RESUMEN En la fenomenología de la visión hay un estrecho vínculo entre la distancia que separa al ojo de su objeto. El interés de este artículo se centra en dar cuenta de sus mecanismos de operación y las derivaciones respectivas. Trabajado especialmente en el arte –la pintura, la cinematografía, la literatura–, ese espacio intermedio revela una tensión que termina configurando las ramificaciones del deseo. Palabras clave: visual, ojo, voyeur, distancia, deseo, ventana. ABSTRACT In the phenomenological vision, there is a tight link between the distance that separates the eye from its object. This article explains how it functions and its derivations by working on it through art-painting, movie making, and literature… that intermediate space shows a tension that becomes the branches of desire. Key words: visual, eye, voyeur, distance, desire, window. DE LA TEXTURA PSÍQUICA A LA INFRAESTRUCTURA URBANA. LA VISIÓN Y LA DISTANCIA Carolina Sanabria Filología y Lingüística XXXV (1): 207-230, 2009 ISSN: 0377-628X Carolina Sanabria. Doctora en Comunicación Audiovisual y Publicidad, Universidad Autónoma de Barcelona. Profesora Catedrática de la Escuela de Estudios Generales, Universidad de Costa Rica. Correo electrónico: csanabria@yahoo.es Recepción: 9- 6- 2009 Aceptación: 22- 6- 2009 0. Apertura Diacrónicamente, el sentido de la vista es el que ha despertado mayores reticencias. Esta constatación, corroborada a través de las investigaciones antropológicas de Desmond Morris o Flora Davis, supone la variante emanada del acto de ocultamiento, que no es exclusividad del género humano –y aun cuando la humanidad haya progresado a nivel emocional, como opina L. B. Jefferies, el protagonista del paradigmático film Rear Window (1954) de Alfred Hitchcock, él mismo sucumbe a sus instintos visuales–. Hay, en el reino animal, un fenómeno Filología y Lingüística XXXV (1): 207-230, 2009/ ISSN: 0377-628X208 conocido como cripsis, que tiene su razón de ser en funciones de autoconservación: su efecto, sintomáticamente llamado persiana, les permite a algunos organismos adoptar una forma o estructura análoga al entorno y permanecer en total inmovilidad a fin de ver y evitar ser vistos –lo que se traduce en situaciones de comer sin ser comidos–. Pero este tipo de analogía es, como diría Aumont, inocente –al fin y al cabo es parte de un mecanismo de supervivencia–, mientras que la actividad del hombre es astuta e inquieta (1998: 19). La visión se define entonces como un acto de acechanza donde el espacio, hace algo más que mediar entre ojo y objeto: se reviste de diferentes alcances –de vigilancia no solo en el mundo animal sino en el humano, desde la tradición artística albertiana heredada, de protección del sujeto al mismo tiempo que materializa su deseo–. 1. Evolución etimológica En la determinación del fenómeno visual interviene la aplicación de los usos sociales sobre una acción primordial –la mirada– que se complementa con el sistema de valores que la constituye. Su etimología, instalada en la fisiología y en el psiquismo, ha recorrido omisiones y recuperaciones parciales. Procede de un préstamo de la voz francesa voyeur, derivada a su vez del verbo voir, el cual remonta sus orígenes al latín video. De acuerdo con Le Petit Robert (1972), la primera mención data del siglo XVIII, que en un principio se refería al “spectateur attiré par une curiosité plus ou moins malsaine”, aunque hacia 1883 pasa a designar a la “personne qui assiste pour sa satisfaction et sans être vue à quelque scène érotique”. Por tanto, el uso lingüístico habría evolucionado de una inicial indeterminación semántica hacia una especificación a favor de lo sexual, que también se produce en el inglés: según The Oxford Encyclopedic English Dictionary (1991), el voyeur se define como “a person who obtains sexual gratification from observing others’ sexual actions or organs”1. Algo parecido sucede con el castellano. Hasta hace poco tiempo, la voz no había sido reconocida y se mantenía como un barbarismo más. El equivalente aproximado –y probablemente utilizado por los puristas– era mirón, pero adolecía de inexactitudes: no fijaba su significación –obviaba lo sexual–, ya que, en su edición anterior, la vigésimo primera (1992), tan solo hacía alusión a aquel “que mira, y más particularmente, que mira demasiado o con curiosidad”. Pero era una definición que adolecía de graves limitaciones: el adjetivo demasiado le aplicaba al fenómeno visual un inviable criterio de mensurabilidad, y la equiparación a la curiosidad se prestaba a confusión con las motivaciones del voyeur. Posteriormente, el dinamismo del habla habría influido, como suele ocurrir, para que, en su última edición, el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia (2001) integrara el galicismo, delineando como tal al sujeto que disfruta de la contemplación de actitudes íntimas o eróticas de otras personas –acepción a la que, de todos modos, podría objetársele cierta vaguedad en los adjetivos, en especial en cuanto a actitudes íntimas–. No obstante, el vaivén de significancias no finalizaba con la mencionada incorporación léxica: tras ello, la generalización del término ha diluido su significación, por lo que, en la actualidad, voyeur se aplica por igual a mirón sexual o curioso (visual) en un sentido amplio, indiferente de las condiciones o de la materia sobre la que recaiga la acción –despojada de su carácter pasivo–. La supuesta pasividad y el deseo que rigen este tipo de mirada podrían ejemplificarse en la secuencia resolutoria de Rear Window, cuando enérgicamente irrumpe Thorwald en la habitación de L. B. Jefferies, al que confronta con la increpación “What do you want from me?”. SANABRIA: De la textura psíquica a la infraestructura urbana. La visión y la distancia 209 Esta interpelación viene a ser una de las formas en las que se enuncia la pregunta por el deseo2: “Unavoidably, any relation to the other will be inhabited by the question of his or her desire: ‘What do you want from me?’ or, ‘How can I be your desire?’” (Pacteau 1994: 188), ilustrado en la célebre fórmula lacaniana: “el deseo del hombre es el deseo del Otro” (1981: 121). Es una pregunta sin respuesta porque el sujeto no tiene conciencia de su actividad y ha sido conducido por algo que no controla –ni lo controla–. Jefferies permanece en silencio –impávido, no atina siquiera a reaccionar–, porque su actuación se ha movido por un impulso que no sigue una intención concreta, carente de motivación definida, tan solo se ha bastado con el regodeo de la visión, pues el voyeur se define por no actuar. Y es que en realidad, el fenómeno tiene que ver con una construcción íntimamente ligada con las estructuras de la curiosidad –pues “[t]he voyeuristic look is curious, inquiring, demanding to know” (Ellis en Screen 1999: 285)–. Del mismo vocablo procede el sustantivo voyeurismo, que define la actitud propia del voyeur. El término más conocido en castellano es escopofilia o escoptofilia3, pero también se registran otras variantes menos usuales como escopolangia, mixoscopia y gimnomanía. Esta terminología se inscribe dentro de las calificaciones especializadas que desde los siglos XVIII y XIX intentan establecer una taxonomía patológica de lo insólito, enfocada a una regulación de las formas transversales de sexualidad cuyo brote a la sazón empezaba a diseminarse ampliamente4. El mismo Foucault llegó a consignar esta modalidad junto a los exhibicionistas de Lasègue, los fetichistas de Binet, los zoófilos y zooerastas de Krafft-Ebing, los automonosexualistas de Rohleder...: unos bellos nombres de herejía que la entomologización psiquiátrica adjudicó en el siglo XIX a las sexualidades periféricas (1987: 57). A pesar de todo, la categorización voyeurista ha venido a exceder la especialización científica (abocada a una organización de las psicopatologías) para adaptarse, en la sociedad del espectáculo, a los medios audiovisuales –sus condiciones técnicas– y a sus contenidos –la selección de temas y sus formas de narración–, así como a la configuración del espectador. Evidentemente tampoco se trata de una mirada como cualquiera otra, puesto que los rescoldos eróticos que contiene el acto conviven –sin hacerlos mutuamente dependientes– con cierto exhibicionismo5. Sistematizada, interpretada, nombrada desde entonces a partir de la infamia, no requiere, a diferencia de la cópula, de otro órgano que esa percepción innata a los mamíferos –la visión–. Dada la conflictiva carga semántica del término, la reticencia se mantiene incluso en algunos trabajos científicos de reciente actualidad: de marcado corte conservador, tal comprensión unilateral los hace constreñirse a una percepción del voyeurismo en tanto disfuncionalidad o perversión –algunos inclinados a la psiquiatría (como el de Twohig and Furnham 1998)– o bien a un ejercicio opresor y unidireccional –cercanos al feminismo tradicional–. Porque si bien se está ante una pulsión que se asienta en la estructura mental –acaso una reacción irreflexiva–, no es menos cierto que su proyección consciente ha contribuido a que se constituya más allá de la mera respuesta biológica, como parte de las construcciones culturales –lo que viene a superar la recuperación inicial (y básicamente instintiva) de Freud–. 2. La mirada reversible o el me veo verme La mirada es lo que (re)coloca, lo que destierra fuera de sí, lo que induce a la desposesión, a un abandono del propio ser. “Creo que sé mirar [...] y que todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que nos arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía”, dice Roberto Michel, el fotógrafo voyeur de Las babas del diablo (1959) de Cortázar (1982: 72)6. La proposición tiene que ver con lo que Foucault ha sistematizado como el pensamiento Filología y Lingüística XXXV (1): 207-230, 2009/ ISSN: 0377-628X210 del afuera, donde una desgarradura lleva a la lengua a la separación del sujeto –lo cual abre paso a la desnudez del deseo (Sade) o a [la comprobación de] la ausencia de dios (Hölderlin)– (1988: 18-19). Pero como la lengua, la visión es igualmente susceptible –en su caso a través de la mirada– de formalizar esa ruptura y proyectar su facultad volátil en variados aspectos, en superficies policromas, errando de una en una, posándose constante, infielmente en ellas y –lo que resulta decisivo– delatando su condición sinecdóquica. Por tanto, la renuncia no es absoluta: quienquiera que ejecute el acto no llega a ser nunca abandonado por un (indeterminable) grado de reticencia o, si se prefiere, una suerte de sensación paranoica7 ante el posible efecto especular de la mirada –un acto que amenaza con revertirse en contra del propio sujeto hasta alcanzar las consecuencias fatales que acarrea la reducción objectual (de la mirada de otro): cosificarlo, producir su petrificación, su descuartizamiento: el yerro de Acteón no está en la dilación, en el explayamiento de su mirada, sino en no haberse asegurado de impedir su rebote–. La dinámica, interiorizada por el psicoanálisis, es pasto donde campa el existencialismo, que justamente interpreta el fenómeno en relación con la percepción ajena, donde la posibilidad de ser se deslinda o se infiere de la posibilidad de ser visto por el otro –lo que introduce un replanteamiento del cogito cartesiano, “l’Autre me voit, donc je suis” (François George)–. La captación, por tanto, de la mirada del otro se produce “en el propio seno de mi acto, como solidificación y alienación de mis propias posibilidades”, dice Sartre (1972: 339), de quien es conocida su abierta hostilidad a la visión desde la dimensión social, psicológica y existencial –una postura que Jay evalúa de ocularfobia (1993: 276)–. Esta concepción hace al padre del existencialismo valorar la mirada como productora de la amenaza que supone el destierro del espectáculo de la escena y la pérdida del monopolio de la visión, como engendradora de vergüenza –no en tanto contingencia repudiable per se sino como reconocimiento del sujeto ante su propia calidad de ser degradado y dependiente en la medida en que llega a verse representado, reflejado en el otro, sujeto a una mirada sobre la que no ejerce control: “Lo que capto inmediatamente cuando oigo crujir las ramas tras de mí no es que hay alguien, sino que soy vulnerable, que tengo un cuerpo capaz de ser herido, que ocupo un lugar y que no puedo en ningún caso evadirme del espacio en que estoy sin defensa; en suma, que soy visto” (Sartre 1972: 335)–. Barthes, que había destacado que una de las maneras en que la ciencia interpreta la mirada es en términos de posesión, deja constancia de la situación de vulnerabilidad de quien mira: Frente a mi casa, al otro lado de la calle, a la altura de mis ventanas, hay un piso aparentemente desocupado; no obstante, de vez en cuando, como en los mejores folletines policíacos o fantásticos, una presencia, una luz bien entrada la noche, un brazo que sale y cierra un visillo. Como no veo a nadie y yo soy el que miro (escruta) deduzco que no estoy siendo mirado, y dejo abiertas las cortinas. Pero quizá es al contrario: quizá soy yo que, sin cesar, soy intensamente mirado por alguien agazapado. La moraleja de este apólogo sería que, a fuerza de mirar, uno se olvida de que puede ser también objeto de miradas [énfasis agregado] (2002: 306). La remisión al sujeto mismo que contiene el psicoanálisis lacaniano se asienta en un fundamento filosófico –sartreano, sí, pero además fenomenológico: “[d]ecir que tengo un cuerpo es, pues, una manera de decir que puede vérseme como un objeto” (Merleau- Ponty 2000: 184)–. El acto, ejecutado a través de la mirada, interviene en la conformación de lo que se ha desarrollado como la cuarta mirada, “the look of the other wich the viewer imagines might catch him/her in the act of looking at images which should not be looked at” (Screen 1999: 132), que desestabiliza su posición de espectador y lo pone bajo un riesgo que SANABRIA: De la textura psíquica a la infraestructura urbana. La visión y la distancia 211 forma parte de la emoción placentera de mirar8. La cuarta mirada hereda las suspicacias del mundo animal9, pues se funda en el acecho y la sospecha –una de las propiedades esenciales de esa figura de la contemporaneidad que es el paranoico, entre cuyas derivaciones asoma el voyeur (Català 1997: 38-39)–. Y es que el enfoque lacaniano se asienta en una dinámica que sigue un funcionamiento básicamente especular, según el cual sobre el sujeto mismo procede una devolución (metafórica) de la mirada por parte de los objetos que lo rodean. De ahí el sentido de su fórmula (de tintes narcisistas) me veo verme (je me voyais me voir) pero no entendida en los términos que replanteaba Virilio –como la máquina de la visión resultante de la innovación artificial, puesto que se trata, en este caso, de una visión sin mirada–, sino desde un sentido menos automatizado, como mediación social: “For human beings collectively to orchestrate their visual experience together it is required that each submit his or her retinal experience to the socially agreed description(s) of an intelligible world” (Bryson en Foster 1998: 91). Es decir, entre la retina y el mundo existe una red de signos consistentes en los múltiples discursos de la visión que se construyen en la arena social e individual: por eso la operación de Lacan es similar a la reversión del sujeto hablante al sujeto hablado, donde traslada los términos de la lengua a la visión: “la percepción no está en mí [...], está en los objetos que capta [...] en la medida en que yo percibo, mis representaciones me pertenecen” (1999: 88): es pues el entorno, la discriminación en el campo visual, los usos sociales los que dan forma y sentido a las percepciones del sujeto. Como dice Žižek, “[l]a mirada, por así decirlo, es un punto en el cual el marco mismo (de mi visión) está ya inscrito en el contenido de la imagen que veo” (2002: 210). A ese respecto, Didi-Huberman planteaba que “[v]er es siempre una operación de sujeto, por lo tanto una operación hendida, inquieta, agitada, abierta. Todo ojo lleva consigo su mancha” (1997: 47). Esta herida o mancha se figura en la calavera del retrato –utilizado con fines didácticos por el mismo Lacan– Los embajadores (Figura 1) de Holbein. Perteneciente a otra dimensión, la calavera se suma a los objetos que en la pintura de la época representan la vanitas, símbolos de las ciencias (Lacan 1999: 95), y se revela como el verdadero significado de la obra, “el punto en el cual el observador queda incluido, inscrito en la escena observada [...] desde el cual el cuadro nos mira, nos devuelve la mirada” (Žižek 2002: 153): el punto del fascinum que se superpone a los objetos materiales (a la carne). Algo parecido ocurre en ocasiones en representaciones fílmicas como con el premiado filme del cineasta austriaco Michael Haneke, Caché (2005), donde la sola imagen que abre el filme –el plano general del exterior de una casa tomada por una cámara fija– contiene una doblez propia. Tras haber sido inicialmente presentada como una mirada abierta, despejada, el dispositivo se evidencia en sí mismo para dejar ver que la imagen ha sido filmada desde una situación anómala, subrepticia –la de un anonimato–, lo cual reviste al objeto de destilaciones que rozan lo siniestro y la desfamiliarización que conlleva el posterior envío sistemático de ese Figura 1. Hans Holbein Los embajadores, 1553. Filología y Lingüística XXXV (1): 207-230, 2009/ ISSN: 0377-628X212 tipo de material. Tanto aquí como sobre todo en la siguiente cinta –la casa rural de la infancia del atribulado protagonista, Georges Laurent–, la imagen adquiere la condición, al decir de Didi-Huberman, de ineluctable (1997: 16) porque –como sucede con el protagonista del film de Luis Buñuel, Él (1952), Francisco de Montemayor– está sostenida por una pérdida y en calidad de tal no solo es un objeto mirado: ella misma, la casa –o los pies– lo mira, lo asedia, lo persigue, lo atormenta. De todo lo anterior se colige que el espectador deja de ser el centro que organiza la mirada. Por esa razón el cuerpo ha de ser reintegrado al conjunto de los demás objetos (susceptibles de ser percibidos) en el mundo10 –excepto, claro está, en el ámbito del sueño (donde el sujeto no puede ver, pues son las imágenes las que desfilan ante su inconsciente)–. “Incluso si me absorbo –afirma Merleau-Ponty– en la vivencia de mi cuerpo y en la soledad de las sensaciones, no consigo suprimir toda referencia de mi vida a un mundo” (2000: 182). Con base entonces en el planteamiento sartreano del otro (como ser que me mira), Lacan sostiene que la mirada denota la existencia de una alteridad que ejecuta la acción –no necesariamente un sujeto, pues la sensación de ser mirado ni siquiera está ligada con la presencia de un cuerpo ajeno: “No es el prójimo-sujeto, ni su presencia a mí: sino la facticidad del prójimo, es decir, la conexión contingente entre el prójimo y un ser-objeto en mi mundo” (Sartre 1972: 356)–11. “Una mirada”, dice Lacan, “lo sorprende haciendo de mirón, lo desconcierta, lo hace zozobrar, y lo reduce a un sentimiento de vergüenza. La mirada, en este caso, es efectivamente presencia del otro en tanto tal” (1999: 91). 3. De la gratificación y evanescencia... Desde el punto de vista reflexivo, la actividad voyeur se mantenía inexistente en tanto se había reservado al mutismo, esto es, en tanto no había generado a su alrededor toda una producción discursiva. Hoy es complementaria a una de los tipos transversales de pluralidad sexual –sexualidades polimorfas o heterogeneidades sexuales–, propios de un proceso de liberación y dispersión de sexualidades, de incitación creciente de los discursos que se remonta a finales del XVIII (Foucault 1987: 49). Su fundamento se asienta en una base instintiva de la especie que hace de ella una actividad gozosa y personal –pues “[l]a inclinación a ver desnudo lo específico del sexo es uno de los componentes originarios de nuestra libido” (Freud 1989: 92)–, pero su rescoldo erótico persiste en lo que llega a perfilarse luego como una construcción social. La visibilización de ese oscuro goce emana no sólo de la psicopatología y el psicoanálisis –las investigaciones clínicas de Freud y de Lacan–, probablemente por la misma impureza tácita contra el ideal comtiano de progresión y perfeccionamiento de la humanidad que de alguna manera mellaban las exploraciones médicas sobre las parcelas próximas a lo irracional (en tanto manifestaciones del inconsciente). Pero la visibilización habría de verse alcanzada (y difundida) por las representaciones del arte –que, por constituirse, como la ciencia, en la actividad más libre, tienen mayor tendencia a vislumbrar cualquier cambio de la sensibilidad colectiva (Ortega y Gasset 2004: 81-82)–. Miembro de la única de las especies que se deleita en el acto de la contemplación (lo que la vincula con sus pulsiones primarias), el hombre hace, en efecto, de ese placer una abyección primero y un motivo (de arte) después. Las palabras inaugurales de Denzin –en el epígrafe de la introducción– de su texto The Cinematic Society procuran una aproximación al concepto del voyeur configurándolo como un sujeto que, entre otros aspectos, “derives gratification from SANABRIA: De la textura psíquica a la infraestructura urbana. La visión y la distancia 213 surreptitiously watching sex acts or objects [...]; one who takes a morbid interest in sordid sights” [énfasis agregado] (1995: 1). De su gratificación personal, se desprende un desconocimiento de aquel en quien recae la acción (la mirada). Mejor aun: en su definición más estricta, el voyeurismo exigiría la condición de la ignorancia de ser objeto de la mirada, la cual opera en el más sombrío ámbito de la clandestinidad. Si bien las representaciones pictóricas abundan en torno a este motivo, el óleo de Jacopo Tintoretto, Susana y los viejos (Figura 2), ilustra cabalmente este tipo de mirada, en el que aquellos, ocultos en la espesura del bosque, atisban las blancas formas de la muchacha ocupada en su acicalamiento –al tiempo que incluye otra relacionada con el placer (y la prohibición): la narcisista, Susana misma mirándose al espejo–. La gratificación está normalmente vinculada con el elemento sexual: atravesada por la amenaza, la mirada voyeur se particulariza por su falta de garantías, su inestabilidad de posibilidades de repetición. Más que ver –directo, franco–, entrevé –sigiloso, oculto–. Más que una mirada fija (stare), es oblicua, transversal, de trayectoria irregular y hasta imprevisible: susceptible, como lo que Bryson llama vistazo, de evocar una situación voyeurista: el Vistazo no encuentra en sí mismo nada que se corresponda con la permanente, inmóvil y augusta lógica de la forma arquitectónica, puesto que todo cuanto puede captar es el fragmento, el collage, y siendo incapaz de participar en los misterios unitarios de la razón, el Vistazo queda relegado a la categoría de lo profano, de lo que está fuera del templo. Ante el orden geométrico de la composición pictórica, el Vistazo se encuentra excluido y se declara legalmente ausente, pues esa celebración de la capacidad de la mente para quedarse fuera del flujo de las sensaciones y para dar existencia a un reino de formas trascendentes, esa ceremonia de la más alta lógica que se le ha ordenado al Vistazo contemplar, excede su comprensión: el Vistazo sólo conoce lo disperso, el ritmo dislocado del campo retiniano (1991: 130-131). Mientras que la mirada, de temporalidad trascendente, busca fijar, confinar lo que está por escaparse fuera de sus límites, el vistazo, de registro temporal fragmentado, es de carácter furtivo, deslizable, de soslayo: en suma, una visión “que se escurre para esconder su propia existencia” (Bryson 1991: 106). A diferencia de la contemplación extática de un objeto –propia de las representaciones artísticas–, la variable voyeur recubre de indignidad y de impureza la visión. Su goce viene reforzado por lo inasible, lo efímero –que dificulta su aprehensión en una totalidad, en una unidad más o menos fija–: la posibilidad de repetición de la situación contemplada es dudosa –de ahí su carácter provisorio, evanescente–. 4. ...a la proscripción de la actividad: desafío y punición Aun cuando la exhibición/visión del desnudo ha permanecido como un tabú en la cultura judeocristiana (Gubern 1994: 40), a lo largo de la cual ha formado parte de las transgresiones socioculturales socioculturales, la mirada voyeur ha sido incorporada a la pagana sociedad mediática. Desde sus orígenes, esta práctica, que en Occidente se vincula con lo ilícito, identificada por la tradición puritana con la ausencia de decoro, ha sido objeto de sanciones que se remontan a las historias de las religiones donde es posible detectarla: en el Antiguo Testamento, Noé maldice la estirpe de su hijo Cam por haberlo mirado desnudo Figura 2. Jacopo Tintoretto Susana y los viejos (hacia 1550) Filología y Lingüística XXXV (1): 207-230, 2009/ ISSN: 0377-628X214 cuando dormía (Gén.: 9: 20-26), y en la mitología griega el mortal Acteón, dejándose llevar por esa pasión congénita que parece más bien una tara en la raza de Cadmo, se atreve a mirar a Diana, la diosa casta, durante su baño, que, enfurecida, lo convierte en ciervo y azuza la jauría contra él. Estos pasajes mitológicos ilustran la continencia que se ha establecido en torno a la desnudez, puesto que, como dice Jay, la civilización se ha basado en la vergüenza producida por la visibilidad de los genitales (1993: 333). Un salto histórico a la ficción de la actualidad denota que la visión sobre lo que acontece a este tipo de intimidades se mantiene. En Jungfrukällan (El manantial de la doncella, 1959), Ingmar Bergman recrea una leyenda medieval sueca en la que el padre descarga su venganza no solo sobre los pastores que habían asesinado a su hija, sino también en el joven que estuvo contemplando el acto. Una situación más o menos evocadora sería casi treinta años después recreada en la trama argumental del filme The Accused (1988) de Jonathan Kaplan. Inspirado en un acontecimiento que tuvo lugar cinco años antes en New Belford, Massachusets, la sanción, esta vez por vía legal (jurídica), compete tanto a los sujetos que consuman como a los que presencian la violación (física) de la protagonista. Se trata de un hecho que apunta a la contaminación de la delgada línea entre observación y participación: trasladada a la expectación cotidiana, esta circunstancia lleva por cierto a elucubrar hasta qué punto se puede atribuir cierta responsabilidad al espectador cualquiera que contempla sin buscar una manera de intervenir en las masacres o las injusticias que transmiten los medios de comunicación –lo que además supone, como lo plantea Michael Haneke a lo largo de su obra fílmica, un falseamiento de la realidad12–. El mecanismo perfectamente voyeurista estaría mediado por el dispositivo de la televisión –como los informativos–, no sólo porque permite ver sin implicar participación alguna, sino porque en estos casos se diluye la culpa y se convierte en indiferencia –que antes que una actitud reprochable, funciona como forma de protección individual– (Català 03/11/05). Así se explica que en algunos casos desemboque en personajes como los que el mismo Haneke acostumbra bordar en su cuestionamiento social contemporáneo: el aterrorizado protagonista Georges Laurent comete una falta que llega a exceder hacia órbitas más amplias13. La punición contra el sujeto que mira se ha ejercido también en relación con otras representaciones –como las imágenes que ostentan cierta carga sexual–14. Pero el interdicto de la complacencia que despierta la pulsión visual sobre lo erótico no sólo se mantiene hoy, sino que se ejerce a través de mecanismos directos e indirectos de control. No hace falta volver una vez más sobre la extensa lista de situaciones –muchas de ellas inverosímiles– que ha generado la censura sobre lo que Trenzado Romero formaliza como los ámbitos discursivos de la enunciación, de las condiciones institucionales de producción, y de la recepción y reconocimiento en España (1999: 48), extensible desde luego también al resto del mundo. La coerción, vertida sobre el cine como institución y como producto, no es sino un ingenuo intento por controlar esa parcela tan personal, por extender el dominio a esa escarpada región que representa el goce –visual–. 5. Voracidad y distancia La búsqueda de placer visual viene, como ya se ha dicho, precedida por el deseo –un deseo por el Otro en cuyo extremo Lacan ubica el sosiego de dar-a-ver, en el sentido de que existe en quien mira un apetito del ojo (1999: 121-122)–. Es un deseo configurado como una suerte de nostalgia por la integración materna15, que tras el nacimiento pervive en la succión del pecho –como parte del instinto de supervivencia desconocedor de distinciones entre lo visual y lo táctil: “Seeing, as yet undifferentiated from contact perception, participates here in the life- SANABRIA: De la textura psíquica a la infraestructura urbana. La visión y la distancia 215 preserving activity of feeding” (Pacteau 1994: 103)–. Igual verbalmente, la vinculación subsiste en la precitada expresión del apetito del ojo –como parte de una pretensión por absorberlo todo (Lacan 1999: 122)–: por eso Fanés plantea que la insaciabilidad, en la naturaleza del ojo, forma parte de su patología (1985: 28). Evocación de la experiencia primordial perdida, la mirada denota una falta, lo cual instaura una distancia. En ese sentido, Neale sugiere que la distancia en el acto voyeur sustenta la posición superior del espectador: “[v]oyeuristic looking is marked by the extent to which there is a distance between spectator and spectacle, a gulf between the seer and the seen. This structure is one which allows the spectator a degree of power over what is seen” (en Screen 1999: 283). Pero no es un poder inexpugnable: en el caso del voyeur, como sugería Sartre, no permanece necesariamente impune (ni inmune) a su propia actividad y puede llegar a padecer repercusiones indirectas: sería posible que el voyeur se asegurara de resolver las circunstancias o mecanismos que le posibilitaran atenuar –nunca eludir– la amenaza de la cuarta mirada, pero la propia custodia, ésa que ejerce su íntima y secreta vigilancia, la del reconocimiento interior de sus actos, es imposible de contener –porque también incluye la imaginación–16. Como la voracidad visual se ve interpuesta por la distancia, el único recurso que queda es la imaginación. La ficción se ha servido de este procedimiento, en ocasiones tan sutilmente como en el filme Swimming Pool (2003) de François Ozon, donde su protagonista, Sarah Morton, una austera escritora inglesa en período de sequía creativa, coincide una temporada con una misteriosa joven que le suscita tanta irritación como atracción. Lo que la película plantea es que la crisis que Sarah sufre no sería más que una convicción infundada, en la que la rigidez o represión personal –que comúnmente se le atribuye a los británicos– habría terminado por engendrar –como le ocurría a la reina Alina Reyes en el bellísimo relato Lejana (1951) de Cortázar (solo que en el filme de Ozon parte de una existencia real: la hija de su editor)– una figura antagónica: una mujer joven –casi adolescente–, sociable, atractiva, venérea, seductora (y francesa). Pero la perturbadora presencia tiene la facultad de inspirar y hasta de modificar no solo a la propia Sarah, sino a su proceso creativo –y lo que inicia siendo irritante objeto de su disimulada (pero insistente) y soslayada mirada no es otra cosa que su proyección fantasmática–. La percepción –que contrariamente a como lo planteaba Sartre, es compañera de trabajo de la imaginación– se corporeiza en una figura con la que se interactúa en la ficción y en la realidad. De cualquier modo, el mecanismo de observación, aquí elevado a la categoría de una construcción metafórica, se ejecuta en las representaciones visuales a través del resguardo más común: la ventana por la que Sarah espía, que según la tradición albertiana, la protege pero al mismo tiempo le permite asistir al espectáculo privado del otro –aun cuando no sea más que ella misma–. La distancia se ha mostrado reveladora de las más irreconocibles proyecciones del ser. Siempre con respecto a las dimensiones personales es lo que problematiza Las babas del diablo. Su protagonista, Roberto Michel, es un fotógrafo (fijador de imágenes) que se desempeña como traductor (fijador de palabras), por tanto, “culpable de literatura, de fabricaciones irreales” (Cortázar 1982: 76), que a su vez devienen bifurcaciones de la imaginación, eje privilegiado por Antonioni en su adaptación cinematográfica Blow-up (1966)17. No solo en la narrativa fenomenológica experimental sino aun en las expresiones más convencionales18, la mirada voyeur necesita acogerse a otros subterfugios, como el de la fantasía –dado que la realidad, para Michel, resulta siempre más horrible, pues, como dice Antonioni, tiene un carácter de libertad que la sobrepasa (2002: 201)–. Lo que, en tal caso, le Filología y Lingüística XXXV (1): 207-230, 2009/ ISSN: 0377-628X216 da pie –la ampliación impresionada (blow-up)– no se limita tan solo a un fenómeno invasivo de tipo fotográfico, sino visual, o mejor, imaginario-imaginativo: por eso la reescritura del director italiano, de acuerdo con Jean Franco, se produce a la luz del contraste entre rutina e imaginación (“L’imagination au pouvoir”) (en Alonso 1998: 46). La victoria se salda del lado de la imaginación: hacia la secuencia final, el protagonista se decide a participar en la dinámica del ilusorio partido de tenis entre el grupo de mimos para adquirir, en el último plano, la suerte del enigmático cuerpo: la evanescencia. No obstante, en el texto cortazariano es un mecanismo que, ante la inevitabilidad de otros crímenes que habrían de acontecer en ese momento –de ahí el sentimiento de impotencia–, anuncia lo que tiene que ver con una clara posición (y acción) ética, formalizada por el mismo autor casi veinte años después en el relato de corte (sociopolíticamente hablando) más comprometido Apocalipsis de Solentiname (1976) –donde el terror que es capaz de suscitar una imagen asienta, ante la imposibilidad de intervención, no sólo una vivencia sino también una sensibilidad (cultural) compartidas–. Lo que subyace, en definitiva, es el presupuesto estratégico de CartierBresson –el momento decisivo–19, que en la narrativa de Cortázar se devuelve en contra de quien lo produce y lo consume –de modo que se configura una mirada circular, esto es, autorreferencial (narcisista)–. En el caso de Michel las secuelas son decididamente más íntimas, pues la imagen fotografiada lo involucra a nivel personal en tanto deja al descubierto sus propias heridas20 –la mancha–, su propio pasado marcado por un probable trauma homosexual o de abuso sexual: “el juego, la imaginación, la supuesta paranoia e incluso locura del personaje terminan por ser subvertidas por aquello que el mismo [sic] descubre acerca de sí mismo” (Volek en Burgos 1987: 34). La interpretación –en este caso de la imagen fotográfica– se expresa referida siempre a la concepción previa, aunque el enriquecimiento que Gadamer ha propuesto que esta supone (1992: 27) opera en perjuicio del personaje, pues su herida marca la escisión del protagonista en el contenido de su visión –me veo verme–. Michel queda así delatado por su intromisión, la cual no parece responder sino a una proyección de lo que en su momento constituyó su propio –y desoído– deseo de salvación. Fuera de este tipo de situaciones que derivan de la invención creativa, la distancia entre el ojo y el objeto de deseo trata de ser absorbida, como la de la mirada ante la cerradura. Entonces, la distancia se revela como el significante de una carencia, “la de ese cuerpo negado del espectador que, reducido a la mirada, se entrega a la contemplación de otro cuerpo esta vez afirmado –en su exhibición– y que por ello se manifiesta como necesariamente fascinante” (González Requena 1992: 58). Afirma Berger que “[n]unca miramos sólo una cosa; siempre miramos la relación entre las cosas y nosotros mismos” (2002: 14): esa relación, que normalmente se traduce en términos de distancia21, es básica en la recepción de las artes. Como acto visual, el espectáculo se concreta a través de este espacio de separación. Metz lo concibe como necesario en la recepción de lo que él mismo jerarquiza como las principales artes (las del espectáculo), en contraste con un exceso de proximidad que requieren las artes menores, pues los sentidos de contacto exigen la supresión de la barrera física –como el gusto y el olfato desarrollados por otros oficios (el culinario y de perfumería)–: El voyeur procura sobremanera mantener una abertura, un espacio vacío, entre el objeto y el ojo, el objeto y el propio cuerpo [...]. El voyeur saca a escena en el espacio la ruptura que le separa para siempre del objeto; saca a escena incluso su propia insatisfacción (que es precisamente lo que necesita como voyeur), y por lo tanto también saca su ‘satisfacción’ en tanto sea de tipo propiamente voyeurista (Metz 1979: 59). SANABRIA: De la textura psíquica a la infraestructura urbana. La visión y la distancia 217 En el cine, esta intermediación se hace especialmente evidente en la construcción de algunos planos que rememoran los efectos visuales de la linterna mágica. La distancia requerida por el acto (de expectación) y que lo separa del objeto no está pensada para colmarse, pero la industria busca sustitutos a través de la inducción al consumo de algún objeto: así se subroga la imagen deseada (ante lo cual se estaría frente una situación de fetichismo, de creciente frecuencia en la sociedad mercantil). En otras áreas como la pintura22, la contemplación requiere necesariamente de un alejamiento –como en galerías y museos– para que, de acuerdo con Gombrich, desaparezca la sensación de las pinceladas visibles y emerja la ilusión (2002: 186) –de circunstancia rutinaria en las salas de cine, donde las primeras butacas suelen ser las más desdeñadas–. Y es que una distancia demasiado próxima puede ser contraproducente porque el acercamiento excesivo diluye la percepción de la imagen, mientras que un alejamiento en demasía impide a la vista distinguir lo suficiente para suscitar el deseo (Miller 1998: 122). En general, la industria del espectáculo deja en evidencia la existencia de este hecho indisoluble entre el ojo y la imagen, materializada a raíz de esa frontera física que es la pantalla (o la ventana): mediación que permite la velación de la mirada, el ocultamiento del dominio que se ejerce sobre otro que, a diferencia del que mira, está expuesto –en una acepción más amplia, desnudo–. 5.1. Un tacto a distancia Aumont destaca que los valores hedónicos asociados a la imagen tienden a buscar la fuente de placer fuera de la percepción misma –en las circunstancias de la contemplación, sus motivos o sus resultados– (2002: 332). Se trata de un tipo de visión que puede generar una coyuntura paradójica, puesto que una mirada gratificante conlleva, quizá con más avidez que ninguna otra, un inconsciente deseo de roce, de suplantación (posesión): “A su vez quizá sea ya una sustitución, y se remonte a un placer, que hemos de suponer primario, de tocar lo sexual. Como es tan frecuente, también aquí el ver ha relevado al tocar” (Freud 1989: 92-93)23. La supresión de la barrera se ve inhibida por la atávica prohibición de tocar, lo que construye la mirada como sublimación: “The prohibition on touching is now effected through the ‘sublimation’ of touching into looking” (Pacteau 1994: 157). Consiste en una comprensión epicureísta de la visión como un tacto a distancia o, como lo plantea Berger a la inversa, de lo táctil desde “una forma estática y restringida del sentido de la vista” (2002: 99) –lo que contribuye, por cierto, a arrojar luz sobre su mencionada penalización–. En las artes se formalizó el planteamiento sobre la recuperación de este sentido: fue un escultor, Adolf von Hildebrand, que a finales del siglo XIX propuso dos modos de visualidad al distinguir entre la función óptica (distanciada, con una imagen total de su apariencia, puramente bidimensional) y otra a la que se ha dado el nombre de háptica (cercana, pegada a lo visible, ergo fragmentada). La apreciación –que, como es lógico, también compromete otros materiales (fílmicos entre ellos)–, se estructura en estos casos a partir de la fuerza háptica del primer, primerísimo plano o plano de detalle (que permiten aproximar al espectador a la psique del personaje), pero sin perder la distancia que dota a los cuerpos de una cualidad inasible. Además del carácter fenomenológico –y el aporte psicoanalítico– de la mirada en relación con la distancia que media, cabe cuestionarse los alcances que habrían intervenido con respecto al aparato de infraestructura social –la arquitectura y el urbanismo–. Básicamente en el siglo XIX, a raíz de la expansión de la modernidad, se desarrollan las condiciones y los artificios que habrían favorecido la emergencia y conformación de la actividad visual (voyeur). Filología y Lingüística XXXV (1): 207-230, 2009/ ISSN: 0377-628X218 6. La ciudad y la ventana El concepto de distancia se encuentra formalizado en la conformación y distribución de los núcleos urbanos de población, pero, sumada a la masificación, la arquitectura moderna desarrolla –e indirectamente impulsa– la cotidianización (y la complejización) de la mirada. Una mejor comprensión exige retrotraerse a lo que en la capital francesa se conoce como las transformaciones del Segundo Imperio, cuando –hacia finales de 1850 y a lo largo de 1860– su prefecto, el barón Haussmann, encomendado por Napoleón III, abrió una vasta red de bulevares en el corazón de la vieja metrópoli medieval. Ya para 1880, estos cambios llegarían a ser reconocidos como modelo del urbanismo moderno, el cual se extendería en breve a muchas otras ciudades del mundo (Berman 1998: 149-151). Por tanto, en lo que respecta a la ciudad prototipo de desarrollo europeo, el XIX es el siglo de transformación metropolitana y territorial que trae consigo el auge del capitalismo. Aparentemente, los cambios en el paisaje visual habrían podido ser afectados a raíz del efecto colateral del crecimiento demográfico –que entre 1850 y 1870 alcanzó, a excepción de los suburbios, cerca de un 25%, con un aumento numérico de 1.300.000 a 1.650.000 habitantes (Berman 1998: 158)–. Es probable que la rehabilitación hubiera tenido que ver con la reconfiguración de la ciudad emprendida por Haussmann (cuya concreción empieza a adquirir dimensiones de estilización sometidos ciertamente también a la crítica, como la vertida por su coetáneo Baudelaire) –lo que sin embargo no vendría a implicar el término de las experimentaciones urbanas, las cuales más bien asistieron a su prolongación en el siglo XX con los cambios de Le Corbusier (como la sustitución del bulevar por el asfalto)–. Pero las modificaciones no solo podían ceñirse a la construcción de bulevares: estos traerían aparejadas otras reformas en la capital, materializadas en la impronta de su iluminación, la apertura de sus espléndidos cafés y la abundancia de comercios con llamativos escaparates donde se exhibían las más caprichosas mercancías –dinámica que consolidaría en los siglos venideros la experiencia que Anne Friedberg destaca como “malling as a cultural activity” (1993: 115)–. De este modo, la ciudad en la vida moderna se propone como espacio –sobre todo– para la mirada –antes que para la compra–24, según se presentía desde la última década del siglo anterior, con la asimilación de carteles comerciales al paisaje urbano. Un espacio, en efecto, favorecedor de una especialización de lo visual, que incluso comprendería a sus transeúntes, es lo que deja apreciar el relato The Man of the Crowd (1940) de Allan Poe, donde su narrador esboza, en el Londres de la época, una escrupulosa tipología de su selva humana, conglomerado dispar, voluble, amorfo: imposible de leer (er lasst sich nicht lesen). La calle viene entonces a convertirse en la escena de una interacción visual –como diría Friedberg, “[t]he city itself redefined the gaze” (1993: 38)– de inevitable atracción –encarnada, en los orígenes del cine, por la candorosa protagonista de L’Atalante (1934) de Jean Vigo–. La renovada dinámica encamina al establecimiento de una tipología de miradas: es posible identificar una diferenciación en lo que atañe a la movilidad ( flanerie) y la estabilidad (voyeurismo). Cabe así formular una distinción básica con base en las anteriores variables que a su vez parten de la circunstancia del afuera y del adentro, a saber: el paseante ( flâneur) –de una visión grosso modo más efímera, más transitoria en tanto registro de su deambular, conditio sine qua non, en zonas públicas– y el voyeur –cuya preferencia lo inclina a los espacios privados, cerrados, y condena por tanto su actividad al inmovilismo y a la clandestinidad–. Pese a sus innegables discrepancias, ambas formas de visión están unidas por un mismo acto: la ocultación del que mira, puesto que perderse en la masa –como lo hiciera el SANABRIA: De la textura psíquica a la infraestructura urbana. La visión y la distancia 219 mismo Baudelaire, para quien las multitudes eran su refugio y sus calles las habitaciones donde trabajaba (Buck-Morrs 1995: 209)– es también otro modo de esconderse. Dentro de las transformaciones de Haussmann que vinieron a suponer una definitiva reconfiguración de la fisonomía urbana destaca la edificación de gigantescos edificios de apartamentos (immeubles de rapport25 o housing blocks) –los cuales, a pesar de haberse rechazado inicialmente por consideraciones de tipo moral e higiénico, terminarían por desplazar a las casas obreras individuales (Català 1997: 331)–26. Con un alto grado de uniformidad en su diseño, las colosales masas de hormigón llegarían a liberarse de su cualidad de espacio desnaturalizado al indirectamente propiciar –dada la cercanía de sus bloques y aberturas, pasos y transparencias– la búsqueda de contacto, que suele empezar (y, en el caso del voyeur, prolongarse) a partir de lo visual –lo que contribuye a convertir esta estructura en una posibilidad de proximidad ominosa27–: Desarróllase entonces toda una problemática: la de una arquitectura que ya no está hecha simplemente para ser vista (fausto de los palacios), o para vigilar el espacio exterior (geometría de las fortalezas), sino para permitir un control interior, articulado y detallado –para hacer visibles a quienes se encuentran dentro [...]. El viejo esquema simple del encierro y de la clausura –del muro grueso, de la puerta sólida que impiden entrar o salir–, comienza a ser sustituido por el cálculo de las aberturas, de los plenos y de los vacíos, de los pasos y de las transparencias (Foucault 2000: 177). Es más: aunado (pero nunca debido) a una expectante difusión a gran escala de a lo que con posterioridad se extendería también bajo la figura de ventanas (las electrónicas), estas construcciones ligadas a la modernidad prefiguran las nuevas condiciones de visualidad, que llegan a convivir con la cinematografía28 –y en ese sentido Wim Wenders, uno de los cineastas que con mayor vocación han problematizado la vinculación del hombre en y con la metrópolis, propone una relación vinculante en sus declaraciones de que la ciudad tuvo que inventar el cine para no morir de aburrimiento (2005: 115)–. Claro que las ventanas no serían las únicas que detentarían los orificios para mirar: esta función sería transferida también a los agujeros de las cerraduras –en algunas ciudades europeas (más que otras) prácticamente caídas en desuso, desplazadas a raíz de la fabricación de llaves de tamaño más reducido y funcional–. No con ello se implicaba el ocaso de esta actividad, finalmente convertida en la metáfora del voyeur, puesto que la institución de otro portillo en la estructura logística tendría algún tipo de compensación –no equivalente, aunque sí reparadora parcial– de la insaciable pulsión visual. Se trataba de una abertura de naturaleza diferente, expresamente pensada para determinado tipo de ejercicio visual, máxime en los pisos de las grandes ciudades: el pequeño dispositivo ocular de la puerta principal también conocido como mirilla –esta vez por razones de seguridad (como estimulante visual que limitaba su ejercicio a una única dirección: de adentro hacia fuera)–. Las ventanas, los agujeros de las cerradura y las mirillas terminan entonces configurando otros usos en el aparato infraestructural en tanto destilaciones que emanan de una logística de la percepción, donde la instauración de las disposiciones estructurales induce, en el seno del espacio íntimo, a esta pulsión en una dinámica visual de ocasionales pero desconocidas reciprocidades. Y es que la urbanística recupera las consideraciones no sólo artísticas –el concepto albertiano del cuadro como ventana– sino mediáticas. Al fin de cuentas, no hay mucha diferencia entre contemplar una pintura y mirar por un agujero: son parte de una misma acción que se funda en la ideología del Renacimiento donde se postula un sujeto distinto del objeto, un observador ajeno a la escena, protegido29. Filología y Lingüística XXXV (1): 207-230, 2009/ ISSN: 0377-628X220 El resultado se ciñe a una abrumadora interacción cotidiana de los edificios de residencia y/o de oficinas que el peso de la tradición albertiana llevaría a trasplantar profusamente a la pintura, en “la vieja metáfora de la representación visual renacentista que consideraba al cuadro como una ‘ventana’ abierta a un espacio homogéneo, virtualmente infinito, y regulado por unas leyes geométricas precisas” (Ramírez 2003: 181). A partir de las corrientes conceptuales de vanguardia del siglo XX se producen irónicas alegorías como Fresh Widow (1920) (Figura 3) –cuyo juego proverbial de homofonías lleva a una serie de significaciones donde sólo le falta la letra n al adjetivo para ser ‘francesa’ y al sustantivo para ser ‘`ventana’– o La Bagarre d’Austerlitz (1921) de Marcel Duchamp: representaciones ambas de ventanas que no permiten ver. En menor medida que la representación pictórica, la ventana sería asumida también por la literatura –como escenario y desencadenante indirecto de, por ejemplo, la narración de uno de los relatos del narrador estadounidense Sinclair Lewis, Moths in the Arc Light (1919) [“So much of the building opposite was of glass that the offices were as open to observation as the coops at a dog show” (s. f.: 4)], donde la trama se construye a partir de una (inicial y unilateralmente idílica) relación visual marcada por una lejanía que no es solo física–. A ese respecto, se ha repetido hasta el cansancio que en las grandes urbes, la modernidad acarrea la despersonalización de las relaciones humanas –como habría de corroborarlo la ficción: no aparecen nombres de personajes, ni siquiera de puntos concretos de la ciudad o de locales comerciales en el anterior relato de Poe (más que iniciales o puntos suspensivos), y en Moths in the Arc Light un aburrido Bates recurre a la invención de un nombre (y otros atributos) para designar a su idealizada dama–. Una observación complementaria sobre este panorama emergente la proporciona el sociólogo alemán Georg Simmel en su destacable artículo La metrópolis y la vida mental (1903): “La rápida aglomeración de imágenes cambiantes, la constante discontinuidad al alcance de una sola mirada y la incertidumbre de las impresiones arrebatadas: éstas son las condiciones psicológicas que crea la metrópolis” (en Mirzoeff 2003: 140). La masificación urbana coexiste con el aislamiento individual y un eventual, en varios casos, vacío existencial: no es así gratuito que el incipit del relato de Cornell Woolrich (seudónimo de William Irish), It Had to Be Murder (1942) –del que se serviría John Michael Hayes para escribir el guión de precisamente Rear Window–, inicie con una confesión que remarca la tendencia asocial del protagonista: “No sabía sus nombres. Jamás oí sus voces. A decir verdad, no los conocía siquiera de vista...” (1973: 317). La adaptación fílmica mantiene esta sensibilidad desde las transiciones de las panorámicas de ventana a ventana entre las viviendas –que crean una sensación de aislamiento pero al mismo tiempo de continuidad (por la proximidad y la adición)–, según Elisabeth Weis incluso a nivel sonoro: “The tension between separation and continuity in human lives is central to the film, which [...] expresses in physical terms the metaphysical idea that no person can remain isolated emotionally from other people” (1982: 111). Este entrecruzamiento múltiple y dinámico de miradas que propicia el espacio urbano daría pie a que Marc-André Goulet recuperara la problematización de la mirada voyeur Figura 3. Marcel Duchamp. Fresh Widow (1920) SANABRIA: De la textura psíquica a la infraestructura urbana. La visión y la distancia 221 propuesta por investigadores como Stam y Pearson (en Deutelbaum and Poague 1986: 202) sobre la soledad o el aislamiento del espectador. En su caso, se trata de una simplificación que incurre en equívocos y supuestos ya aludidos. No obstante, el valor de su comentario reside en la introducción explícita de esta variante –el entorno socio-urbanístico– que suele pasarse por alto en los estudios o comentarios sobre el tema (y/o la película): Le voyeurisme c’est une résultante de la vie moderne, de l’accroissement des populations, de leur regroupement et de leur proximité, de l’évolution de la société et de la technologie. Perversion, curiosité naturelle, déviance? Aborder le voyeurisme débouche inévitablement sur la question de la solitude liée à l’urbanité et la vie moderne, autre grand thème du film: solitude de James Stewart enfermé dans son appartement, solitude du personnage qu’il épie et suspecte, solitude de plusieurs autres personnages de l’immeuble et qui cherchent, chacun à leur manière, à sortir de cette solitude: par des rencontres avec le sexe opposé, par la compagnie d’un animal, par les activités artistiques... par le meurtre? Voyeurisme et solitude, inextricablement liés, mènent chez Hitchcock au travail approfondi des trois grands thèmes essentiels de son œuvre (de toute œuvre!), à savoir, dans l’ordre, la mort, la sexualité et l’amour (2000: 2-3). Las construcciones especialmente de ficción desarrollan esta particular forma de mirada que transversalmente deriva de la concentración urbana y que contribuye a explicar la construcción de una singular tipología: el personaje como ser abstraído, introvertido, solitario, obsesivo –la inusitada preferencia de L. B. Jefferies por la ventana antes que por su prometida–. Su fascinación se sujeta a la ambivalencia entre el temor y la realización de su deseo indirectamente cumplido por Thorwald. Más ampliamente, la ventana que se constituye en su panóptico personal (Figura 4; http://www.tcf. ua.edu/.../T112/HitchcockFilmography.htm) –de notable equivalencia con la estructura de celdas descrita por Bentham– le concede ir más allá de la visión de los pisos de sus vecinos, esto es, lo mueve a elaborar la figuración de su propio futuro en pareja. Sin embargo, el abanico de posibilidades no promete un panorama muy halagüeño: podrían ser unos recién casados felices, pero más tarde él podría abandonarla y dejarla sumida en ingrata soledad, que la podría llevar a convertirse en una artista excéntrica (la escultora), una provocadora sexual (Miss Torso) o una solterona recluida (Miss Lonelyhearts), aunque también podrían convivir como una pareja común, con un perrito, sucumbiendo a la rutina, y en el peor de los casos hasta podría matarla: “[E]n síntesis, el significado de lo que el héroe percibe más allá de la ventana depende de su situación real en el lado de adentro: le basta ‘mirar por la ventana’ para ver desplegadas una multitud de soluciones imaginarias a su atolladero real” (Žižek 2002: 155-156): ese es su verdadero quebranto, no la fractura de su pierna –síntoma que Wood interpreta más bien como de castración (en Deutelbaum and Poague 1986: 222)–. Así pues, las ventanas tienen una función paradójica: aproximan, vuelven cercanas las otras intimidades al mismo tiempo que extraña y lejana la propia cotidianidad30. Tal planteamiento también parece, por cierto, haber sido entrevisto en Eloge de la dialectique (Figura 5; http://www.elcubismo.museumofixelles.be/.../gal-501479.jpg), el lienzo de Magritte de una ventana que lo único que deja ver –desde un imposible marco que parece visto desde dentro pero al mismo tiempo señala un afuera31– es una casa de aspecto que evoca a una idéntica desde Figura 4. El panóptico personal de Jeff (Alfred Hitchcock, Rear Window, 1954) Filología y Lingüística XXXV (1): 207-230, 2009/ ISSN: 0377-628X222 la cual se está apreciando –e intuyendo los juegos conceptuales de Magritte, no sería de extrañar que se tratara perfectamente de la misma–: de ahí el título que, a partir la dialéctica entre lo interno y lo externo, conlleva implícitamente la formulación de una pregunta: ¿cuál es realmente el exterior? (Navarro de Zuvillaga 2000: 100). 7. Cierre Pensado de este modo, las ventanas, hendiduras o bisagras (peepholes) –que Octavio Paz, en su hermenéutica sobre la plástica de Marcel Duchamp, denomina gozne (1998: 110)–, se constituyen en una suerte de mediación a la prodigiosa escena. Incluso el cuerpo humano tiene un orificio análogo: los párpados, esa zona erógena de la mirada “que puede también ser la hendidura de la pupila. En verdad tienen que ser bordes que se contraigan y dilaten, abran y cierren. El borde erógeno es siempre un borde que se contrae y dilata” (Nasio 2001: 83). De lo que se trata es del punto que articula dos espacios disímiles, la juntura que enlaza dimensiones reversibles (el marco convertido en límite y ventana en continuo proceso de achatamiento y extensión), el obstáculo con fisuras, la puesta de la intermitencia reminiscente de la dialéctica del fort/da. Subordinado a los preceptos del deseo, este dispositivo se representa no sólo en los fríos aparatos mecánicos que resuelven la aparición: ha sido y sigue siendo motivo de recreación desde las abigarradas e ilimitadas posibilidades del arte en sus más enigmáticos aspectos32. Notas 1. Aparte del sustantivo voyeur, en inglés también se utiliza otra locución, ligada a una leyenda muy popular. Es atribuida a Roger de Wendower, cronista del siglo XIII, según el cual lady Godiva, esposa de Leofríc, conde de Chester, con quien se había casado hacia 1040, le rogó que disminuyera los impuestos que abrumaban a los habitantes del pueblo de Conventry. De acuerdo con la historia, por cierto sometida, con particular predilección, al adorno –a la adulteración–, el conde habría accedido a la petición bajo el requisito de que atravesase desnuda las calles, a lo que ella consintió desde los lomos de un caballo, cubierta solo por su larga cabellera. Los habitantes de Conventry se encerraron en sus casas para evitar mirarla. Únicamente pudo verla un indiscreto poblador llamado Tom al que a partir de entonces se le dio el nombre de Peeping Tom –sustantivo compuesto que, como equivalente de voyeur, fue generalizado en lengua inglesa–. Lo interesante es que se trata de una leyenda en la que el mirar, que es natural, se rechaza por una cuestión moral: todo el pueblo vuelve la espalda y rechaza ver, excepto uno que mira y naturalmente es estigmatizado. Todo ello ante alguien, lady Godiva, que se exhibe, es más, debe exhibirse para cumplir la exigencia de su marido. Ella no cumple la parte del trato porque todo el pueblo le niega su mirada: sin la mirada del pueblo no hay exhibición –o más bien, sí la hay, gracias a Peeping Tom–. Es curioso todo el dispositivo escénico de la leyenda: el conde Leofric que obliga a su esposa a mostrarse, cuando era de esperar que promoviera lo contrario, unos habitantes que se niegan la mirada a sí mismos, pero también se la niegan a lady Godiva que la requería para cumplir un sacrificio para ellos –dispositivo que produce una singularidad: alguien que mira a través y a pesar de él mismo–. La leyenda de lady Godiva conforma, de este modo, la estructura de una especie de mito, como el de la caverna de Platón –de ahí surgirían las estructuras de la forma simbólica de donde procedería el voyeurismo moderno de carácter social– (Català 03/11/05). 2. Un deseo ciertamente sádico, como lo reconocieron los también cineastas Eric Rohmer y Claude Chabrol: “In a manner of speaking, the crime is desired by the man who expects to make of this Figura 5. René Magritte Eloge de la dialectique (1937) SANABRIA: De la textura psíquica a la infraestructura urbana. La visión y la distancia 223 discovery his supreme delectation, the very sense of his life. The crime is desired by us, the spectators, who fear nothing so much as seeing our hopes deceived” (1980: 125). 3. El psicoanálisis no establece una diferenciación muy precisa entre voyeurismo y escoptofilia o escopofilia, pero Stam, Burgoyne y Flitterman-Lewis afirman que “mientras la scopophilia define el placer general de mirar, el voyeurismo denota una perversión específica” (1999: 186). 4. Para Foucault, en los siglos XVIII y XIX tuvo lugar una exploración discursiva que propició dos modificaciones hacia un sistema centralizado en la alianza legítima: en primer lugar, un movimiento centrífugo a la monogamia heterosexual. Correlativo a este, hubo una interrogación a la sexualidad de los niños, locos y criminales, a las ensoñaciones, las obsesiones, las pequeñas manías, en fin, a las formas condenadas, definidas contra natura: de ahí que uno de sus efectos fuera una especificación de las perversiones, a fin de asignarle un orden en el discurso. En otras palabras, no se buscaba su exclusión sino su inserción en un principio de clasificación, de regulación (1987: 51-56). 5. Román Gubern apunta que el voyeurismo funciona como la gratificación erótica de la mirada depositada sobre un cuerpo desnudo o una escena sexual y, para subrayar la generalización del fenómeno, seguidamente destaca los resultados de un estudio empírico sobre la audiencia televisiva, según el cual las imágenes que más anclan la atención son, aparte de las escenas de muerte violenta, los desnudos (1991: 41). 6. Muy semejante al comentario de Mrs. Talmann, en The Draughtsman’s Contract (1982) de Peter Greenaway, de que un hombre inteligente no puede ser buen pintor porque para ello es necesario cierta ceguera, rehusar parcialmente a conocer todas las opciones y saber más de lo que dibuja (de lo que ve). 7. En la literatura, ese recelo queda ilustrado en el protagonista del relato de Woolrich, cuando Thorwald se asoma a su ventana y escruta las casas alineadas, es decir, realiza la misma actividad de L. B. Jefferies. En estos momentos, cuando no se ha confirmado la certeza de su conducta asesina, la reacción del protagonista puede resultar desmedida: “Era evidente que no fijaba su atención en un solo punto, sino que iba pasando revista a las ventanas de los edificios que tenía enfrente. Y yo sabía que cuando hubiera llegado al final, dirigiría su mirada sobre la hilera en la que figuraba la mía. Por tanto, tomé la precaución de retirarme un poco, porque, al descubrirme, imaginaría que intentaba espiar lo que estaba haciendo” (1973: 320-321). 8. En relación con su interpretación sobre la obra póstuma de Rousseau, Confessions (1782), Starovinski apunta al mismo hecho: “Al placer de espiar en secreto le sucede el placer –no exento de angustia– de ser visto a escondidas y, nada más descubierto, de ser a la vez castigado y aceptado” (2002: 106). 9. La carga de amenaza que la mirada fija entraña se puede localizar en otras especies animales –como en los gorilas de la montaña, según lo han ratificado pruebas de laboratorio con monos Rhesus–. Los resultados, producto de los experimentos de Ralph Exline, demuestran que en la especie animal como en la humana la manera de mirar refleja frecuentemente el estatus, esto es, que el dominante disfruta de mayor espacio visual (Davis 1976: 82-96). 10. Esta postura tiene también resonancias en la literatura: hacia el final de Ensayo sobre la ceguera (1995), la mujer del médico afirma, con la ecuanimidad que la caracteriza, que aunque no llegue, como el resto de la población, a perder la vista, se volverá más ciega cada día porque no tendrá quién la mire (Saramago 2003: 355). 11. Que podría haber constituido un (depurado) sustrato en la base teórica de la formación posterior del concepto de vigilancia de Foucault, donde la observación viene a recaer en las condiciones antes que en un supervisor propiamente. Filología y Lingüística XXXV (1): 207-230, 2009/ ISSN: 0377-628X224 12. A raíz del estreno de Caché, el director austriaco ahonda en esta idea con base en la constatación de que las imágenes más espectaculares e impactantes que difunden los medios de comunicación no tienen nada que ver con las de particulares, realizadas en ambientes familiares, de carácter más plácido y contemplativo (en Guichard y Strasuss 2005). A lo mismo apunta Marc Augé cuando detecta que en las pantallas del planeta se mezclan, de forma cotidiana, las imágenes de la información, las de la publicidad y las de la ficción desde una finalidad y tratamiento que, sin ser en principio idénticos, componen un universo relativamente homogéneo en su diversidad (2000: 38). 13. Para Haneke la sola emisión de imágenes personales o íntimas entraña –particularmente en situaciones de ausencia de autoría– una amenaza latente, pues la mirada que la dirige pasa a adquirir connotaciones de vigilancia gratuita, injustificada, es más: inexplicada. El filme articula la antítesis entre los dos mencionados paradigmas de imaginarios –espectacularizantes y personalizados– a partir de, como lo indica el mismo título, lo oculto, referido, en este caso, a una antigua culpa sometida a represión. Georges transforma, en efecto, su culpa en calculada indiferencia encubriéndola de erudición. No en vano queda traducida (y reducida) a un simulacro (al igual que el decorado del plató del programa televisivo que conduce) extrapolable a las sociedades industrializadas que se asientan (se enriquecen) en esa parte del mundo olvidada, o mejor, escondida –aun dentro de sus mismos márgenes (los suburbios parisinos)–. 14. Aun cuando la contengan o sugieran: son, a ese respecto, conocidas las delirantes restricciones de la burguesía victoriana, cuyos extremos hacia la exposición o siquiera insinuación de miembros del cuerpo se trasladaba a lo objectual –como los doseles de los pianos que, según relata Morris, debían ser cubiertos durante la interpretación de los grandes recitales musicales porque traían a la mente la imagen de las piernas humanas (1985: 221)–, lo cual no demuestra sino una fijación hacia lo prohibido (lo sexual) que marca una coexistencia de la conciencia discursiva con la represión de la mostración. 15. De ahí que en Blue Velvet (1986) de David Lynch, la mirada voyeur del joven protagonista Jeffrey Beaumont se despliegue desde su escondite, un armario, metáfora del vientre de Dorothy Vallens: “convertido en la presencia de una pura mirada” que se precede a sí mismo y que, en tanto guarda mucho de la escena primordial, presencia su propio origen (Žižek 2002: 42). 16. En el cortazariano personaje Roberto Michel, su expectación apunta a una identificación que se manifiesta, como él mismo lo reconoce, entre la protección y el entremetimiento, entre la hipocresía y la perversión. De hecho, su injerencia en la escena va en un sentido políticamente correcto, pero olvida que la interpretación no atañe a su oficio –por eso su alter ego narrador, despiadado, lo auto/descalifica de puritano–. 17. Y que a su vez recuperaría Francis Ford Coppola en The Conversation (1974), donde los micrófonos y las cintas magnetofónicas sustituyen a la cámara y a la película fotográfica –cuyas interferencias pero sobre todo percepciones subjetivas previas del protagonista conducen al fatal equívoco–. 18. Como Sinclair Lewis –con su técnica narrativa antes que descriptiva– en Moths in the Arc Light (1919). 19. “Levanté la cámara [...] y me quedé al acecho, seguro de que atraparía por fin el gesto revelador, la expresión que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción esencial” (Cortázar 1982: 75). 20. Igual que a Henry Caul, el protagonista del citado filme de Coppola, que vive atormentado por las consecuencias de sus actos desde una visión religiosa más asociada a la culpa que a la fe –puesto que la culpa responde a una actitud de intensa y censora observación de uno mismo: de hecho, toda introspección (empezando por Descartes) podría considerarse un auto-voyeurismo, pero en el caso de la culpa, con una intensidad particular (Català 05/10/05)–. SANABRIA: De la textura psíquica a la infraestructura urbana. La visión y la distancia 225 21. Una mención adicional respecto a ese espacio literalmente físico impone La Jalousie (1957) de Alain Robbe-Grillet, donde la distancia metafórica deviene material: el campo extendido y perpetuo entre los personajes y el narrador oculto tras la persiana, variación de los márgenes del agujero, que media a la vez que construye –junto con la mirada (y los celos)– el relato. 22. A pesar de que “pasa por ser el arte en el cual el contacto con la materia es más vivo e inmediato” (Aumont 2001: 31), esto es, donde interviene tanto el ojo como el tacto, la escultura no ha sido aquí desarrollada básicamente porque se ha optado por limitar la mirada voyeur a imágenes pictóricas y fotográficas (estables y móviles). 23. Hay películas que realzan esta invocación al tacto a través de la visión, como Un chien andalou, cuando el personaje masculino, con los ojos cerrados, se lanza encima de la joven que había estado mirando y con las manos le estruja sus senos y glúteos, de modo tal que estos pasan a visualizarse cubiertos y descubiertos (Guigon en VV.AA. 1993: 23): la vista, por tanto, no basta, ha de prolongarse a una experiencia táctil. 24. Con base en uno de los principios del mercadeo –el merchandising, según el cual, desde los orígenes de la transacción comercial, la exhibición del producto es condición para la demanda–. 25. “El modelo del immeuble de rapport prevé el destino al uso comercial de la planta baja, así como una estratificación de seis plantas de apartamentos de alquiler, desde el entresuelo a la buhardilla, conforme a las ordenanzas, y cuyo valor económico aparece fuertemente jerarquizado en función de las costumbres y de la comodidad de uso” (Sica 1981: 195). 26. Habría también que tener en cuenta el tipo de vivienda de Long Island del que habla Mirzoeff: la casa suburbana contemporánea en un nuevo contexto donde la ciudad ya no proporciona un refugio automático y se buscan nuevos emplazamientos en zonas suburbanas, lo que “determina que la casa mire hacia su interior en lugar de relacionarse con sus semejantes” (en Brea 2005: 170). Es interesante porque este modelo de vivienda propone una inversión respecto de la estructura canónica (donde las ventanas permiten cierto tipo de interacción, aun subrepticia, con el afuera). 27. Sin embargo, los usos visuales trascienden estas edificaciones para convertirse en un síntoma social. Así lo constata el mismo ámbito cinematográfico: la cinta del cine negro, The Prowler (1951) inicia con una mirada (subjetiva, confundida con la del voyeur) en un típico barrio residencial en los Estados Unidos, de viviendas individualizadas y anchurosos jardines. 28. La representación de la ciudad se ha ligado a los mismos orígenes del cine –como apunta Weihsmann: “From its beginnings, film has been linked with the metropolis, and the motion-picture medium has featured the cityscape frequently and prominently” (en Penz and Thomas 1997: 10)–. 29. Navarro de Zuvillaga retoma el concepto albertiano en la relación interior/exterior como inherente a la naturaleza humana que se presenta en las manifestaciones artísticas: “Tendemos a identificar el interior con nosotros mismos, pues nuestra experiencia es vivir dentro de nuestro cuerpo y así el interior es el cobijo y la seguridad, mientras que el exterior es todo lo demás, lo que está fuera de nosotros, lo desconocido y lo inseguro. Normalmente el interior se representa con una habitación y el exterior con un paisaje (urbano o natural) y la relación entre ambos se manifiesta mediante la ventana y también con la puerta o el arco” (2000: 94). Pero no siempre, como se destacó en la primera parte, lo amenazante y desconocido procede del mundo exterior: a menudo el territorio interno, el espacio más recóndito del ser resulta mucho más inestable e inseguro –lo unheimlich de Freud–. 30. Ocupación pues paradójicamente relacionada con esa actividad interior que se desarrolla a partir de la inacción –como dan cuenta los personajes literarios: L. B. Jefferies, en la historia de Woolrich, Filología y Lingüística XXXV (1): 207-230, 2009/ ISSN: 0377-628X226 inmovilizado a una silla de ruedas, y Dominique Salès, en la novela La fenêtre des Rouet (1942) de Georges Simenon, otra convaleciente que vive su vida en función de lo que observa y escucha a su alrededor–, sus propios autores produjeron sus respectivos textos en situaciones semejantes de ausencia de actividad física: Simenon escribió su novela cuando problemas cardiacos lo obligaron a guardar el más absoluto reposo, mientras que la génesis del relato de Woolrich se sitúa cuando éste se descubrió buscando ideas para sus historias desde los alrededores del bloque de apartamentos donde vivía. 31. Como diría Didi-Huberman, “[e]stamos claramente entre un delante y un adentro. Y esta incómoda postura define toda nuestra experiencia, aun cuando hasta en nosotros se abre lo que nos mira en lo que vemos” (1997: 163). 32. De lo que dan cuenta formas elaboradas como los Testigos Oculistas en el Grand Verre (1915-1923, 1936) del mismo Duchamp o el recurso literario de la novelística inicial de Robbe-Grillet –identificado por Leo Pollmann bajo el nombre de décalage (pont-14bascul)– (1971: 167-175). Bibliografía Alonso, Carlos J. (ed.). 1998. Julio Cortázar. New Readings. New York: Cambridge University Press. Aumont, Jacques. 1998. El rostro en el cine. Barcelona: Paidós. 2001. La estética hoy. Madrid: Cátedra. 2002. La imagen. Barcelona: Paidós. Antonioni, Michelangelo. 2002. Para mí, hacer una película es vivir. Barcelona: Paidós. Barthes, Roland. 2002. Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces. Barcelona: Paidós. Berman, Marshall. 1998. Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad. 10ª ed. México: Siglo XXI. Berger, John. 2002. 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