el ejercicio parsimonioso de un trabajo artesanal –las labores cotidianas de monjes y monjas- que no ha sucumbido a la industrialización y a sus rígidos plazos temporales. La descripción pormenorizada de las casas tradicionales también obtiene importancia decisiva en el perfil de los pueblos abúlicos. Son numerosas las descripciones de las habitacionales y las cocinas, con sus respectivos muebles, objetos o utensilios, en novelas y ensayos de Azorín. En el Capítulo X de Doña Inés, titulado “La casa de Segovia”, se describe, con todo detalle o primor (término empleado en numerosas ocasiones por el propio Azorín y que después sería retomado por Ortega y Gasset), el zaguán, la cocina, la despensa y el tinajero, el cuarto de la plancha y costura, las salas, los cuartos y pasillos del piso principal y el desván La estética del reposo en la representación de las pequeñas ciudades… 15 (Azorín, 1997: 30-32). Otro tanto ocurre en el capítulo “La casa”, de la primera sección, 1600, de El alma castellana (1600-1800), donde el narrador incorpora al lector implícito en la descripción paulatina que hace de la vivienda, como si deambulara por ella y descubriera, uno por uno, sus rincones: “Entremos. Las puertas son de roble […] Pasemos al recibidor […] Subamos por la ancha escalera de rojo mármol […] El salón está colgado de tapices riquísimos […] Grande es todo en la casa; espacioso, limpio, suntuosamente abastado, de paredes aljofifadas y lucientes mármoles, es el comedor” (Azorín, 2002b: 93-94). Las casas tradicionales son viviendas en las que el elemento humano brilla por su ausencia, como en la poesía de la quietud del simbolista belga Georges Rodenbach. Es famoso el inicio de La voluntad, donde el narrador describe una casa minuciosamente después de abarcar el pueblo desde un punto de vista panorámico. El narrador se acerca progresivamente al pueblo en su descripción (en términos cinematográficos, se trataría de un travelling) y su mirada se detiene en el interior de una vivienda tradicional. Presta atención, por ejemplo, a las tinajas de la cocina, ejemplo de lo nimio: “Cerca de la puerta del patio, en lo hondo, brilla en sus primorosos arabescos, azules, verdes, amarillos, rojos, el alizar del tinajero. La tinaja, empotrada en el ancho respaldo, deja ver el recio reborde bermejo de su boca.” (Azorín, 1996b: 50). La pervivencia del pasado -de sus costumbres- en el presente es el principal valor apreciado por el narrador en las viviendas tradicionales, espacios que guardan, con veneración, utensilios y muebles pertenecientes a unas relaciones laborales y a unas normas de sociabilidad todavía no arrinconadas por la racionalidad moderna (9). También destaca la descripción de la casa del Maestre en el Capítulo 25 de Don Juan, o la del tío de Antonio Azorín, Pascual Verdú, en el Capítulo 1 de la Parte II de Antonio Azorín. Cuando las viviendas son habitadas por personalidades intelectuales, se describen –con más o menos detalles, según los casos- las litografías y los libros de sus despachos, que guardan libros olvidados de gran valor. Asimismo, las paredes de las casas tradicionales se encuentran cubiertas de estampas piadosas, como es el caso de La voluntad o de Las confesiones de un pequeño filósofo. Como destaca Higuero (2001: 457), al referirse a las descripciones de obras de arte expuestas en las casas tradicionales de Diario de un enfermo, “el impulso de expresar emociones necesitadas de ser comunicadas cobra relevancia no en elucubraciones verbales, sino en imágenes perceptibles, muchas de ellas procedentes de cuadros o esculturas de indudable valor artístico.” Menos conocida, pero igual de detallada, es la descripción de la casa, perteneciente al “Prólogo” (“Donde escribí este libro”) de Las confesiones de un pequeño filósofo. El carácter enunciativo fáctico de este prólogo, redactado con motivo de una nueva edición de la novela, se encuentra certificado por los datos referenciales que aparecen al final del paratexto. El escritor alicantino utiliza la identidad nominal de la firma, Azorín, y el lugar y la fecha de conclusión de su redacción: Collado de Salinas, julio, 1909. Describe una casa de campo de la zona montañosa de Alicante, donde se encuentran términos y jurisdicciones como Villena, Biar, Petrel, Monóvar o Pinoso (Azorín, 1968: 9). En este prólogo se detallan el cantarero (donde se depositan los cántaros), el zaguán, la cocina (con la despensa y el amasador adyacentes), las cámaras donde se 16 Dorde Cuvardic cuelgan las frutas, la almazara (de donde se extrae el aceite de las aceitunas), la bodega, el corral, el palomar, el almijar y, por último, el granero (Azorín, 1968: 10-14). El reposo es una palabra que aparece ocasionalmente mencionada en las descripciones de estas casas, el principal valor que el observador extrae de sus espacios: “En el verano, las alcarrazas y los cántaros, llenos de fresca agua, van rezumando gotas cristalinas, y en la penumbra y el silencio en que está sumida la casa, en tanto que fuera abrasa el sol, es éste un espectáculo que nos trae al espíritu una sensación de alegría y reposo.” (Azorín, 1968: 11).Son casas que protegen del frío, en invierno, y del calor, en verano, respectivamente, donde la cultura culinaria tradicional se conserva, donde, en ocasiones, mediante el procesamiento de los productos cosechados, se prolonga el proceso productivo agrícola hasta el interior de la vivienda. El hogar es espacio de descanso, pero también complemento de un ciclo laboral que se encuentra en armonía con el ciclo de las estaciones. También son comunes las descripciones (rápidas o detenidas, según sean los casos), de las antiguas industrias tradicionales. Por ejemplo, se presta atención a las tenerías (fábricas donde se curten pieles) y las almazaras (fábricas donde se exprime la aceituna) en el Capítulo XXIV de Las confesiones de un pequeño filósofo. Las casas tradicionales son muy limpias, consecuencia del esmero que la mujer castellana, manchega o levantina pone en la higiene del hogar. También aparece esta pulcritud en la ciudad muerta flamenca, en el poema “La vida de las habitaciones”, de Geoge Rodenbach: “Parecen nuestros cuartos ancianas venerables / Que conocen secretos e historias venerables / Nobles testigos mudos y a la par confidentes / Con un gesto magnífico de seres indulgentes” (1930: 44- 45). En la descripción de estas casas tradicionales se cumple uno de los más importantes objetivos estéticos de Azorín: la recuperación de palabras arcaicas del castellano, que cumplen una función constructiva en el estilo descriptivo de la prosa de Azorín (10). El pequeño comercio, escondido en callejuelas, caracterizado por la escasez de clientela, es otro espacio prototípico del pueblo abúlico. No sólo es representativo de una vida pública comercial en decadencia. También es símbolo de las mercancías procedentes del proceso productivo artesanal –bordados, esteras- que se resiste a morir como consecuencia de los avances técnicos de la modernidad. El pequeño comercio queda perfectamente integrado en el reposo provinciano: “Hay en las viejas ciudades españolas calles estrechas […], donde todos estos mercaderes tienen sus tiendecillas, y hay una hora profunda, una hora única en que todas estas tiendas irradian su alma verdadera. […] Esta hora es por la noche, después de cenar; ya los canónigos se han retirado de sus tertulias; las calles están desiertas; la campana de la catedral lanza nueve graves y largas vibraciones. Entonces os paseáis bajo los soportales: las tiendas tienen ya sus escaparates apagados; acaso algunas estén también entornadas; pero sentís que un reposo profundo ha invadido los reducidos ámbitos; un hálito de vida La estética del reposo en la representación de las pequeñas ciudades… 17 monótona y vulgar se escapa de la anaquelería y del pequeño mostrador” (Azorín, 1968: 120). Esta última descripción es un ejemplo muy representativo de la estética del reposo azoriniana. Es más, se menciona este lexema: ‘reposo profundo’. Se desprende un ‘alma’ o estado de ánimo de las tiendas de los soportales de las plazas castellanas, justo antes del cierre, después de irse los últimos clientes. Forman parte del paisaje provincial, en el que desea radicarse el intelectual desencantado de la ciudad, desde el tópico del Beatus Ille. Esta misma semántica de monotonía -desde valores más críticos- la expresa el casino, símbolo del señoritismo improductivo, otro espacio paradigmático del pueblo abúlico. Ya se encuentra en la novela de la Restauración, como es el caso de La Regenta, de Leopoldo Alas (Clarín) o de Doña Perfecta, de Galdós y, en el marco de la poesía del 98, en el poema “Del pasado efímero”, de Campos de Castilla, de Antonio Machado, donde el yo-lírico se refiere al cacique del “casino provinciano.” (Machado, 1998: 133). También cabe mencionar el apartado “Tipos de casino”, de “La experiencia en el pueblo”, en la quinta parte de El árbol de la ciencia, de Pío Baroja, dedicada a Alcolea del Campo. En varias oportunidades se describen casinos en las novelas de Azorín, como en el Capítulo XIII de la Primera Parte de Antonio Azorín. Tiene un gabinete de lectura, con “estantes llenos de esos libros grandes que se imprimen para ornamentación de las bibliotecas en que no lee nadie.” (Azorín, 1998: 94). Por implicatura, el narrador destaca, en este caso, la ignorancia de la clase terrateniente de las ciudades provinciales. Los juegos para ‘pasar el rato’, para matar el tiempo, protagonizan el ocio de los señoritos locales: “Estos socios, unos, juegan a los naipes; otros, al dominó –juego muy en predicamento en provincias-; otros, charlan, sin jugar a nada.” (Azorín, 1998: 94). Con este espacio social terminamos de perfilar la geografía urbana de la estética del reposo imperante en la pequeña ciudad de provincias. 6. CONCLUSIONES En el contexto intelectual pesimista del fin de siglo europeo, la pequeña filosofía de Azorín (desde la simbología asociada a la pequeña ciudad de provincias), supone el proyecto de sobrevivir espiritualmente en un mundo nihilista, en el que se han derrumbado los metarrelatos. Es una de las tantas manifestaciones intelectuales surgidas a finales del siglo XIX en el campo intelectual occidental contra el orden económico burgués, como un mecanismo para legitimar la función crítica del escritor en la sociedad. La respuesta que se ofrece frente a este orden es el repliegue. La pequeña filosofía, ante la incapacidad que siente el intelectual de asumir valores revolucionarios, sugiere un refugio tradicionalista frente a todas las perturbaciones (‘cambios’) y contradicciones que ha traído la Modernidad. La plasmación artística de esta propuesta filosófica es la estética del reposo, que también se aprecia en las representaciones europeas de la ciudad muerta, como en la obra de George Rodenbach (novela Brujas la muerta, poemas). El reposo de la ciudad muerta o de la pequeña 18 Dorde Cuvardic ciudad de provincias, retiro de los intelectuales protagonistas de las novelas de Azorín, esconde a nivel subjetivo, individual, la aceptación amarga de su incapacidad de transformar el mundo. Además, estos intelectuales, en su incapacidad pragmática para trastocar los valores sociales, se identifican con el dolor de vivir del pueblo, simbolizado por el concepto de la España negra. Se ofrece, entre otras contribuciones, en el libro de viajes ilustrado del mismo título –España negra- publicado en 1899 por el poeta flamenco Paul Verhaeren, en la redacción capitular, y el pintor vasco Darío de Regoyos, en sus ilustraciones. Las descripciones de tipos sociales muestran la visión adolorida del pueblo peninsular: “¡Oh, qué viejas esas de España, que muchas parece que han asistido a la agonía de Cristo!” (Verhaeren y Regoyos, 1963: 25). Producto de sus observaciones, el poeta belga es capaz de generalizar el sentido trágico de la existencia del pueblo español: “La muerte es en España punto de mira del camino del pensamiento.” (Ibíd, 65). Este dolor de vivir remite a la visión schopenhaueriana de la vida. Asimismo, la versión azoriniana, de signo pesimista, del Eterno Retorno, condena al ser humano a sufrir estoicamente los males sociales, sólo parcialmente contrarrestados por epicúreos placeres cotidianos. La estética del reposo expresa esta ideología desde los valores representativos (silencio, soledad, monotonía) de sus espacios más representativos (el hogar tradicional, la arquitectura eclesiástica y sus campanas, calles desiertas…). NOTAS 1. Considero que también el topos simbolista de los jardines otoñales, que Litvak (1979: 69- 82) analiza en Erotismo fin de siglo bajo el sintagma de ‘jardines dolientes’, guarda la misma ideología de decadencia, acabamiento y reclusión que el topos de la ciudad muerta. 2. Recordemos que el símbolo, en términos semióticos, no designa, sino que sugiere. 3. Unamuno (1996: 62) declara en el ensayo La tradición eterna, de En torno al casticismo: “Los periódicos nada dicen de la vida silenciosa de los millones de hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana y eterna […] sobre la inmensa humanidad silenciosa se levantan los que meten bulla en la historia. Esa vida intrahistórica, silenciosa y continua como el fondo mismo del mar, es la sustancia del progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna”. 4. Vigneron (1999a: 127) afirma, al referirse al interés por los labriegos y artesanos, que “[s]u atención sensible a los menores detalles de una vida en apariencia insignificante se convierte en su preocupación estética [la de Azorín].” 5. Aquí recuperamos la comprensión que tiene Baudelaire de los valores eternos, en el sentido de valores artísticos, tal como los ha explicado en diversos ensayos de El pintor de la vida moderna. La estética del reposo en la representación de las pequeñas ciudades… 19 6. También se puede consultar de Inman E. Fox, “Azorín y la nueva manera de mirar las cosas”. En: Actes du premier Colloque International ‘José Martínez Ruíz (Azorín), Faculté de Lettres et des Sciences Humaines, Pau, 25 et 16 avril 1985, 1986, 349-356. 7. “La luz de Segovia es más reverberante y fina que la luz de otras ciudades españolas. Vive la alta torre en la luz. La hora del día, el tiempo, el sol, las nubes, hacen cambiar la torre de color y aun de forma. Los resaltes de los ángulos son más salientes o desaparecen, y el matiz llega a rojizo, pasa por amarillo, se desvanece en un pajizo suave, según la luminosidad del momento. Los espesos burujos verdes que asoman a su pie en la ciudad, entre las casas, realzan la amarillez de la torre. Desde varios puntos de la ciudad se la ve surgir de la verdura. La hora de su exaltación es cuando, amarilleando, en el azul, se esponja con el atardecer, en su base, la fresca arboleda, y relumbran arriba las nubes de nácar y de oro.” (Azorín, 1997:28-29). 8. Sobre este tema se puede consultar de Carmen Hernández Valcárcel, “El viaje en el tiempo de Antonio Azorín”. En: Actas du premier Colloque International ‘José Martínez Ruíz (Azorín), 25 et 16 avril 1985. Pau: Faculté de Lettres et des Sciences Humaines, Université Pau, 1986, 83-94. 9. Los valores que pueda transpirar la vivienda no tienen que se necesariamente españoles. Así, a Don Juan, en la novela del mismo nombre, cuando entra en el hogar del labrador Gil junto con don Quijano, “en medio de esta primitiva simplicidad, rodeado de esta áspera pobreza, se le antojaba hallarse, no sólo tres o cuatro siglos atrás, sino lejos de España, entre los lapones, como Regnard, en 1681, o en la Groenlandia, o en alguno de los países imaginarios pintados en el Persiles.” (en cursiva en el original) (Azorín, 2002: 62-63). 10. Tinianov (1970[1927]), en su conocido artículo sobre el concepto de ‘evolución’ en la historia literaria, en el marco del formalismo ruso, habla de la importancia de la recuperación de las palabras arcaicas en la renovación del lenguaje literario. REFERENCIAS Aguiar e Silva, Vítor Manuel de. 1975. Teoría de la literatura. Madrid: Gredos. Baudelaire, Charles. 1996. “El pintor de la vida moderna.” En: Salones y otros escritos sobre arte. Madrid: Editorial Visor. Baroja, Pío. 1996. El árbol de la ciencia. Madrid: Alianza Editorial. Friedman, Donald Flanell. 1990. The Symbolist Dead City. A Landscape of Poesis. New York: Garland Publishing. 20 Dorde Cuvardic Fox, E. Inman. 1986. “Azorín y la nueva manera de mirar las cosas”. En: Actas du premier Colloque International ‘José Martínez Ruíz (Azorín), Faculté de Lettres et des Sciences Humaines, Pau, 25 et 16 avril 1985, 349-356. Hernández Valcárcel, Carmen. 1986. “El viaje en el tiempo de Antonio Azorín”. En: Actes du premier Colloque International ‘José Martínez Ruíz (Azorín), 25 et 16 avril 1985. Pau: Faculté de Lettres et des Sciences Humaines, Université Pau, 83-94. Higuero, Francisco Javier. 2001. “Deconstrucción de la estética del reposo en Diario de un enfermo de Azorín”, Hispanic Journal, 22(2), 455-470. Johnson, Roberta. 2001. “El método arqueológico en la novelística de Azorín”, Hispania, 84 (4), 767-773. Litvak, Lily. 1979. Erotismo fin de siglo. Barcelona: Editorial Bosch. Machado, Antonio. 1998. Campos de Castilla. Madrid: Biblioteca Nueva. 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