Capítulo 3 La cárcel de las formas. La cosificación en el expresionismo y las "filosofías de la vida". A la vida vibrante, incesante, que no conoce fronteras, del alma, alma en algún sentido creadora, se le opone su producto fijo, idealmente definitivo, y esto con el inquietante efecto retroactivo de inmovilizar aquella vivacidad, más aún, de petrificarla; a menudo es como si la movilidad productora del alma muriera en su propio producto. G. Simmel, El concepto y la tragedia de la cultura El único lenguaje comprensible que hablamos entre nosotros son nuestros objetos en su relación entre sí. […] El lenguaje enajenado de los valores cosificados se nos presenta como la realización adecuada de la dignidad humana en su autoconfianza y autorreconocimiento. K. Marx, Cuadernos de París Durante las primeras décadas del siglo XX emergieron en el ambiente cultural de lengua alemana fuertes críticas respecto a la modernización que desde mediados del anterior siglo se venía desarrollando aceleradamente. Retomando algunos temas del romanticismo, intelectuales, filósofos y artistas se rebelaron contra lo que percibían como una deshumanización propiciada por procesos como la industrialización, el crecimiento de las metrópolis y el anonimato de la sociedad de masas. Así, como afirmaba Lukács en su prólogo de 1967 a Historia y consciencia de clase, durante toda esta época el problema de la alienación “estaba en el aire […] La extrañación del hombre fue descubierta y reconocida igualmente por pensadores burgueses y proletarios, situados político-socialmente a la izquierda o a la derecha, y en todo caso reconocida como un problema central de la época que vivimos” (Lukács, 1975: xxiii-xxiv) 1. El plantear la alienación como característica de la vida moderna fue también rasgo distintivo del arte de vanguardia y de las nuevas filosofías del incipiente siglo, aunque es en el contexto de la Alemania posterior a la Gran Guerra Europea que la cosificación surge con mayor vigor como tema filosófico, artístico y como elemento básico de la sensibilidad de las vanguardias de la época, en especial en el caso del expresionismo. En el prólogo de 1962 a su Teoría de la novela, Lukács señalaba esta coincidencia en cuanto a los problemas culturales con los cuales se enfrentaban filósofos y artistas en la Alemania de la década de 1910. Así, indicaba que aunque este libro era, “en sentido ontológico, una elaboración más crítica y reflexiva que la visión del poeta expresionista [Gottfried Benn], el hecho es que ambos expresan sentimientos similares sobre la vida y reaccionan ante el presente de manera semejante” 2. En particular el expresionismo, con una estética que puso la alienación como su tema central, manifestó los mismos temas y problemas que denunciaban autores como Weber, Husserl, Heidegger o Kracauer respecto a la deshumanización de las sociedades 1 Precisamente a este factor le atribuye el éxito de Historia y consciencia de clase en los medios de izquierda de los años veinte. 2 Lukács, Teoría de la novela, 13. industriales (cfr. Lunn, 1986: 50-56). De este modo, en la plástica y la literatura la caricaturización o la animalización de los personajes, al modo de Otto Dix o Franz Kafka, fueron correlatos estéticos de la crítica que sus intelectuales contemporáneos formularon respecto a la modernidad 3. En este contexto György Lukács, un intelectual periférico en la academia alemana 4, hizo una contribución decisiva a la filosofía y la crítica de la cultura al desarrollar el concepto de cosificación y fundamentarlo desde una dialéctica marxista en Historia y consciencia de clase, cuya publicación en 1923 inaugura la tradición del marxismo occidental (cfr. Anderson, 1985; Arato y Breines, 1986). Pero antes de llegar a este concepto, Lukács exploró esas problemáticas desde los propios supuestos de las filosofías de la vida – fundamentalmente de Simmel – y en interlocución con el ambiente artístico y literario alemán. En el presente escrito abordaremos varias de las propuestas desde las que se abordó la alienación moderna (ante todo específicamente como cosificación), prestando especial atención a las alternativas que plantearon frente a ella. En este sentido, observamos en particular las relaciones entre lo moderno y lo premoderno como elementos en los que se enmarca este problema cultural y eventualmente su salida. Simmel: la modernidad como alienación La dicotomía entre la subjetividad libre y el mundo de los objetos regido por la necesidad es de larga data en la academia alemana, y tiene sus raíces en la crítica que ya desde inicios del siglo XVIII enfilaban los profesores universitarios contra los valores burgueses; en términos de Bourdieu, manifiesta el conflicto entre el capital cultural y el capital económico (cfr. 2000: 131-164) 5. “Espiritual” frente a “práctico” o “Ilustración” frente a “utilitarismo” fueron oposiciones mediante las cuales los intelectuales alemanes pensaron las opciones abiertas por el ascenso de una cultura burguesa que los amenazaba, y que a menudo identificaban – peyorativamente – con la civilización francesa (cfr. Ringer, 1990: 29, 85). La cultura, entendida como el ámbito del desarrollo del sujeto, se oponía así a la civilización, vista como el campo de los productos materiales e institucionales de la actividad humana. La desvalorización del mundo capitalista efectuada por los académicos alemanes –lo mandarines alemanes, según la caracterización de Fritz Ringer – apareció, pues, como una estrategia simbólica para enfrentar una realidad social en la que los saberes aplicados amenazaban el estatus de los conocimientos humanistas y el modus vivendi de los grupos sociales que los detentaban. En esta medida, no es sorprendente que, en nombre de la libertad individual, la modernidad aparezca como disvalor y como fatalidad. La filosofía de Simmel desarrolla con profundidad esta crítica, así como las consecuencias trágicas de la oposición de la que surge. La tendencia de este autor hacia la escritura fragmentaria es ya signo de su rechazo a la posibilidad de la cosificación de sus planteamientos; con su estilo ensayístico intenta evitar que sus textos puedan ser asumidos como un corpus cerrado de conocimiento. Incluso los temas que mejor se 3 Siguiendo a Kosík (cfr. 1976: 102-103), entendemos esta estética de la alienación como un momento de la destrucción de la pseudoconcreción en el cual el ser humano se ve ajeno a sí mismo, y denuncia estéticamente esta alienación a través de diversos medios, entre ellos el absurdo existencial. 4 Sobre la situación de Lukács en la academia alemana, cfr. Villegas, 1996. 5 Sobre la pertinencia de las categorías de Bourdieu en los análisis marxistas, cfr. García, 2008. prestan para ser enfocados desde un sistema, como el propio de su tratado sobre sociología, aparecen plagados de excursus, y escritos desde una perspectiva que, por su apertura hacia el lector, cabrían dentro de un modelo dialógico 6. Del mismo modo, Simmel formula las bases de su teoría sociológica como una crítica de la cosificación. Su primera consideración respecto a esta ciencia es el rechazo frontal a la concepción durkheimiana del estudio de las sociedades a partir de los hechos sociales tratados como cosas (Cfr. Durkheim, 1982). Desde el punto de vista simmeliano, tal enfoque anula al sujeto que actúa socialmente, y lo somete a leyes que le son externas, pero además, por otra parte, supone a la sociedad como una entidad ya constituida más allá de los individuos que la componen. La sociedad tal como la concibe Durkheim es para Simmel, luego, una hipóstasis innecesaria, frente a la cual plantea su proyecto de una sociología formal, que estudia las relaciones a partir de las cuales se producen las sociedades concretas. La sociedad, según plantea, “existe allí donde varios individuos entran en acción recíproca […] La existencia de estas acciones recíprocas significa que los portadores individuales de aquellos instintos y fines, que los movieron a unirse, se han convertido en una unidad, en una ‘sociedad’” (1939, I: 13). Simmel intenta con ello plantear una sociología nominalista; en términos de su contemporáneo Cassirer, trata de formular una sociología a partir de conceptos relacionales (también llamados funcionales), y no sustanciales (cfr. Bourdieu, 1997: 13- 21), como se desprendería de las concepciones predominantes en la sociología francesa de entonces. Por ello, Simmel se centra en el estudio de la socialización, eludiendo el término sociedad por su connotación de cosa monolítica. A partir de la diferenciación entre contenido y forma social –donde los contenidos serían las motivaciones individuales (presociales) que originan la acción respecto a otros individuos, mientras que las formas serían propiamente los tipos de acción recíproca que asumen esos contenidos–, Simmel afirma que la sociología debe ocuparse de la socialización, entendida como “la forma, de diversas maneras realizada, en la que los individuos, sobre la base de los intereses sensuales o ideales, momentáneos o duraderos, conscientes o inconscientes, que impulsan causalmente o inducen teleológicamente, constituyen una unidad dentro de la cual se realizan aquellos intereses” (1939, I: 14). Ahora bien, puede observarse que el punto de partida de Simmel es la interacción entre individuos bien diferenciados y diferenciables respecto a las relaciones sociales que construyen. El individuo se encuentra en realidad, en términos más amplios, confrontado con el mundo: “si se busca un hecho fundamental que pueda valer como el presupuesto más general de toda experiencia y de toda práctica, de toda especulación intelectual y de todo placer y dolor de la vida, se le podría formular de este modo: yo y el mundo” (Simmel, 1961: 79). Esta formulación ontológica de Simmel, que presenta la tensión trágica entre el todo y la parte, objeto y sujeto, señala además, al modo de Nietzsche, que esta relación es una relación de lucha y violencia 7. Como su contemporáneo Freud, Simmel considera que es en el interior de esta contradicción violenta donde surge la mediación entre el ser humano y el mundo: la cultura 8. Esta mediación, empero, genera sus propias oposiciones, siendo la principal aquella entre cultura objetiva y subjetiva. Una y otra se relacionan entre sí, en términos 6 Bajtín, Estética de la creación verbal, REF 7 “La propia conservación de la vida física no es nunca una permanencia inmóvil, sino una constante actividad de luchas y resistencias” (Simmel, 1939, II: 95). de los románticos, como la natura naturata y la natura naturans: la cultura objetiva consiste en todas las producciones del espíritu –las formas– que continúan existiendo de modo independiente y autónomo respecto al alma de quien las creó, en tanto que la cultura subjetiva radica en la interioridad individual creadora (cfr. Simmel, 1988: 204). La cultura objetiva está compuesta por formas que surgen de la actividad vital, pero se autonomizan de ella y se le oponen. La forma es, pues, alienación de la vida, un obstáculo que ésta debe franquear para afirmarse como libertad creadora. Las objetivaciones culturales son formas que se renuevan a través de la interacción de los sujetos que las actualizan. Los productos y contenidos de la vida se encuentran extrañados y enemistados con la vida misma, flujo incesante y vibrante de la subjetividad. Como sintetiza una comentarista, según Simmel “la vida es siempre más vida de la que le es posible a la forma contener […] La forma es lo estático, lo fijo, lo intemporal, lo incapaz de ejercer ninguna acción por sí misma; mientras que la vida es una fuerza en constante devenir temporal, es fluidez y dinamismo, es la fuerza creadora de entidades o formas” (Mazorra, 2000: 80). Simmel no analizó este conflicto desde la lucha de clases, pero sostenía que es en la modernidad cuando la escisión entre la cultura objetiva y la subjetiva se radicaliza más trágicamente. Así, “el desarrollo de las culturas modernas se caracteriza por la preponderancia de aquello que puede denominarse el espíritu objetivo sobre el subjetivo […] Esta discrepancia es, en lo esencial, el resultado de la creciente división del trabajo; pues tal división del trabajo requiere del individuo particular una realización cada vez más unilateral, cuyo máximo crecimiento hace atrofiarse bastante a menudo su personalidad en su totalidad” (Simmel, 1986: 259-260). Con la autonomización de las formas aparece a la vez el problema de los medios y fines, que Max Weber abordara en términos ligeramente distintos a los de su amigo Simmel. Para éste, si bien la cultura objetiva puede ser una herramienta para la vida, la misma producción de formas y productos puede convertirse en un fin al cual se supedita la vida (cfr. Simmel, 1988: 214). Esta separación de los conceptos abstractos de fin y medio es, según Simmel, propia de sociedades complejas, en las cuales, efectivamente, los medios se convierten en fines (cfr. Simmel, 1977: 444-445). Weber, como es bien sabido, planteaba esta inversión de medios y fines como una consecuencia nefasta de la racionalidad formal que orienta a la modernidad (cfr. Weber, 2003; Ruano de la Fuente, 1996); concordantemente, Simmel afirma que la creciente especialización –esencial en el concepto de racionalización weberiano– es una configuración particular de la autonomización de la cultura objetiva en las sociedades modernas (cfr. Simmel, 1988: 227) 9. Esta precarización de la vida individual tiene que ver además, más específicamente, con las relaciones entre el individuo y la masa. Simmel razona que el individuo es superior en moral e inteligencia sobre la masa debido a que entre más grande sea el número de personas juntas, más se rebaja su nivel espiritual, buscando un nivel mínimo común. Por ello, la comida y la bebida pueden ser a veces las únicas ocasiones de unión para personas de medios muy heterogéneos (cfr. Simmel, 2002: 65-76). En la relación entre individuo y masa, por tanto, éste sólo sale perdiendo. 8 Recordemos que para Freud esta violencia marca la transición del principio de placer al principio de realidad. cfr. Freud,1999. 9 Sobre la matriz intelectual común de Weber y Simmel, así como sobre las divergencias entre uno y otro, cfr. González García, 2000: 73-95. La angustia frente a la vida en la sociedad de masas es explícita en los escritos de Simmel sobre el dinero y las metrópolis. La nueva vida urbana, afirma el filósofo berlinés, genera una nueva subjetividad caracterizada por la excitación nerviosa y por una nueva configuración de los sentidos individuales: así, por ejemplo, la vista toma preponderancia sobre el olfato en el contexto de las nuevas ciudades. Los cambios acarreados por las nuevas formas de socialización rompen las certidumbres de la vida premoderna, y obligan a relaciones cotidianas de anonimidad, regidas por la misma racionalidad de la formalidad monetaria (cfr. Simmel, 1986: 248-250). En este contexto, la anonimidad aparece ligada con una cosificación del otro a través de la abstracción de su humanidad, hasta limitarla a los roles que desempeña en esa sociedad de individuos anónimos. Rotos los lazos sociales de la comunidad premoderna, se acentúa el problema del conocimiento del otro, ya de por sí siempre fragmentario y sujeto a la interpretación: “todas las relaciones anímicas entre personas se fundamentan en su individualidad, mientras que las relaciones conforme al entendimiento [esto es, las propias de la metrópolis y la modernidad, GG] calculan con los hombres como con números, como con elementos que sólo tienen interés por su prestación objetivamente sopesable” (cfr. Simmel, 1986: 249). La sociabilidad moderna supone que el sujeto domine un código de lugares sociales de la sociedad en la que se desenvuelve, para que pueda hacerse expectativas respecto a qué esperar de las distintas personas con las que desde el anonimato se relaciona. La convivencia implica que éste elabore hipótesis psicológicas acerca del otro, a partir de las cuales se forma la idea de un ser humano unitario, más allá de los fragmentos casuales e inconexos que el otro manifiesta frente al sujeto que lo conoce 10. El conocimiento del otro pasa, pues, por un conocimiento pragmático de las formas sociales por las que el sujeto se relaciona con los demás: los roles de cada quien en su lugar social 11. La economía monetaria sería la más consecuente con el entendimiento, y por tanto sería aquella donde más se desarrollan las relaciones impersonales; allí los intercambios se rigen por los lugares sociales asignados a cada sujeto más que por su personalidad. En este sentido, aunque González (2000: 86-89) indica que Simmel – contra Marx – desplaza la cosificación de la producción hacia el consumo, pareciera más exacto afirmar que, más allá del consumo, Simmel universaliza la cosificación a todos los ámbitos de la vida social donde domina el entendimiento. Ahora bien, la relación entre lo moderno y lo no-moderno en Simmel permite pensar algunas opciones para escapar del “caparazón de acero” – según la célebre metáfora de Weber – que las formas sociales imponen sobre el sujeto. Salzman (2000: 90) encuentra en Simmel tres formas no asociativas que no responden a la lógica dineraria, a la abstracción cosificante de la modernidad: las comunidades “premodernas”, las pequeñas ciudades y las relaciones de parentesco o amistad. 10 Las consideraciones de Simmel en este sentido son muy similares a las de Husserl (2002: 119-196) en cuanto a la génesis fenomenológica del otro en la conciencia. Para conocer a alguien, indica Simmel que “es preciso, pues, que por medio de deducciones, interpretaciones e interpelaciones, completemos los fragmentos de que disponemos, hasta conseguir una persona completa, como la necesitamos interiormente para la práctica de nuestra vida” (Simmel, 1939, II: 216-217). El tú, en todo caso, es una apercepción tan originaria como el yo según Simmel (cfr. 1986: 97-103). 11 Este es el tema central de la sociología de Alfred Schütz. Cfr. su Fenomenología del mundo social. Introducción a la sociología comprensiva. Bs. Aires: Paidós, 1976. Con todo, estas formas alternativas no sustituyen a las formas típicamente modernas; estas últimas mantienen su predominancia. Las formas no asociativas coexisten con las asociativas, pero las primeras no constituyen una posibilidad de superar el imperio de las segundas; cuando más, permitirían evadir ocasionalmente las condiciones más asfixiantes de la vida moderna. El concepto de modernidad de Simmel – al igual que Tönnies o Weber – tiene implícita una concepción unilineal del desarrollo social, desde lo premoderno, “comunitario”, hacia el predominio de la racionalidad formal moderna. Así, el tipo ideal simmeliano de modernidad no permite observar cómo las relaciones entre lo no-moderno y lo moderno forman una unidad funcional que no implica necesariamente la desaparición de lo primero. Simmel no vislumbra la salida a la cosificación, mas no renuncia a la posibilidad de formas sociales más adecuadas a la realización del ser humano: “quisiera creer que la idea de la personalidad absolutamente libre y la de la personalidad peculiar no son la última palabra del individualismo; antes bien, que el incalculable trabajo de la humanidad logrará levantar cada vez más formas, cada vez más variadas, con las que se afirmará la personalidad y se demostrará el valor de su existencia. Y si en períodos felices estas multiplicidades se ordenan conjunta y armónicamente, entonces tampoco su cintradicción y lucha será meramente un estorbo para aquel trabajo, sino que precisamente lo invitará a nuevos desenvolvimientos de fuerzas y lo conducirá a nuevas creaciones” (1986: 279). La forma artística como alienación: Kandinsky y el expresionismo Pero el conflicto trágico entre sujeto y modernidad no era para entonces solamente un abstracto problema de filósofos; del mismo modo, el arte en países de lengua alemana se decantaba hacia formas que expresaban esa contradicción. Mientras que el cubismo descomponía la forma bajo criterios hiperrracionales, y el futurismo abrazaba la velocidad de la vida moderna, la particular versión alemana de la vanguardia, el expresionismo, basaba su crítica y sus utopías en la misma visión trágica que Weber, Simmel o el joven Lukács. El expresionismo ha sido tradicionalmente, empero, difícil de conceptualizar. A diferencia de otras vanguardias, los expresionistas no formaron un movimiento unitario, sino que se desarrollaron en distintos círculos o incluso como artistas independientes. De allí que no exista un manifiesto que lo describa y lo delimite con exactitud 12. Pero para efectos de nuestra argumentación, la clasificación de escuelas y tendencias resulta secundaria: ciertos rasgos de estilo, ciertos temas y concepciones sobre el arte y el mundo en las propias obras aparecen como síntomas de una problemática socio-histórica y de los posicionamientos asumidos en las obras respecto a ella. La fórmula de Lynton de 12 Durante la década de 1910 empezó a circular en Alemania el concepto de “expresionismo”, definido vagamente en relación con algunas características propias del arte cubista y del fauvismo francés. Así, una exposición de 1911 en Berlín utilizó el término “Expressionisten” para agrupar autores como Matisse y a un joven Picasso, entre otros; hacia 1914 se caracterizaba de ese modo a Die Brücke y a otros artistas de estilo similar, y para 1918 aparecía a su vez un libro del crítico y galerista Herwarth Walden titulado Expressionismus. Para fines de esa década ya se hablaba de expresionismo como un fenómeno artístico específicamente alemán. En 1922, así, una revista neoyorquina describía al expresionismo como un movimiento heredero del Sturm und Drang bien consolidado en la literatura, aunque para entonces ya no en su auge en las artes pictóricas donde se originó. Norbert Lynton, “Expresionismo”, en Nicos Stangos, Conceptos del arte moderno. Barcelona: Destino, 2000, 38. Henry Brennecke, “La nueva Tempestad y Violencia”, en Repertorio Americano, vol. VII (1922), 209-212. subjetivismo antinaturalista es en este sentido útil como primer acercamiento al concepto de expresionismo 13. Así como por aquellos días la fenomenología, contra la actitud natural (el sentido común aparentemente dado por la realidad objetiva), indagaba cómo el sujeto construye mentalmente su mundo, el expresionismo fundamentó su propuesta estética sobre la premisa de que la obra de arte manifiesta una visión subjetiva. Pero lo que caracteriza al expresionismo es, más específicamente, su tono: a los expresionistas les interesaba el mundo desde el punto de vista de la vivencia del individuo moderno, cuyas tensiones y desgarramientos psíquicos querían resaltar. Particularmente en la pintura expresionista, como nos dice de Fusco, “decae toda forma decorativa para dar lugar a la ‘deformación’ de los objetos representados, a fin de ‘expresar’ del modo más evidente los sentimientos de dolor y de angustia del artista” 14. Desde esta perspectiva, en tal corriente la representación de un objeto no tiene que ser precisa más que en la medida en que mostrara el sentir del artista acerca de él. Jawlensky sintetizaba bien esta posición en relación con su propia obra: “reproducir las cosas que existen sin ser, revelarlas a los demás filtradas por mi entendimiento y la pasión que siento por ellas, es el objetivo de mi existencia artística. Para mí, las manzanas, los árboles, los rostros humanos, no son más que pistas de lo otro que debería ver en ellos: la vida del color, aprehendida por un amante apasionado”.15 La obsesión por proyectar las angustias del sujeto sobre el mundo representado (en el lienzo u otros medios) contrastaba de plano con el impresionismo frente al cual en gran medida se definió el expresionismo. Mientras que aquella corriente buscaba captar la belleza percibida en el instante, el expresionismo apelaba a algo considerado más profundo: ya no a la simple sensación, sino a una vivencia cargada de emotividades fuertes y oscuras. Por ello, el pintor expresionista manifiesta su percepción del mundo – tanto el humano como, más en general, la naturaleza – mediante distorsiones formales y cromáticas, fundiendo a menudo los objetos representados con su trasfondo.16 Como en las otras vanguardias, la predominancia de estas emotividades era entendida como producto de las nuevas condiciones sociales. Así lo notaba Kandinsky en su libro de 1912, De lo espiritual en el arte, donde afirmaba que, a diferencia de lo que acontecía en la época de Mozart, “nuestra armonía consiste en [...] contradicciones y contrastes” 17. Esta afirmación era parte de una reflexión más amplia acerca de la cultura y las subjetividades modernas, de las cuales se mostraba profundamente crítico, y pensaba al arte como un elemento de la mayor importancia para superarlas. En ese libro y en El jinete azul, el famoso almanaque que editó junto a Franz Marc en ese mismo año, el revolucionario pintor ruso planteó una de las elaboraciones más sistemáticas del expresionismo, teorizando desde el arte a la vez que proponiendo un arte altamente conceptualizado. Su diagnóstico asumía la vieja oposición entre civilización y cultura desde lo que él interpretaba como un conflicto entre el materialismo moderno y el alma. De hecho, la primera frase en el ensayo de Marc que abre dicho calendario es una queja acerca de la poca estima que los contemporáneos tenían hacia los 13 Lynton, “Expresionismo”, 38. 14 De Fusco, Renato. Historia de la arquitectura contemporánea. Madrid: Celeste, 1997. Pág. 216. 15 A. Jawlensky, citado en Wolf Dieter Dube, Los expresionistas. Barcelna: Destino, 1997, 115. 16 El cine expresionista también siguió esta “fusión” de personajes y escenarios, cfr. Hueso, El cine y el siglo XX, 198, ss. 17 Kandinsky, De lo espiritual en el arte, 85. bienes espirituales (que ejemplificaba con obras de arte) en comparación con los materiales 18. La “expresión” que orienta la propuesta expresionista consistiría en lo que Kandinsky llama la necesidad anímica interior, la cual produce creativamente, sin apegarse a lo exterior. La forma es el medio por el cual el alma del artista transmite su estado anímico, es “la expresión exterior del contenido interior” 19. La autenticidad de la obra de arte depende entonces de su autonomía, de su capacidad para expresar tal contenido interior independientemente de las formas ya existentes o de cualquier otro imperativo ajeno a la subjetividad del artista – lo que él llama contingencia externa 20. El modelo para la expresión de estados anímicos era la música, principalmente la de Schönberg, como evidencian sus numerosos cuadros con el título de Composición. En concordancia con esa función expresiva del arte, la capacidad del espectador está en poder captar adecuadamente ese sentir que el artista ha buscado transferir a través de la forma, estar abierto a la recepción 21. Aquí resalta otra característica propia de la nueva época: el espectador moderno ya no percibe la obra con naturalidad, transparentemente, sino que debe asumir una actitud distinta para apreciarla. Vanguardista y seguidor de la teosofía, Kandinsky sostenía que en esta capacidad se encuentran nuevas posibilidades civilizatorias, las cuales encaminarían hacia la liberación del alma de sus sujeciones externas. El pintor había recibido en 1896 el anuncio del descubrimiento de las partículas subatómicas como un golpe a todas sus certezas; los desarrollos más recientes de las ciencias naturales le habían llevado al escepticismo sobre los alcances de éstas 22. La razón le parecía demasiado endeble como para poder fundar sobre ella a la civilización, y solamente en la reivindicación de lo espiritual encontraba la posibilidad de trascender los sufrimientos provocados por el “materialismo”. Lo que Kandinsky diagnosticó bajo este concepto era lo que los sociólogos de la época habían planteado en términos culturales como el paso de la comunidad a la sociedad propiamente dicha, o lo que en términos marxistas sería descrito como efectos culturales del capitalismo 23. Pero para él el materialismo era un tipo de pensamiento en el que la contingencia externa primaba sobre la libertad del alma, y estaba en la raíz de todos los males de las sociedades modernas. Desde su perspectiva, “nuestra alma, que después de un largo período materialista se encuentra aún en los comienzos del despertar, contiene gérmenes de la desesperación, de la falta de fe, de la falta de meta y de sentido. Todavía no ha pasado toda la pesadilla de las ideas materialistas que convirtieron la vida del universo en un penoso juego sin sentido. El alma que despierta se halla aún bajo la impresión de esta pesadilla” 24. Por ello, consideraba el apego a las formas más que a la necesidad interior como 18 Franz Marc, “Bienes espirituales”, en El jinete azul. Barcelona: Paidós, 1989, 33. 19 Kandinsky, “Sobre la cuestión de la forma”, en El jinete azul, 133. 20 Kandinsky, De lo espiritual, 21. 21 Kandinsky, “Sobre la cuestión de la forma”, 158. 22 Hajo Düchting, Wassily Kandinsky, 1866-1944. Una revolución pictórica, Barcelona: Taschen, 1993, 10- 11. 23 De lo espiritual en el arte, sin embargo, describía a la burguesía condescendientemente, como un elemento inmóvil, satisfecho y limitado en todos los sentidos, como una inofensiva vaca; en contraste, situaba a Marx y a Lasalle como inspiradores del “materialismo” que consideraba pernicioso. Kandinsky, De lo espiritual, 75, 34. 24 Kandinsky, De lo espiritual, 21-22. un obstáculo a las posibilidades de futuro. En un futuro liberado del “materialismo”, los sentimientos más “toscos”, como el miedo, la alegría o la tristeza serían poco atractivos para el artista; por el contrario, este exploraría otros más sutiles incluso aún sin nombre 25. Kandinsky formula una narrativa de progreso histórico guiado por una élite espiritual que lucha contra los efectos culturales del “materialismo”. La “evolución” sería un movimiento hacia adelante y arriba que derriba las barreras a la libertad: las formas, que surgen como medios de expresión, se convierten en obstáculos por ser derribados a su vez por nuevas formas 26. Los elementos no modernos podían asistir en la búsqueda de la libertad espiritual, como de hecho los artistas lo hacían al volver su vista hacia los “primitivos” 27. El expresionismo, efectivamente, no solo recuperó temas del folclor de las periferias, sino también las tradiciones premodernas de los países metropolitanos. El mismo Kandinsky se inspiró en vitrales bávaros, en sus cuadros pintó iglesias, personajes míticos y no europeos, naturaleza, multitud de caballos; pero afirmaba que las formas de los “primitivos” eran tan diametralmente diferentes al nuevo arte como lo eran las almas de aquellos de las de los modernos 28. Las formas antiguas y no-modernas eran, pues, recursos para que la necesidad interior se expresara en sus nuevas circunstancias. Solo mediante la actividad creativa se podría escapar de la cárcel de las formas, y esto vale tanto para el artista como para el espectador, pues ambos “dialogan en el lenguaje del alma”. Cuando predomina el materialismo se anula el vínculo entre el arte y el alma, pues lo que predomina es la forma más que su contenido interior. El materialismo subordina el alma a los productos de su actividad pretérita, pero lo propio del arte es enriquecer al alma, por lo cual esta actividad tendría según Kandinsky una función socialmente emancipadora 29. El expresionismo de Kandinsky sigue la ruta de un racionalismo que a la larga desemboca en razón instrumental. Otros expresionistas, empero, tomaron rumbos hacia lo telúrico; por esa ruta algunos incluso llegaron al fascismo. Pero también por esta ruta, como veremos más adelante, apareció la propuesta de Ernst Bloch, que reivindicaba críticamente los elementos tradicionales, irracionales e incluso atávicos que tan a menudo fueron el centro del expresionismo. De modo similar, y aunque bastante lejos del ethos expresionista, las obras tempranas de Lukács encauzaron estas problemáticas en una dirección que originalmente convergió con la de Bloch. Forma y totalidad: el joven Lukács En las obras lukacsianas anteriores a Historia y conciencia de clase encontramos los temas y preguntas sobre la condición humana, la ética y la sociedad que motivaron la reformulación de su punto de vista filosófico a partir de la Revolución bolchevique y de su lectura de Marx a fines de la década de 1910, y que derivaron en particular hacia su concepto de cosificación propiamente marxista (Verdinglichung). Al igual que en la obra de Simmel, en sus dos primeros libros predomina el ensayo, una forma que consideraba 25 Kandinsky, De lo espiritual, 22. 26 Kandinsky, “Sobre la cuestión de la forma”, 133. 27 Kandinsky, De lo espiritual, 36-37. 28 Kandinsky, De lo espiritual, 37, 22. 29 Kandinsky, De lo espiritual, 101-104. que no pertenece propiamente ni a la filosofía ni a la ciencia 30. La propuesta filosófica de Lukács estaba vinculada directamente con lo literario y lo artístico pues era en estos últimos campos donde, como indica Méndez Orgaz, encontraba una mayor autonomía que en la filosofía tal y como para entonces era mayoritariamente practicada en las universidades 31. Como Kandinsky, las preocupaciones estéticas del joven Lukács estaban enfiladas hacia la reflexión de problemas éticos y políticos. Löwy ha indicado que ya en su primer libro, Historia del desarrollo del drama moderno (terminado en 1909, publicado en 1911), Lukács parte del concepto simmeliano de cosificación (Versachlichung) para criticar “la tendencia a la despersonalización y a la reducción de lo cualitativo a lo cuantitativo”, así como la racionalización y el individualismo. La tesis central del libro era, de hecho, que el conflicto entre la realización del sujeto y la realidad objetiva cosificada era el fundamento sociocultural del drama literario moderno 32. También El alma y las formas (1910) planteaba una oposición entre vida real y vida empírica, donde, como apunta Löwy, la tragedia radicaba en la imposibilidad de realizar la vida auténtica en la vida social concreta 33. De esta oposición llegó a un rigorismo ético afín a la autonomía ética kantiana y, consecuentemente, sus posiciones políticas fueron críticas de todas las instituciones imperantes. Para esas fechas, según un compañero de Lukács en el círculo de Max Weber, el húngaro era “totalmente opuesto a la burguesía, al liberalismo, al estado constitucional, al parlamentarismo, al socialismo revisionista, a las Luces, al relativismo y al individualismo” 34. Este talante de Lukács se muestra en El alma y las formas por la elección de los autores que ahí discute; como señala Löwy, pertenecen todos ellos a la tradición romántica anticapitalista 35. Con todo, en este libro sigue las líneas básicas del concepto simmeliano de forma, enfatizando el carácter creador del alma y las limitaciones que le imponen las formas: puesto que lo exterior es concebido como un obstáculo para el alma, los productos de ésta, sus objetivaciones en el mundo, son expresión del sujeto a la vez que su alienación. La forma tiene un sentido propio, un sentido ético independiente. Más aún, “es el juez supremo de la vida. El poder dar forma es una fuerza juzgadora, algo ético, y en toda configuración está contenido un juicio de valor” 36. Basándose en Weber y no en Marx, Lukács caracterizaba al núcleo ético de la configuración burguesa de la vida como negación de todo lo bello y y deseable para los instintos vitales; en esa medida sería el extremo opuesto a l'art pour l'art 37. Y, sin embargo, El alma y las formas no desarrolla históricamente el problema de las formas en su relación con las diferentes configuraciones de vida; a estas las trata 30 György Lukács, “Sobre la esencia y forma del ensayo. Carta a Leo Popper”, en El alma y las formas. Ensayos. Valencia: PUV, 2013, 39-62. 31 Abraham Méndez Orgaz, Alma, sentido y mundo. Filosofía y literatura en el joven Lukács (1902-1918). Memoria para optar al grado de doctor en Filosofía, Universidad Complutense de Madrid, 2017, 238. Agradezco esta referencia a Sebastián Sánchez Retana. 32 Michael Löwy, Para una sociología de los intelectuales revolucionarios. (La evolución política de Lukács, 1909-1929). México: Siglo XXI, 1978, 103-104. 33 Löwy, Para una sociología, 106. 34 Löwy, Para una sociología, 100. 35 Löwy, Para una sociología, 105. 36 Lukács, El alma y las formas, 268. 37 Lukács, El alma y las formas, 113-116. como meros tipos ideales intemporales e inespaciales. La alienación sería inherente a toda vida existente y posible. Pero la aspiración de Lukács en El alma y las formas por remediar la alienación recurriendo a la interioridad y la estetización de la cultura – tan similar a la propuesta de Kandinsky – pasa posteriormente a centrarse en las formas exteriorizadas, pues reconocía la importancia colectiva de la cultura más allá de las posibilidades individuales, las cuales a la larga solían llevar al elitismo. Por ello buscó una salida a las antinomias reafirmadas por su enfoque trágico; como indica Villegas, “Lukács buscaría apoyarse, a partir de 1912, en una superación epistemológica del solipsismo subjetivizante, estetizante y ahistórico que había permeado a sus ensayos de 1911” 38. De allí que en Teoría de la novela (1916) Lukács recurre a Hegel, introduciendo la historia como elemento central de su interpretación de la cultura, a la vez que adopta un estilo más sistemático. Originalmente concebida por Lukács como la primera parte de un libro sobre Dostoyevsky, que pasaría de la problemática estético-literaria a la ético- política 39, su análisis sigue la oposición entre lo comunitario (no- o pre-moderno) y lo asociativo (moderno), formulando tipos ideales de varias formas literarias para diferentes momentos históricos. Lo no-moderno aparece allí fundamentalmente en la epopeya griega, cuyo desarrollo supone una sociedad homogénea, en la que ningún individuo se convierte en una entidad aislada del resto de la comunidad, y por tanto todos participan del mismo limitado círculo espiritual 40. De allí que la comunidad se podía comprender en términos de totalidad social – en términos de parentesco, religión, etc. Según Lukács la novela, en cambio, sería la forma literaria propia de sociedades cuya única totalidad está en la abstracción – ante todo la monetaria, como planteaba Simmel. Así, “la novela es la epopeya de una época en que la totalidad extensiva de la vida ya no está directamente determinada, en que la inmanencia del sentido a la vida se ha vuelto un problema, pero que aún busca la totalidad” 41. Mientras que la epopeya es creada sobre la base de una totalidad cultural ya dada, pues desde el inicio su fuente de sentido sería esa estructura de mundo trascendente, la novela tiene que descubrirla y construirla antes de mostrarla 42. La complejidad de las sociedades modernas desemboca en un mundo de individualidades en el que existe una gran libertad para producir formas, pero éstas no logran interpelar a los demás sujetos en sociedad. En este sentido indica Lukács que “la autonomía de la vida interior es posible y necesaria sólo cuando las distinciones entre los hombres han creado un abismo insalvable; cuando los dioses se han vuelto silenciosos y ni los sacrificios ni el exultante talento del habla pueden resolver el enigma; cuando el mundo de los hechos se separa del hombre y como resultado de esa independencia se vuelve vacío e incapaz de absorber el verdadero significado de los hechos en sí mismos, incapaz de convertirse en símbolo a través de los hechos y de fundir a éstos a su vez en símbolos; cuando la interioridad y la aventura se divorcian para siempre” 43. En Teoría de la novela el núcleo de la crítica cultural es, pues, el extrañamiento 38 Gil Villegas, Los profetas y el mesías, 200. 39 Löwy, Para una sociología, 124. 40 Lukács, Gyorgy. Teoría de la novela: un ensayo histórico-filosófico sobre las formas de la gran literatura épica. Buenos Aires: Ediciones Godot Argentina, 2010, 23-25. 41 Lukács, Teoría de la novela, 49. 42 Lukács, Teoría de la novela, 53-54. 43 Lukács, Teoría de la novela, 61. de los individuos en las sociedades modernas. La experiencia de la totalidad es allí – al igual que lo será en Historia y conciencia de clase – un problema existencial a la vez que cognitivo. La tragedia fundamental ya no es la objetivación, sino la fractura respecto a la comunidad. La forma asociativa sería la que específicamente genera el predominio de la abstracción y de la fragmentación de todos los demás criterios de amalgamación social. Por ello, a diferencia de lo planteado por el expresionismo, el subjetivismo no aparece en Teoría de la novela como un valor, sino como fatalidad de la época moderna. Con todo, la historización en este libro le permite visualizar un más allá de la modernidad, una opción inexistente desde el enfoque de sus anteriores libros. Contra sus anteriores posiciones y las de su maestro Simmel, las cuales, apostaban por un individualismo estetizante, en su libro de 1914-15 la alternativa a las consecuencias alienantes de la modernidad era una nueva forma de comunidad. Resulta sumamente interesante que Lukács encuentra sugerida esa posibilidad por la narrativa de dos autores rusos decimonónicos: Tolstoy y Dostoyevsky. Así, aunque Rusia se encontraba en los márgenes del desarrollo capitalista mundial (o quizás debido a ello), Lukács encontraba en las obras de estos escritores la posibilidad de superar el individualismo de la civilización europea occidental 44. Para entonces, el filósofo húngaro era además un admirador del rigorismo ético que encontraba entre los opositores al Zar: de ello es ejemplo su tortuoso matrimonio entre 1914 y 1917 con la terrorista rusa Ljena Grabenko, a quien Lukács admiraba entre otras cosas como representante del alma rusa, pero que aparentemente no lo correspondía amorosamente 45. Para Lukács, Tolstoy anuncia esa posibilidad de retomar una civilización basada en principios éticos comunitarios, pero es Dostoyevsky quien propiamente muestra esa posibilidad de un modo concreto. Como indica Vedda, “el carácter polifónico de las obras de Dosteievski es un indicio de que, en ellas, ya se vislumbra una posible superación del solipsismo y la incomunicación del universo burgués; […] la épica del escritor ruso postula un universo en el que cada ser humano es necesario para el carácter del otro; más aún: ciertas cualidades de un personaje solo emergen a partir del contacto con otro personaje determinado” 46. El rescate de la subjetividad alienada y cosificada, sin embargo, no respondería a un principio inmanente de la modernidad europea occidental. Le vendría de afuera, de las condiciones culturales comunitarias gestadas en la periferia, de Rusia. Lukács describe una trayectoria lineal desde la épica griega hasta la novela moderna, pasando por formas de transición como la Divina Commedia. La Teoría de la novela sigue una metáfora evolucionista al plantear que la novela es la forma literaria de la madurez humana. En su desarrollo, empero, como la propia modernidad, la novela incorpora formas anteriores; es inherentemente heterogénea, y del mismo modo, la expansión de la modernidad europea parece ser la que – desde su periferia -- le muestra la vía para salir de la crisis. La problemática del expresionismo podía así llevar a la reivindicación de la comunidad frente a la forma asociativa, como plantearon, cada una con sus matices, la Teoría de la novela y El espíritu de la utopía de Bloch. Este último libro presenta una propuesta más consistente que el anterior, haciendo un uso de Marx para tratar los 44 Löwy, Para una sociología, 120-121. 45 Méndez Orgaz, Alma, sentido y mundo, 225-226 46 Miguel Vedda, La sugestión de lo concreto. Estudios sobre teoría literaria marxista. Buenos Aires: Gorla, 2006, 111-112. problemas observados por el expresionismo y las filosofías de la vida. Pero el viraje hacia la individualidad como remedio a la crisis de la subjetividad moderna también podía seguir distintos caminos: podía desembocar en el elitismo y el solipsismo, como se desprendía de El alma y las formas. O podía hacerlo hacia opciones con una incidencia efectiva sobre la sociedad, como en el caso del funcionalismo al que tendió la obra del propio Kandinsky. Excursus: forma y utopía en Amarillo, rojo, azul (1925) La obra de Kandinsky, como hemos indicado, ilustra una de las derivaciones del expresionismo: la que busca llevar al sujeto a adecuar el mundo a sus necesidades por medio de la razón instrumental. En esa dirección se desarrolló la obra del pintor ruso desde fines de la década de 1910, al igual que sucedió con la propia escuela de la Bauhaus con la que tan decisivamente contribuyó. Amarillo-rojo-azul, elaborado en 1925, es considerado por algunos como la obra más representativa de Kandinsky en su período de la Bauhaus en Weimar 47. Allí desarrolla algunos de los temas y formas que venía estudiando desde sus años expresionistas en Der blaue Reiter, aunque ya totalmente desligado de la representación de lo real por la figuración. La independencia mutua entre color y figura consuma la ruptura con cualquier vestigio de realismo, manifestando la pérdida de la ilusión de la naturalidad del lenguaje en la cultura de principios del siglo XX 48. El período en el que Kandinsky pinta Amarillo-rojo-azul se caracteriza por el predominio de las formas geométricas simples en los primeros planos, muestra de la orientación constructivista que este pintor había asumido desde finales de la década anterior. Las investigaciones de Kandinsky sobre la forma y el color presentadas en De lo espiritual en el arte fueron desarrolladas con gran libertad en este período. Era la puesta en práctica de ideas estructuradas conceptualmente, pero que requerían de la genialidad del artista para escapar del reduccionismo de estos mismos esquemas conceptuales. Kandinsky no sólo produjo universos pictóricos, sino que aportó numerosas claves para interpretarlos. Esta pintura no muestra estrictamente la teoría del propio Kandinsky sobre las correspondencias entre color y forma: aunque el azul tiene ante todo formas circulares, y el rojo principalmente cuadradas, en la parte en la que predomina el amarillo no hay ni un solo triángulo significativo. De esta forma, nos hallamos ante una variación de los elementos pictóricos en su estado más puro, acaso del mismo modo como en el mundo empírico no nos encontramos nunca con los elementos constitutivos de lo real en su estado más puro. Amarillo-rojo-azul nos presenta un mundo complejo de formas y colores; el plano de esta pintura nos remite a un mundo más allá de lo puramente mental y subjetivo, a un orden objetivo que, sin embargo, percibimos mediatizado por la 47 Becks-Malorny, op. cit., pág. 145. 48 En ello fue más allá que los cubistas, quienes representaban el mundo mediante la reducción de las percepciones visuales a las formas geométricas básicas. El cubismo supone una metafísica en la cual la irregularidad y la diversidad son reductibles, more geometrico, a formas más simples que contienen esencialmente a las representaciones empíricas. El del cubismo es un mundo matematizado, y por tanto homogéneo: es una realidad marcada por la racionalidad formal. Apollinaire expone esta instrumentalización del espacio pictórico en términos –valga plenamente la expresión– tajantes: "Picasso estudia un objeto como un cirujano diseca un cadáver". Apollinaire, en De Micheli, Mario. Las vanguardias artísticas del siglo XX. Madrid: Alianza, 1996. Pág. 360. expresividad formal y cromática plasmada por el autor 49. El fondo de la pintura, más bien difuso y en tonos por lo general suaves, da la impresión de que los elementos básicos de la pintura flotan sobre él; con ello se nos da la imagen de un mundo no material, tal vez incluso onírico. No existen grandes tensiones formales ni cromáticas en el trasfondo del cuadro, pues los colores en él no son antitéticos, con lo cual se nos insinúa cierta armonía tras las contradicciones entre los objetos de la superficie. El contraste más pronunciado en el cuadro está en la contigüidad de las superficies cuadradas rojas con el gran círculo azul (¿representando una tensión entre lo humano y lo celeste?), aunque ambas se traslapan, desplegando así una variedad de tonos intermedios. La otra tensión importante es entre las formas geométricas lineales que dominan el lado izquierdo, correspondiente al amarillo, y las formas más libres de los objetos del lado derecho, entre las cuales podemos observar tres figuras que nos recuerdan a las figuras biomorfas que pintaría Kandinsky posteriormente en su período parisino. Dos de estas figuras emergen del gran círculo azul, mientras que la otra, más grande pero más translúcida, opaca parcialmente el centro de los cuadrados rojos. Conviven en esta pintura formas lineales y simples con formas más complejas, incluso casi orgánicas. Los tableros multicolores de cuadrados se encuentran entre los objetos más sólidos del cuadro, junto con algunas líneas y círculos en tonos principalmente oscuros. Estos tableros le dan cierta apariencia de profundidad a la pintura, al parecer que se encuentran acostados hacia el fondo del cuadro; muestran un orden tridimensional subordinado dentro de un espacio carente de perspectiva. En Amarillo-rojo-azul no hay objetos figurativos, pero los objetos son discernibles, no son ambiguos: se traslapan, pero sus contornos no se pierden, con lo cual se nos muestra que, pese a todo, lo que existen en este cuadro son partes discretas. Sólo importan las partes aisladas, todo lo demás es secundario, es sonido accesorio, había expresado años antes Kandinsky. Sin embargo, una buena composición pictórica es para él aquella en la cual se da una subordinación funcional 50: las partes deben ajustarse a la totalidad, sometérsele. Es esta otra de las contradicciones fundamentales de la estética y la concepción kandinskiana del espacio, contradicción que en realidad pasó a ser característica básica del espacio neocapitalista. En el caso de Kandinsky predomina el criterio de la totalidad, sin desaparecer, empero, el anhelo de resaltar la individualidad de las partes. Cada parte tiene un significado propio según su color y forma, pero sólo adquiere sentido a través del conjunto del cuadro 51. Podemos encontrar un sentido general en la totalidad de este cuadro; la ubicación de las partes individuales no es azarosa. Los elementos fundamentales de la pintura, forma y color, tienen independencia entre sí, no deben ajustarse a ningún orden externo a 49 Decimos un mundo, ya que el plano en posición horizontal connota en la tradición pictórica la naturaleza: en este formato se representaban clásicamente paisajes, mientras que la posición vertical era utilizada principalmente para los retratos. Cfr. Kandinsky, V. Punto y línea sobre el plano. Contribución al análisis de los elementos pictóricos. Bogotá: Labor, 1994. Pág. 139. 50 Ibid., 35. 51 Hemos señalado numerosas contradicciones en la obra, tanto conceptual como pictórica, de Kandinsky. Ciertamente, este artista había asumido la contradicción como característica esencial de la modernidad, aunque tal vez no se percatara suficientemente de las que afloraban en sus propias reflexiones y trabajo artístico. Estas antinomias no resueltas no responden a meras limitaciones subjetivas de los artistas de vanguardia de la época, sino a contradicciones sociales no resueltas. la composición, pero debían disponerse de acuerdo con las necesidades expresivas de todo el cuadro. En éste ningún elemento ha de ser fortuito: la de Kandinsky es una pintura racionalizada (en el sentido de Weber), del mismo modo que la arquitectura funcionalista, puesto que en ambos casos se trata de maximizar los recursos espaciales 52. Si un círculo y un triángulo pueden expresar una emoción con tanta fuerza como el contacto entre el dedo humano y el divino en la Capilla Sixtina, entonces la figuración humana resulta sobrante. Se ha de conservar lo más importante de la codificación, prescindiendo de todo lo demás. Corolario inevitable: el lenguaje pictórico debe ser reducido a sus elementos más simples, y estos elementos se supeditan a las necesidades del conjunto, del mismo modo como la arquitectura moderna se supedita a la planificación urbana. Así como las propuestas arquitectónicas de la Bauhaus y del constructivismo soviético buscaron producir un espacio en el cual el ornamento desapareciera ante la funcionalidad, del mismo modo Kandinsky –partícipe de gran importancia en ambas escuelas– prescindió no sólo de los objetos empíricos, considerándolos por sí mismos superfluos, sino de cualquier forma abstracta innecesaria. Al abandonar la pretensión de reproducir la realidad empírica, la funcionalidad de los elementos es el criterio primordial en la elección de éstos. Amarillo-rojo-azul presenta los colores y formas básicos para la constitución de cualquier pintura: en estos tres colores se sintetiza todo el espectro cromático. Las formas más básicas –triángulo, cuadrado y círculo–, a partir de las cuales se forman todas las demás figuras, son también los elementos predominantes en el cuadro. De tal modo, esta pintura contiene en potencia a todas las formas y colores posibles. Los contrastes y contradicciones aparecen atenuados, de modo que, a pesar de que no desaparecen del todo, las tonalidades y formas intermedias presentan en el conjunto del cuadro una sensación de transición a través de los matices entre uno y otro. Curiosamente, en este cuadro casi no aparece el verde, ese color de quietud que caracterizaba según Kandinsky a la burguesía. El contraste primordial está entre el chillón amarillo y sus formas rígidas frente a las formas más cálidas del azul, mientras que sobre el rojo se encuentran elementos de ambos vecinos. Siguiendo los criterios hermenéuticos aportados por el propio Kandinsky, podemos ver en este cuadro la tensión entre una vida urbana e industrial rígida, un orden objetivo racionalizado, y una vida del espíritu libre, que por su ubicación en el cuadro tiende hacia el progreso. El azul, color de la trascendencia, ha de ser el color de la utopía, una utopía que ha de ser anunciada por la élite del espíritu, la vanguardia artística que sabe interpretar intuitivamente el rumbo de las sociedades de su tiempo. El rojo, color de lo humano, se encuentra entre ambos extremos, entre las limitaciones del mundo moderno y las promesas de libertad para el espíritu. Las formas lineales y las curvas regulares caracterizan ese orden social más racionalizado, mas la misma imaginación del espíritu se encuentra flotando en un fondo de tonalidades amarillentas. El sector izquierdo presenta algunos contornos en tonos de azul claro, aunque sin llegar a constituir una figura bien diferenciada; al orden racionalizado le corresponde una utopía más bien difusa y periférica, mientras que el lado superior derecho se encuentra de lleno en un trasfondo amarillo, aunque no tan chillón 52 “El buen dibujo es aquel que no puede alterarse en absoluto sin que se destruya su vida interior”. Kandinsky, De lo espiritual, 101. como en el lado derecho. La racionalización representada por el amarillo sostiene a las formas más libres; ¿será, pues, que para Kandinsky la organización racional, la ciencia y la técnica son el trasfondo de la libertad? La respuesta ante esta pregunta ha de ser afirmativa, tomando en cuenta las promesas que la tecnología le hacía a la intelectualidad de entonces, promesas que aún no se veían defraudadas por los más perversos desarrollos de la racionalidad instrumental. Al incorporar en el cuadro la dimensión temporal, observándolo de izquierda a derecha (según recomendaba Kandinsky), puede formarse el espectador la idea de un proceso. Más que eso, es posible ver allí una dialéctica de figuras y colores en la cual necesidad y libertad coexisten en distintas medidas en sucesivos momentos. Amarillo- rojo-azul es un mundo articulado en torno a la oposición, y esa oposición se resuelve parcialmente al incorporarse las figuras biomorfas en ese trasfondo de tono amarillo oscuro. De este modo, hay en Amarillo-rojo-azul un mensaje utópico en cuanto al contenido: la trascendencia del espíritu más allá de las limitaciones del mundo inmediato, aparente. Formalmente, sin embargo, nos topamos con un sistema de signos reducidos a su mínima expresión, funcionalizados con arreglo a la totalidad del cuadro. La obra de arte expresa también a su modo la cosificación, como planteaba Adorno, y sin duda este cuadro manifiesta este tipo de alienación; la funcionalización de los objetos en el espacio (y, por tanto, la funcionalización del espacio) les impone un patrón único, patrón que violenta la misma posibilidad de la parte aislada que añoraba Kandinsky. Incluso los más altos vuelos del espíritu deben, pues, someterse a las leyes impersonales de la formalización matemática. Al fin y al cabo, la vida moderna implica la abstracción – como afirmaba Simmel, la abstracción es lo que totaliza a las formas sociales asociativas – y este artista fue uno de los primeros en desnudar el carácter matemático de la forma pictórica como expresión última de la racionalidad moderna en la pintura de sus días. Vemos así cómo Amarillo-rojo-azul refleja la suerte del espacio concebido por Kandinsky y demás vanguardistas, en pintura tanto como en arquitectura. Al caer los antiguos referentes culturales (y con ellos el espacio absoluto) e imponerse el imperialismo y sus procesos de industrialización, las vanguardias buscaron salidas para las contradicciones de sus formaciones sociales. Sus propuestas, empero, contribuyeron a la consolidación del espacio contradictorio, domesticado y funcionalizado de la modernidad. La eliminación de los ornamentos historicistas era una propuesta para desideologizar el espacio social respecto a la cultura burguesa decimonónica. Con la funcionalización del espacio, sin embargo, se impuso una hegemonía que a la larga revitalizaría la dinámica de un orden social no menos opresivo que el anterior: el neocapitalismo de la posguerra. Atinadamente, Adorno se ha referido al destino de las vanguardias artísticas del siglo XX: "Los movimientos artísticos de 1910 se adentraron audazmente por el mar de lo que nunca se había sospechado, pero este mar no les proporcionó la prometida felicidad a su aventura. El proceso desencadenado entonces acabó por devorar las mismas categorías en cuyo nombre comenzara. Factores cada vez más numerosos fueron arrastrados por el torbellino de los nuevos tabúes, y los artistas sintieron menos alegría por el nuevo reino de libertad que habían conquistado y más deseo de hallar un orden pasajero en el que no podían hallar fundamento suficiente. Y es que la libertad del arte se había conseguido para el individuo, pero entraba en contradicción con la perenne falta de libertad de la totalidad" 53. Las que pretendieron ser corrientes libertarias terminaron cooptadas por un statu quo que se replanteaba a sí mismo tras las dos grandes guerras mundiales. Sus laudables motivaciones, fracasaron, entre otros factores, debido a que no pudieron ir más allá de las representaciones espaciales que las necesidades de las nuevas (pero también asimétricas y represivas) configuraciones sociales de su época iban imponiendo 54. No en balde Gropius y Mies van der Rohe terminaron sus días como los padres de la arquitectura oficial del neocapitalismo, al igual que Le Corbusier, de quien se puede decir que contribuyó como pocos a la tecnocratización de las ciudades del siglo XX. Los movimientos modernos en plástica y arquitectura, que intentaron poner fin al desgarramiento de una vida moderna en la que los referentes objetivos se esfumaban como por arte de la impersonal magia del sistema económico, terminaron adquiriendo el sentido que les impuso la racionalidad predominante. Bloch: la alternativa de un marxismo expresionista 53 Adorno, Theodor. Teoría estética. Barcelona: Orbis, 1983. Pág. 9. 54 Tafuri parece tener en mente a estos movimientos al plantear su criterio sobre las posibilidades políticas de la arquitectura: "así como no es posible fundar una Economía Política de clase, sino sólo una crítica de clase de la Economía Política, así tampoco no se puede anticipar una arquitectura de clase (una arquitectura para una sociedad liberada), sino que sólo es posible introducir una crítica de clase a la arquitectura". Tafuri, Manfredo. Nota a la segunda edición italiana de Teorías e historia de la arquitectura. Madrid: Celeste, 1997. Pág. 21.