Ciencia social en Costa Rica 97 DE UN OFICIO ANTIGUO Y SIN SENTIDO Iván Molina l 7 de agosto de 1992, la Academia de Geografía e Historia efectuó una ceremonia pública, en el Museo de Arte Costarricense, para otorgarme el premio “Cleto González Víquez”, correspondiente al año 1991. Mi esposa, excelente fotógrafa e historiadora sagaz, disparó su cámara varias veces, en los instantes cumbres del evento. Días des- pués, bajo el cielo azul de una calurosa tarde de verano en un diminuto pueblo de Estados Unidos, tuve ocasión de ver las fotos; en una, que me hizo evocar otra época, aparezco estre- chando efusivamente la mano del profesor Carlos Meléndez Chaverri. * La razón por la cual elegí la carrera de historia es un poco compleja y tiene que ver con la desorientación vocacio- nal, Tristán Tzara y la poesía automática. El asunto es dema- siado extraño para ser convincente, de modo que lo omito. ¿Para qué contar algo que nadie va a creer? Me conformo con señalar que ingresé a la Universidad de Costa Rica en 1978 y, después de aprobar los Estudios Generales y una serie de asignaturas de sociología y economía, en 1979 me convertí en alumno de la Escuela de Historia y Geografía; quince años más tarde, pienso que fue una suerte estar allí en ese tiempo. Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 98 El espíritu con el que ingresé a la carrera –forzoso es que lo confiese– era limitado y quizá mercenario: a mis 17 años, mi proyecto de vida era convertirme en un discreto profesor de colegio de una materia fácil de aprender y enseñar, en tanto triunfaba como escritor. El atractivo de este plan, visto desde la década de 1990, quizá sea difícil de entender, pero en 1978, antes que la crisis económica empobreciera al ma- gisterio, el salario docente era, por decir lo menos, aceptable. La docencia en secundaria daba para vivir: entre mis profe- sores de colegio, no era raro el que tenía casa propia y auto. La experiencia familiar evidentemente pesó en mis pla- nes, ya que la enseñanza fue la profesión elegida por tres de mis cinco hermanos mayores; sin embargo, mi vocación docente no era muy fuerte: todavía hoy, impartir clases es una actividad que difícilmente me deleita. La importancia de un título profesional era para mí doble: asegurarme la subsis- tencia, dado que la literatura (y en especial la poesía) casi nunca es una ocupación lucrativa; y evitarme el destino de ciertos escritores muy laureados, pero sin un ingreso fijo, cuya economía familiar dependía del favor de los políticos de turno. La concepción que tenía de la historia tampoco era muy actualizada. El lastre del colegio, tras un año en la Universi- dad, seguía conmigo: el contenido lo asociaba con fechas, eventos y personajes, y el método con la memorización en bruto. La única teoría que conocía era el esquema de Stalin de las cinco etapas (comunidad primitiva, esclavismo, feuda- lismo, capitalismo y socialismo), el cual aprendí en un curso de sociología. Preocupado, en el verano de 1979 y para mi cumpleaños, mi hermano me obsequió La historia como ciencia, de Ciro Cardoso, pero absorto en la lectura de los lances amorosos del Tom Jones de Fielding, dejé el regalo en el olvido. Los cursos de carrera que llevé en 1979 me transporta- ron a otra historia, a veces muy lejana de la que yo conocía; con todo, la verdadera sorpresa provino de mis compañeros. Ciencia social en Costa Rica 99 La atmósfera que prevalecía en el cuerpo estudiantil era, sin duda, desafiante: en el aire flotaba un cierto mesianismo, estimulado por la lectura de los escritos de Marc Bloch y Lucian Febvre, en especial de la Introducción y los Comba- tes; un trasfondo ideológico que iba de progresista a radical; y el convencimiento de que el oficio del historiador comportaba una práctica científica y un compromiso social y político. El carácter mesiánico se vinculaba a la actualización que experimentaba la carrera desde una década atrás. La difusión de un enfoque nuevo de la historia, iniciada por Luis Fernando Sibaja, Carlos Araya Pochet y Paulino González, se fortale- ció con el aporte de un selecto grupo de profesionales ex- tranjeros: Ciro Cardoso, Héctor Pérez, Carolyn Hall, Germán Tjarks y Lowell Gudmundson. El proceso de cambio, que contó con el apoyo de profesores como Rafael Obregón Loría, María Molina de Lines y Hilda Chen Apuy, se conso- lidó a fines de la década de 1970, con el regreso de casi una decena de becarios, doctorados en universidades de Estados Unidos y Europa. El relevo del personal se aunó con un importante des- pliegue institucional: entre 1978 y 1979, se abrió la Maestría en Historia y cristalizó el viejo sueño de Carlos Monge Alfaro de fundar un Centro de Investigaciones Históricas. El proceso de actualización, sin embargo, no careció de conflic- tos, en particular de tipo ideológico: en la Escuela de Histo- ria y Geografía, todavía era fuerte un sector de profesores devoto de la fecha y el evento, para los cuales el par de palabras teoría y métodos era amenazante, altamente sospe- choso y se asociaba sin tardanza con el marxismo. La vinculación, aunque tenía cierta base, era en esencia prejuiciosa. El interés por los aspectos teóricos y metodoló- gicos prevalecía entre los graduados en Europa y especial- mente en Francia, no entre los que se doctoraron en Estados Unidos, cuya historiografía destaca aún por su provincianis- mo y pobreza conceptual. ¿Se enseñaba marxismo en los cursos de métodos y teoría? El estudiante que fui rara vez Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 100 leyó a Marx o a Lenin en las únicas tres asignaturas de metodología del bachillerato en historia, pero sí leí, entre otros, a historiadores marxistas o influidos por tal corriente. El epíteto de marxista era fácil de colocar sobre los cursos de métodos y teoría por una razón obvia: aunque la actualización de la historia en el siglo XX implicó otros énfasis temáticos, su trasfondo fue un profundo cambio en el utillaje teórico y metodológico. El marxismo, con su visión de síntesis y su rica urdimbre de nociones y problemas, contribuyó decisivamente en tal campo, ya fuera en directo o por vía de las otras ciencias sociales. Pero lo típico en las asignaturas de metodología era, en vez de un énfasis en la economía política, un contenido ecléctico: se veía un poco de todo, de la demografía histórica a las mentalidades colec- tivas, con los conceptos de estructura y coyuntura como ejes organizadores de la discusión en clase. La influencia básica, de origen francés y no alemán, provenía de la Escuela de los Annales: en la bibliografía de los cursos, figuraban las obras de Labrousse, Braudel, Chaunu, Mauro, Duby, Le Goff y Vilar; casi como excepción, se leía a algún autor estadounidense, y de los historiadores británi- cos, los más conocidos eran Hobsbawm, Rudé, Dobb, Hilton y Hill, una lista a la que se agregó el sociólogo Perry Ander- son. El debate teórico, en el que se privilegiaba el concepto braudeliano de larga duración, se unía –en lo metodológico– con una evaluación de las ventajas y limitaciones de la cuantificación en historia. El interés por la estadística, que caracterizó a la investi- gación histórica en Europa y Estados Unidos después de 1950, fue cultivado por Cardoso y Pérez y, a partir de 1974, sus discípulos empezaron a defender tesis de tema económi- co (tabaco, cacao, comercio exterior) o demográfico (evolu- ción de bautizos, óbitos y matrimonios en una parroquia específica). La cuantificación utilizada en tales trabajos era artesanal y descriptiva, al servicio de un análisis cuyo utillaje teórico, en vez de proceder de El Capital, provenía de la Ciencia social en Costa Rica 101 teoría económica positiva, con su énfasis en los factores de producción y el mercado. La asociación de teoría y métodos con el marxismo tampoco era avalada desde otras perspectivas: a Hobsbawm y a Rudé, a Vilar y a Anderson, se les leía en asignaturas dictadas por docentes vinculados a Liberación Nacional o a la futura Unidad Social Cristiana; el trasfondo teórico y metodológico de la bibliografía obligatoria se discutía en cursos cuyo énfasis era temático; y de los pocos profesores de la Escuela de Historia y Geografía afiliados con una u otra organización de izquierda, los más comprometidos política- mente eran los menos preocupados por la metodología. La década de 1980, convulsa y tenebrosa, fue un contex- to propicio para que el proceso de actualización de la carrera de historia se ideologizara cada vez más; pero, visto después de quince años, lo que queda claro es que el fantasma del marxismo fue invocado para disfrazar, aparte de eventuales disputas personales, un profundo temor a la modernización de la disciplina. La profesora que (según Paulino González) en 1972 o 1973 aseveraba, al salir de una conferencia impar- tida por Cardoso, que la única coyuntura que conocía era la de sus piernas, quizá en 1979 descubría, con pesar y desvelo, cuán difícil le sería cumplir con las nuevas exigencias técni- cas, teóricas y metodológicas de la historia. El contraste entre la edad promedio de los partidarios y opositores de los cursos de teoría y métodos develaría, sin demora, la existencia de un desfase generacional; con todo, el conflicto se precisó una vez que un diverso conjunto de docentes interesados en la investigación planteó que era perentorio actualizar el plan de estudios del bachillerato y la licenciatura en historia. La urgencia se derivaba de que, en una y otra carrera, casi el 90 por ciento de los créditos corres- pondía a asignaturas informativas, en las cuales transmitir el conocimiento ya existente era el único fin de la docencia. El acento en la simple enseñanza de lo ya conocido se vinculaba a un sesgo en los orígenes: desde que se fundó la Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 102 Universidad de Costa Rica en 1940, la función de la historia y la geografía fue producir profesores para satisfacer la ex- pansión de la educación secundaria, no profesionales en un campo y otro. La profesionalización de ambas carreras fue una empresa que se quedó para la década de 1970, pero a diferencia de los geógrafos, entre los cuales el proceso de actualización curricular fue poco conflictivo, entre los histo- riadores fue lento y escabroso. La propuesta de los adalides del cambio consistía en dotar a los estudiantes con una serie de destrezas básicas para la investigación. Lo último suponía enseñar técnicas bibliográficas elementales, la utilización de la estadística descriptiva y el aprendizaje de conceptos y teorías de uso corriente entre sociólogos, economistas y antropólogos. El propósito de todo esto era graduar un profesional que fuera solvente en términos teóricos y metodológicos, capaz de competir con los demás científicos sociales y de explotar otras opciones de trabajo, en entidades públicas y en la empresa privada. * La composición de los estudiantes de historia y estudios sociales, entre 1978 y 1981, se distinguía por su diversidad: a la luz de su origen económico, existía un grupo selecto de personas procedentes de familias urbanas –de San José y provincias– acaudaladas y distinguidas. El contraste con otro sector de mis compañeros, de extracción obrera y rural, era visible con presteza; en los cursos de carrera, conocí una amplia gama de trabajadores: tipógrafos, dependientes, em- pleados de construcción, oficinistas, secretarias, cajeras, choferes, enfermeras, camioneros, taxistas y vendedores de puerta en puerta. La diferenciación económica no fue obstáculo para que el grueso del cuerpo estudiantil –oriundo de capas medias urbanas– adoptara, con fe y entusiasmo, el nuevo enfoque de Ciencia social en Costa Rica 103 la disciplina y se identificara con la actualización curricular. El terreno para esa acogida fue preparado por varias condi- ciones. La principal fue la radicalización de fines de la década de 1960: en 1979, ALCOA NO era un eco distante, pero el espíritu del 24 de abril de 1970 y del Tercer Congreso Universitario persistía en la Facultad de Ciencias Sociales, especialmente entre estudiantes y profesores vinculados a la izquierda. La Escuela de Historia y Geografía no se exceptuó de tal contexto, pero al igual que pocos profesores pertenecían a partidos de izquierda, tampoco los estudiantes afiliados a esas organizaciones eran la mayoría, y otra vez, salvo uno o dos casos, los más activos no eran los de mejores calificacio- nes. El liderazgo en las notas, entre mis compañeros de 1979-1981, correspondía a alumnos de tiempo completo: serios, leían cuanto podían y casi nunca faltaban a clase; partidarios de actualizar la carrera, creían en el compromiso social, aunque toda militancia política efectiva les era ajena. El aporte de los docentes y estudiantes de izquierda fue decisivo en la praxis: con valentía y coraje, criticaron el statu quo, impulsaron el cambio en la Escuela de Historia y Geografía y participaron en diversas protestas en el campus y fuera de él. La pasión que los envolvía siempre vuelve a mí en una imagen colmada de entereza y denuedo: en marzo de 1980, al finalizar la toma del Edificio de Aulas por alumnos de la Facultad de Ciencias Sociales, vi desfilar a varios de mis compañeros, con los puños en alto y coreando consignas solidarias. El desafío de su gesto se dirigía a la prensa, que los filmaba y fotografiaba: desde que se inició la ocupación, en periódicos, noticieros y televisoras, se exigía la interven- ción de la policía para desalojarlos por la fuerza. La radicalización ulterior a 1970, vista a la luz del futu- ro, fue perjudicial para otras ciencias sociales, en las cuales una verdadera agenda para el desarrollo académico fue des- plazada por (o confundida con) estériles disputas ideológi- cas; un destino del cual se salvó la Escuela de Historia y Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 104 Geografía. La efervescencia progresista que predominaba en la Facultad estimuló la actualización de la disciplina históri- ca; pero sin consumirla: en la más atrasada y conservadora de las carreras, la tarea del día era la variación curricular, con el despliegue de la investigación como soporte básico de la docencia. El entusiasmo con que el cuerpo estudiantil de historia y estudios sociales acogió el nuevo enfoque de la disciplina fue estimulado por el esprit ideológico prevaleciente en la Facultad y por el proselitismo y carisma de ciertos alumnos y profesores. El promedio de calificaciones jamás desveló a Guillermo Rosabal, pero él fue el mejor estudiante de la Escuela entre 1979 y 1981: ávido en sus lecturas y lúcido en sus críticas, siempre aventajaba a sus compañeros; defensor ardiente de un estudio del pasado explicativo y comprometi- do, el libro novedoso no era inusual entre sus manos o bajo su brazo. Las figuras más importantes entre los docentes eran Carlos Rosés y Víctor Hugo Acuña. El primero, al impartir Historia moderna, difundió el debate acerca de la transición del feudalismo al capitalismo, las crisis de tipo antiguo y la depresión del siglo XVII; y en su curso de Teoría y métodos de investigación, privilegió el examen de la protesta social, de la pluralidad del tiempo histórico y de las mentalidades colectivas. La claridad y finura de su exposición, a la par de su vasta cultura literaria y artística –visible al discutir la Reforma, el Renacimiento y la Ilustración–, convertían sus clases en un verdadero tour de force. La docencia de Víctor Hugo Acuña, en óptimo contraste con la de Rosés, se distinguía por un derroche de pasión e imaginación, de desasosiego intelectual y de ironía en la crítica; entre mis compañeros, se decía que era imposible asistir a una clase suya sin ver el pasado de distinta forma. La verdad de esa advertencia se vislumbraría en un futuro cerca- no: aunque publicó poco entre 1978 y 1981, él contribuyó decididamente a la investigación histórica a través de sus Ciencia social en Costa Rica 105 cursos de Colonial y Económica y social; en tales asignatu- ras, cultivó ideas cuya cosecha dejó a otros, en flagrante desacato del copyright. El cargado cielo ideológico de 1980 y 1981 provocó que la actualización curricular se transformara en un conflicto entre izquierda y derecha. El esfuerzo de los estudiantes y profesores partidarios del cambio cristalizó, entre 1982 y 1983, en un plan de estudios para la licenciatura con énfasis en la investigación, y en variaciones parciales en el bachille- rato. Lo más que se hizo fue abrir un par de cursos para discutir la teoría económica y del poder, pero un ajuste completo del currículum, por el cual se batalló tanto desde 1978, se debatía aún en 1991, y únicamente se puso en práctica en 1993. * La condición de escritor por descubrir, disfrazado de estudiante en espera de la Fama, tuvo un efecto perverso: ave de paso en la carrera, me mantuve alejado de las actividades de la Escuela, y creo que sólo una vez voté en las elecciones estudiantiles; dado que el círculo de mis amigos se definía por una base geográfica –Alajuela–, mis lazos con mis com- pañeros de cursos fueron, con una excepción, bastante super- ficiales, y jamás fui a una de sus fiestas; y aunque solía obtener elevadas calificaciones en mis asignaturas, entre 1979 y 1980 Clío dormía en su cama y yo en la mía. El principal atractivo que encontré en la carrera fue el espíritu progresista que prevalecía entre los estudiantes; pese a que era un outsider, me identifiqué con el cambio curricu- lar y, aunque en la práctica mi participación fue ínfima, me contaba con las fuerzas de la izquierda contra la derecha. Lo otro que me gustó fue la variada composición social de mis compañeros: dado que en Alajuela la segregación clasista era muy inferior a la de San José, la escala de mis conocidos y amistades, durante mi niñez y adolescencia, iba de los Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 106 vendedores de lotería a los vástagos de profesionales y em- presarios de provincia. El ingreso a la Universidad en 1978, colocó al promis- cuo social en un contexto distinto del que acostumbraba; puesto que tenía un regular promedio de admisión, decidí –junto con mi amigo de siempre– cursar los Estudios Generales en la opción de seminario, y en la mañana. La elección fue acerta- da en tanto el grupo, coordinado por Raúl Torres, estimuló la creatividad y expresión de los estudiantes, pero el grueso de mis compañeros procedía de colegios privados y tenía un elevado esprit de corps. El dinero era, en su perspectiva, la vara de todas las cosas; conservadores en lo político, en su vestuario y lenguaje era visible la admiración por lo made in USA. El aire en historia no era de color fresa y el comporta- miento estudiantil carecía de la plasticidad de lo nice y lo beautiful. Lo cómodo que me sentí aquí se explica porque, a diferencia de otras personas, que se radicalizaron tras ingre- sar a la Universidad, yo entré ya descarriado. El culpable de esto fue mi hermano: con sus 11 años de más, era inevitable que yo tratara de imitarlo en todo; en el cuarto que compar- tíamos en la casa familiar, columnas de libros subían por aquí y por allá, y en las paredes se desplegaban afiches contestatarios. Me fascinaba uno en que se veía una planta- ción de banano, los obreros con sus puños en alto y la policía con garrotes y caras de gorila. La influencia de él fue decisiva en distintos campos: en literatura, me llevó de los comics, a las obras de Verne, Dumas, Salgari, Dickens y Twain, y después a las de Cortá- zar, Vargas Llosa y García Márquez; en cine, fue por su consejo que asistí a films de la nouvelle vague, del neorrea- lismo italiano y de otros célebres directores europeos y esta- dounidenses; y en lo intelectual, con su sentido común y fe en la ciencia y la razón –por algo es filósofo–, evitó que fuera consumido por las tentaciones místicas, ya que durante mi niñez yo era muy religioso, aspiraba a ser cura y casi fui monaguillo. Ciencia social en Costa Rica 107 La protesta estudiantil contra ALCOA fue clave para mi hermano y, por extensión, para mí. El 24 de abril de 1970, en tanto él estaba en San José, a mis 9 años yo veía el curso de los eventos por televisión. Lo visto no era para mí una imagen distante y borrosa: fastidioso y curioso, no perdía ocasión para asomar las orejas entre los amigos de mi com- pañero de cuarto; en tales correrías –strictu sensu, puesto que se me corría–, aprendí más de una cosa, por ejemplo que él tenía novia (dato que me apresuré a pasar a mi madre) y una versión corregida de la “Patriótica Costarricense”, que decía: “Costa Rica es mi patria vendida vergel bello de gringos y yanquis, cuyo suelo de verdes colores el gobierno por siempre entregó”. El grito de ALCOA NO, que estremeció al país en 1970, colocó a los estudiantes en la mira policíaca: en 1971 o 1972, fui testigo de una paliza que la ley propinó a varios líderes estudiantiles, a escasas dos cuadras del Parque Juan Santamaría. La Asociación de Estudiantes Universitarios de Alajuela (AEUA), en cuya directiva figuraba mi hermano, enfrentaba a su vez dificultades crecientes para repartir Universidad, comunicados y otros impresos: varias veces, los encargados de la distribución fueron detenidos y el material confiscado. ¿Cómo vencer la vigilancia de la policía? Las estrategias específicas que aplicó la Asociación las desconozco; pero me consta que, en 1970 o 1971, debuté en la repartición vespertina y nocturna de impresos de la AEUA y de Universidad. La costumbre de leer el semanario la adquirí en esos años, y casi me cuesta cara: al filo de un atardecer, por ir ojeando lo que debía distribuir, casi me tropiezo de frente con un policía bajito y gordito, quien me ordenó que me detuviera; oírlo y echar a correr todo fue uno, con él detrás mío y, después de una corta persecución que Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 108 puso a la ley en peligro de infarto, terminé oculto debajo de un viejo Ford, con los ejemplares del periódico apretados contra mi pecho. La SIP podría considerar premiarme por mi decidida defensa de la libertad de expresión, pero me apresuro a advertir que el móvil de mis andanzas era de origen bastante mundano: la suma variable (el repartidor siempre estaba listo para discutir un aumento) en que vendía mi fuerza de trabajo. La perversión intelectual de un menor, que mi hermano inició con su ejemplo y guía, la completé por mi propia cuenta: en casa, mis padres jamás controlaron lo que sus hijos leían o lo que veían en el cine. Fue una suerte increíble, entre mis 12 y 15 años leí del Decamerón a La mujerzuela respetuosa, y vi de 2001: Odisea del espacio a La dolce vita. El contacto con esas y otras piezas literarias y fílmicas fue un constante descubrimiento de mundos de pasión y ternura, belleza e ironía, desesperación y esperanza, locura y sueños. El mal camino que tomé se consolidó un poco más tarde cuando, estimulado por las canciones de Serrat, transité de la prosa al verso, campo en el cual conocía sólo unos cuantos poemas de Darío, Nervo y Bécquer. La exploración que emprendí por lo que Rafael Alberti llama el “...universo libre y sin fin de la poesía”, abarcó a diversos poetas españo- les, franceses, catalanes y americanos, entre los cuales desta- co a Machado, Hernández, León Felipe, Eluard, Aragon, Espriu, Foix, Whitman y Neruda. La fama de comunista, que tuve de los 14 años en ade- lante, se debió –por lo bajo en un 90 por ciento– a tales lecturas: aunque a mis 14 o 15 años leí el Manifiesto Comu- nista, no entendí demasiado y lo encontré aburrido. Lo que sí comprendí fue el grito de ira y esperanza que estalla al final de “El niño yuntero” de Hernández, la metáfora en que Neruda afirma que la bandera de los Estados Unidos está cosida con barras de cárcel y estrellas robadas, y el desvelo de esa piedra de León Felipe por no servir de piso de iglesia, columna de lonja, muro de juzgado o grada de palacio. Ciencia social en Costa Rica 109 La imprudencia de divulgar tales imágenes a los cuatro vientos convenció a compañeros y profesores, de colegio y Universidad, que yo era un comunista empedernido; en mi descargo, y para evitar que la embajada de un país amigo ordene que se intervenga mi teléfono, declaro que sólo una vez pisé el local de una organización de izquierda, para buscar a un conocido. Jamás me convertí en un militante con carné. ¿Por qué? El psicoanalista quizá lo explicaría por el miedo al compromiso; por mi carácter, fuertemente indivi- dualista e indisciplinado; y por la profunda desconfianza que me inspira todo tipo de autoridad, un defecto que heredé de mi madre. La explicación que yo daría, sin excluir otras razones, enfatizaría en la vía por la cual me perdí: la literatura. Lo decisivo no fue la identificación con el socialismo existente y la fe en él, sino el rechazo del capitalismo, una actitud influida por la experiencia económica de mis padres, cuyo universo fue el de la producción mercantil simple. El con- vencimiento de que el capitalista es un orden opresivo y explotador, que depreda la naturaleza y acrecienta por do- quier la desigualdad, persiste en mí con la misma fuerza de ayer, hoy que privatizar es, por obra de tecnócratas sin cultu- ra, el verbo de moda. La opinión que expongo decepcionó a un viejo y conser- vador conocido mío: después de años de no verlo, me lo encontré a principios de 1990 y me preguntó si, una vez caído el muro de Berlín, yo aún creía en “...todas esas tonte- ras...”. Le contesté que sí y, por molestarlo, le dije que si la especie humana iba a tener un futuro, este sería de color rojo. Su réplica fue típicamente tica: “...seguí durmiendo de ese lado...”. La conversación me recordó un pequeño poema que escribí en 1981, titulado “La rama”: “Era un niño soñador: me encaramaba en la más alta rama para ver mejor. Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 110 El sol me llama y subo por un rayo de colores a sus blancos miradores. Por el camino de la mar sueño que vendrá un aroma puro, silencioso andar de luz sin muro. Palidecerán las sombras ante su brillo: luz de la hoz y del martillo”. La imagen de la hoz y del martillo, cubierta de polvo y telarañas, figura hoy en el desván posperestroiko, al lado de “La Internacional”, las obras de Marx, Engels y Lenin y palabras como utopía y socialismo. El colapso de la antigua Unión Soviética y sus satélites en Europa oriental no signifi- ca, sin embargo, el fin de la opción socialista, sino una oportunidad para su reinvención, aunque sea bajo otros ape- lativo y bandera. La urgencia de esto último es evidente en una época en que la destrucción ecológica del planeta, por efecto de la civilizada dinámica del capital, se acerca al punto de no retorno, y cuando el fascismo afila sus armas y toca otra vez a la puerta. El poeta José Agustín Goytisolo describió, en “Medita- ción sobre el yesero”, las distintas y prosaicas fases del estucado; al final, asevera que ese trabajador, junto con otros miles como él, constituye la única fuerza capaz de edificar mañana un mundo en libertad. El poema, publicado en 1968, invoca un porvenir que parece tan lejano casi 30 años des- pués, pero la lógica de esos versos está más allá del espacio siempre virtual de las ideologías. El principito deshollinaba su volcán extinto porque “¡uno nunca sabe!”; lo evoco por- que tampoco sé: a veces, a los hijos de este planeta les da por barrer el jardín, podar las rosas, reparar el techo, subir a los viejos desvanes y sacudir el polvo. * Ciencia social en Costa Rica 111 El plan de vida con que inicié mi experiencia universita- ria empezó a variar entre 1980 y 1981. El obstáculo básico fue que, tras dos años en carrera, me percaté que la de historia difería de la de estudios sociales, y que para titular- me en la última, debía aprobar varias asignaturas de geogra- fía y pedagogía. El atraso que suponía cursar los créditos adicionales se complicaba porque la cartografía me gusta, pero la didáctica no. Mi disgusto era reforzado por una persistente tradición oral entre profesores y estudiantes que dibujaba con los peores colores el tránsito por una facultad vecina. La fuerza de la inercia me hizo seguir en historia, deci- sión que comportaba otra escogencia en el corto plazo: ¿cur- sar la licenciatura o ingresar a la maestría? La opinión unáni- me de los especialistas que consulté fue que, aunque el posgrado no me aseguraba nada, ampliaba mis opciones de conseguir empleo. El asunto del trabajo me preocupó poco entre 1978 y 1980, época en la que mis gastos corrían por cuenta de mi familia, pero en 1981, para mí era claro que un financiamiento de este tipo no podía ser perenne, y que tarde o temprano, debía ir al mercado a vender los mundos de mi cerebro. El ingreso a la maestría, sin embargo, se explica por otra razón: poco a poco, me identifiqué con el difícil oficio del historiador, proceso facilitado por un trasfondo familiar, lite- rario y romántico. Lo último alude, para usar palabras co- rrientes en las cartas de los suicidas, a cierta decepción amorosa, que ocurrió en 1980 y tuvo un efecto positivo en mi carrera. El descalabro de mis sueños, cuyos detalles senti- mentales guardo para una eventual entrevista en Perfil, lo encaré con la técnica del avestruz, con la diferencia de que no escondí la cabeza en la tierra, sino en las obras de historia. ¿Fue apropiada la terapia? La aconsejo, aunque no care- ce de imprevistos y alucinantes efectos secundarios; en mi caso, quedé convencido de que una corta distancia separa la disciplina histórica de la poesía. El estudio del pasado exige Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 112 el despliegue de cierta sensibilidad: es una práctica científi- ca, que implica el uso de técnicas, métodos y conceptos; y a la vez, un arte, ya que sin imaginación ni comprensión, lo único que se extrae de los documentos es polvo. La historia espera al que la investiga con encrucijadas y desvíos, con voces que callan y silencios sonoros, con mentalidades y usos extraños, cuyo sentido es siempre una hipótesis, no una certidumbre. El aprendizaje en el taller del historiador me abrió la puerta para tratar de entender mejor la época a que pertenez- co, a mi país y, de mayor importancia para mí, a mis padres. La brecha generacional tuvo en mi caso un significado espe- cial: nacido en 1961, crecí con la televisión, en una Costa Rica cada vez más urbana, cuyo mercado interno se diversi- ficaba, fruto de la política económica del Partido Liberación Nacional. El porvenir de las clases medias, que parecía ga- rantizado por la expansión del Estado y de los programas de salud y educación, se asociaba con un frenesí consumista, un culto cuyos adeptos convirtieron a Panamá, México, San Andrés y Miami en tierra santa. El impacto de la cultura popular estadounidense era visible en mi círculo de amigos: admiradores de Batman y Superman, perder un capítulo de Perdidos en el espacio era peor que faltar a misa; y aunque cada uno tenía sus caricatu- ras predilectas, todos éramos fieles espectadores de las pelí- culas de Disney. La locura compartida por Los Picapiedra, Viaje al fondo del mar y Combate, se aunó con el deslumbra- miento provocado por la juguetería extranjera, de los aviones para armar y los trenes eléctricos a las bicicletas. El brillo de los escaparates, con su concierto de maravillas, precipitó una temprana revelación: en contraste con los míos, los padres de mis amistades eran más jóvenes y abiertos al consumo. El origen de esta última diferencia era más ideológico que económico. Mi padre, procedente de una familia de artesanos y agricultores del centro de Alajuela, nació en 1906, y a los diez años, tras el óbito y la ruina de mi abuelo, Ciencia social en Costa Rica 113 emigró (no del todo voluntariamente) a Vara Blanca, a traba- jar en la finca de unos parientes. Poco después, regresó a su lugar natal, tuvo diversas ocupaciones y logró un cierto éxito en el comercio al por menor, con un puesto en el mercado municipal. La actividad mercantil la combinó esporádica- mente con la compra y venta de bienes raíces y la construc- ción de casas, y con el cultivo de un pequeño terreno en las afueras del casco alajuelense. La carrera de mi madre fue distinta: nació en Grecia en 1914 y a los cinco años, con sus hermanas y mi abuela, emigró al centro de Alajuela; asistió 6 meses a la escuela, y durante los próximos tres lustros, fue obrera en una purería, un trabajo que dejó al conocer a su futuro esposo. La vida doméstica, sin embargo, fue para ella más que cuidar de sus hijos y su casa: se las ingenió para construir una economía paralela, que incluía la crianza de aves de corral y cerdos, el cultivo y la venta de flores, y otras actividades. Esta fuerte vocación empresarial se basó en una aguda inteligencia y visión, visibles a la vez en el énfasis que puso en la educa- ción de su progenie. La descripción anterior es lineal, carece de matices y oculta los altibajos del quehacer familiar, pero evidencia que el país donde les tocó crecer a mis padres era muy distinto del mío. El entorno de sus vidas era un universo dominado por el trabajo duro y la incertidumbre: sin un sueldo garanti- zado a fin de cada mes y sin vacaciones, toda seguridad social les era extraña. El presente, con el beneficio en fun- ción directa del esfuerzo, era precario. El alza salarial perió- dica no existía. El porvenir, encarado sin compensación por accidentes o enfermedades, era un completo enigma y care- cía del alivio de una pensión cualquiera. La fortuna era tan variable como impredecible. La Costa Rica de mis padres, aldeana y campesina, es la que palpita en los Cuentos de mi tía Panchita; con todo el rigor de su belleza, era un mundo fértil en pícaros, al estilo de Tío Conejo, no en corruptos de la peor calaña, amparados Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 114 por el poder y el derecho. La mía –en contraste– es la que se transforma con la expansión publicitaria posterior a 1960: un equipo de especialistas la somete a cirugía plástica, le estira las cejas, le pinta las uñas, la peina y maquilla, la viste con un voluptuoso traje de baño y la exhibe, bajo las brillantes luces de un casino de lujo que corona una colina abierta al mar, con un whisky, un cigarrillo y la boca ofreciendo un beso. El vínculo de parentesco entre mis padres y yo servía para disfrazar que éramos de planetas distintos: a sus ojos, quizás fui tan extraño como un selenita. La distancia cultural que nos separaba se visibilizó desde temprano: creían que se podía vivir sin televisión y jamás entendieron por qué el último de sus hijos, en agravio del frondoso limonero que vivía en el patio, prefería una bebida gaseosa a un delicioso fresco natural. La solicitud que elevé a mis 7 años (cuando se me autorizó a ir solo) para asistir al cine más de una vez por semana, tampoco fue acogida ni financiada. La única vía para satisfacer mis caprichos (cine, aviones para armar y otras excentricidades) era –en palabras de mi madre– trabajar, y lo hice. Fui, a partir de mis 8 años, un dependiente ocasional en el tramo paterno; aparte de eso, jalé bolsas en el mercado, desyerbé jardines, limpié vidrios, recogí periódicos viejos, vendí esporádicamente lotería y, agente al servicio secreto de mi roommate, fui cómplice en la difusión de ideas exóticas. La otra fuente de ingreso que exploté se derivó de mi afición por los comics: de los siete a los doce años, todos los domingos de la una a las tres de la tarde, se me localizaba en el Parque Central de Alajuela, enfrente del Teatro Milán; en ese sitio, bajo la amplia som- bra de los mangos y junto a otros colegas de edades pareci- das a la mía, compraba, cambiaba y vendía revistas, en espe- cial de El Conejo de la Suerte. ¿Por qué evoco todo esto? Me conviene que conste: quizá dentro de poco, en virtud de un tiquísimo portillo legal, pueda acreditar como tiempo servido el que dediqué a tan diversas ocupaciones y pensionarme extrajuvenilmente. Por Ciencia social en Costa Rica 115 ahora, destaco que la precoz incorporación a la vida en la calle pesó en extremo en mi temprana educación sentimen- tal. El que fui se desprendió de la mano que lo conducía y empezó a ver el mundo por sí solo, en todo su misterio y sin sentido; en el curso de esta experiencia iniciática, me topé con la diferenciación social. El que se cruzó en mi camino no fue un frío y lejano concepto sociológico, sino –presagio de mi futuro oficio– la evidencia empírica que lo sustenta. El círculo de mis amistades y conocidos se amplió y diversificó velozmente, con el ingreso de limpiabotas, chan- ceros, vendedores de cajetas y empanadas y otros por el estilo. La escuela, con su énfasis en el uniforme, disfrazaba contrastes que la calle exponía: oriundos de la Alajuela po- bre, descalzos o con zapatos rotos, el trabajo no era para esos niños un juego ocasional del que salían cuando querían, sino un destino. La sensibilización que derivé de esta enseñanza, en la cual aprendí más que malas palabras, facilitó mi ulte- rior extravío ideológico, pero en lo inmediato, cristalizó en una virulenta animadversión por todo exclusivismo social, empezando por la educación privada. La cultura de la calle, que me contaminó a tan corta edad, tuvo otra ventaja en el largo plazo. El profesor univer- sitario que me toca ser hoy, a veces se siente un poco incó- modo y solitario en esa posición, en especial cuando está obligado a comportarse muy académicamente. La expresión seria y grave que uso en tal caso es sólo un disfraz para cubrir mi fuga: sin que nadie se percate, escapo con discre- ción, subo en mi máquina del tiempo y vuelvo a 1969. El aire convoca viejos olores, el Cine Alajuela se levanta de su tumba y en una esquina del Parque Central, distingo las caras de los que me esperan y me llaman a gritos, con una sonrisa que empieza a perder su inocencia. La disciplina histórica, con su aspiración de ciencia, veta la nostalgia; sin embargo, me sería muy difícil estudiar el pasado sin un impulso de este tipo. El desvelo de mis padres por criarme con los parámetros de 1930 me desadaptó para Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 116 vivir en el presente. El mal fue agravado por mi madre: con sus destrezas de cuentacuentos, capturaba mi imaginación con las evocadoras correrías de su niñez y de sus andanzas con su abuela, una partera y curandera rural, famosa en toda Grecia. La soberbia figura de esta señora, alta, puntual, seve- ra e infalible, fue la base de mi fe en la terapéutica natural y de mi profunda e infundada desconfianza en la farmacología del siglo XX. La pintura idílica, aplicada a la Costa Rica de 1914- 1948, se evapora cada vez que se les da voz a sus fuentes históricas, pero cómo me gustaría crecer con el siglo, trepar- me en un trepidante tranvía que ya no existe –¿adónde me conduciría?–, vivir en un país menos corrupto, burocratizado y mercantil, caminar por un San José poco contaminado y ruidoso, y oír a lo lejos cadencias conocidas, procedentes de viejos y curiosos radios de tubos. Lo crítico de mi caso es tal que preferiría estar en la Suiza de Centroamérica, con los cafetos siempre a punto de invadir las urbes, y no en el Miami del istmo, con su paisaje roto por la transnacionaliza- ción de la economía y la cultura. * El filón literario de la historia empecé a divisarlo durante mi convalecencia sentimental. Mucho de lo que leí, en espe- cial lo escrito por estadounidenses, era interesante y didácti- co, pero carecía de encanto y a veces concitaba el bostezo. El contraste era visible con las obras de autores europeos, sobre todo de franceses y británicos. El rigor del análisis se unía con un cuidadoso estilo: una fina ironía, un vocabulario escogido, la cita precisa en el lugar correcto, el ejemplo útil para entender un proceso complejo, el adjetivo que define a una época, la metáfora explicativa y a la vez sugerente. Los textos cuyo acabado me fascinó más fueron, entre otros, Bandidos y Rebeldes primitivos, dos libros en los que Eric Hobsbawm analiza ciertos tipos de protesta social Ciencia social en Costa Rica 117 preindustrial; “El tiempo del Quijote”, un ensayo en el cual Pierre Vilar discute la decadencia española del siglo XVII y la vincula a la célebre novela de Cervantes; “El protestantis- mo y el desarrollo del capitalismo”, en el que Christopher Hill estudia un tema formulado previamente por Max Weber; y de Georges Duby, “Historia social e ideología de las socie- dades”, un artículo teórico, y Guerreros y campesinos, un volumen sobre la Europa medieval que comienza con un llamado a la conjetura. El desigual aliento literario de las obras históricas lo corroboré, para el caso costarricense, a partir de 1982, cuan- do empecé a preparar mi tesis de posgrado. La crítica teórica y metodológica a que uno podía someter sus libros quizá fuera parecida, pero era evidente que Eugenio Rodríguez, en tanto escritor, superaba a Carlos Meléndez y a Carlos Monge. Lo mismo se aplica a Rafael Obregón Loría, cuyo estilo jamás alcanzó las cimas de Manuel de Jesús Jiménez o de Ricardo Fernández Guardia, dos finos prosistas que al estu- diar el pasado cruzaron los umbrales de la historia y la literatura. El gusto por lo histórico se despertó al filo de mi niñez, cuando leí varios textos clásicos de Dumas, en particular Los tres mosqueteros y su secuela, y los fascinantes cuentos ucranianos de Gogol. El placer que me deparó ese tipo de obras lo confirmé en mi adolescencia, al leer El llano en llamas de Rulfo, varias novelas de Carpentier y La educa- ción sentimental de Flaubert. Lo novedoso para mí –¡a la altura de 1980!– fue descubrir que una disciplina científica, en este caso la historia, es un género literario con una larga tradición que incluye a Herodoto y a Braudel; y que en el concierto de las ciencias sociales, es la única que dispone de musa. La exploración del potencial literario de mi disciplina me condujo de unos títulos a otros y, en ese ir y venir, leí las obras de Edward Thompson, sin duda uno de los historiado- res más importantes del siglo XX. El énfasis de su investigación Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 118 es la Inglaterra del siglo XVIII, con sus patricios y plebeyos, charivaris y ventas de esposas, delitos de anonimato y varia- dos tipos de protesta preindustrial. La lucidez teórica que prevalece en sus escritos se basa en una diestra utilización de diversas fuentes, entre las cuales figuran novelas y poemas; y sin atender a la objetividad cientificista, abre espacios en el texto para expresar sus propias opiniones, de carácter políti- co y estético. El paralelismo entre la historia y la literatura no equivale a una completa identificación; en efecto, se trata de prácticas distintas: por más destreza literaria que posea un historiador, la misma no basta para ejecutar eficazmente el oficio. El estudioso del pasado es ciertamente el que elige lo que quiere investigar, en qué fuentes basar su trabajo y cuáles técnicas, métodos y conceptos emplear. El fruto de su esfuer- zo es siempre una interpretación de las realidades pretéritas, la cual comporta preferencias de diverso tipo –explícitas o tácitas– y será, más temprano que tarde, complementada y cuestionada. El investigador, sin embargo, no inventa los hechos con que edifica su obra y, gracias a la crítica documental, es capaz de precisar el grado de confiabilidad de las fuentes que utiliza, creadas con o sin intención y pese a su diferencial carga ideológica y peso retórico. Las realidades presentes y pasadas no son una simple construcción textual o mental. El conjunto de teóricos que afirma esto último cae en el error de equiparar la producción histórica con la ficción y de trans- mutar al historiador en un novelista vergonzante; en esta óptica, el trabajo científico sería únicamente otro ejercicio literario. La construcción del conocimiento histórico involucra las preferencias y la imaginación del investigador, pero constre- ñidas por la evidencia en que se basa y el utillaje que utiliza. La validez de sus afirmaciones se puede confrontar en varia- dos planos: el apoyo de las fuentes, las ventajas y los límites de las técnicas y los métodos empleados y la pertinencia de Ciencia social en Costa Rica 119 los conceptos y las teorías con que dio sentido a su trabajo. El producto final encontrará sus críticos más competentes entre los propios historiadores y otros científicos sociales; en contraste, en la literatura y el arte la crítica profesional o aficionada no es ejercida por los creadores, sino por una comunidad aparte y distinta. El carácter científico de las obras históricas está condi- cionado por las fuentes explotadas, el enfoque empleado y la forma cómo se formuló y circunscribió la investigación. El conocimiento así producido, al igual que el elaborado por otras disciplinas científicas, será siempre provisional e in- completo y jamás se exceptúa de contenidos políticos e ideológicos. La objetividad del quehacer historiográfico, que el positivismo defendió en el siglo XIX, tiene otro sentido actualmente: no eliminar los juicios valorativos de los textos de historia, sino desplegar un amplio y apropiado espíritu crítico. El conocimiento histórico jamás podrá ser objetivo, da- das las connotaciones ideológicas y políticas que vehicula, pero sí puede y debe ser crítico. Lo que esta advertencia significa es que el investigador admite que el producto de su esfuerzo es preliminar y limitado, que contiene sus específi- cas y diversas preferencias y que sirve para justificar varia- dos propósitos. La práctica de explicitar las propias opinio- nes, al estilo de Thompson y otros, en vez de transgredir la objetividad de la obra histórica, precisa los límites en que lo es y los términos en que se establece el vínculo entre el pasado y el presente. La definición que se podría avanzar de la historia, al filo del siglo XX, es que se trata de un tipo de narrativa, con un soporte descriptivo y cronológico, pero orientada por un principio analítico y cuantitativo. El producto final, aunque carezca de cuadros y gráficos, se elabora sin desatender la representatividad de los fenómenos estudiados y su impor- tancia social. El énfasis en esto último se deriva de que el propósito básico de las obras históricas es explicar complejos Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 120 procesos de cambio, cuya causalidad es incompatible con esquemas simples del tipo causa y efecto o base y superes- tructura. ¿Para qué sirve la historia? Pierre Vilar, en su Iniciación al vocabulario del análisis histórico, un libro que estuvo de moda entre 1980 y 1981, asevera que comprender el pasado es esencial para conocer el presente. Esta afirmación, aunque enteramente válida, es deudora de un enfoque utilitario de la ciencia, cuya importancia se considera solo en el corto plazo y vinculada al diseño y la ejecución de políticas actuales. Lo cierto es que, sin opacar sus eventuales usos prácticos, la función básica del conocimiento histórico consiste en que contribuye a humanizar a la especie humana; un afán com- partido por la literatura y el arte. La historia, en tanto disciplina científica y género litera- rio, confronta dos lógicas distintas. La construcción del co- nocimiento es una empresa colectiva, en la cual el producto individual, pese a su relevancia, tiende a desactualizarse, no a la consagración. La pertinencia de una obra histórica de- pende de la importancia del tema que trata y de la rigurosi- dad con que fue investigado; términos en los cuales siempre será superada. Lo único que le puede asegurar cierta perma- nencia es su calidad literaria. El enfoque del pasado, que prevalece en los escritos de Jiménez y Fernández Guardia, es hoy inaceptable; pero sus piezas figuran entre los clásicos de la literatura costarricense. La exposición que precede quizá sirva para apreciar una tendencia que se perfila en el último lustro: en Costa Rica, al igual que en otros países, las obras históricas están alcanzan- do un conjunto de lectores cada vez más amplio y variado. La razón para esta expansión del mercado quizá obedezca a un cierto desinterés por la ficción, asociado con la crisis de la novela y el gusto por lecturas que instruyen al tiempo que recrean. El cambio es visible en la industria editorial que, desde 1980, enfatiza en la producción de textos científicos, en especial de ciencias sociales; en este contexto, destaca la Ciencia social en Costa Rica 121 buena venta de las colecciones Historia de Costa Rica y Nuestra Historia. El éxito mercantil, sin embargo, es solo la fachada de lo que verdaderamente importa y que será vislumbrado en un próximo futuro: pese a la miopía de los medios de comunica- ción, la historiografía que emerge a partir de 1970, pasará a la historia como uno de los principales fenómenos culturales de la Costa Rica de fines del siglo XX. El pasado costarri- cense, visto a la luz de las últimas investigaciones, difiere bastante del que esbozaron sus primeros estudiosos; es preci- so variar imágenes y creencias, desplazar lugares comunes y abrir espacio para oír otras voces, del zapatero comunista y la obrera de purería al campesino alborotador y el artesano vicioso. * El día en que se incorporó al Colegio de Francia, Georges Duby ofreció una brillante síntesis de la evolución de la Europa medieval, de la caída del Imperio Romano a la crisis de los siglos XIV y XV; y con ironía, destacó el caso de los cistercienses, quienes al esforzarse por vivir pobre y frugal- mente, se hicieron ricos. La historia siempre se burla de las esperanzas y los esfuerzos humanos. La izquierda tica se afanó, durante varias décadas y con poco éxito, por movili- zar a distintos trabajadores. Esta tarea fue cumplida más eficazmente por la canalla de tecnócratas neoliberales: con su torpeza política e insensibilidad consiguió, aparte de agu- dizar la protesta social, el saqueo del comercio de San José, en una límpida mañana de julio de 1991. El historiador por inercia tampoco escapó de una burla parecida, ya que al tiempo que descubría sus posibilidades literarias, Clío empezó a seducirme con discreción: un exa- men que en 1981 escribí para un curso, en 1982 se publicó en la colección Cuadernos de Historia; ese mismo año, obtuve el mejor promedio de la Universidad de Costa Rica, y se me Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 122 premió en una ceremonia a la que asistí con una camiseta vieja, mis peores tenis y mis jeans más desteñidos; y en 1983, con el encargo de impartir cursos de teoría económica, debuté en la docencia a una y otra orilla del Pirro. La literatura –en contraste– me volvía la espalda: en acato del Manual para ser escritor, empecé a versificar a mis 10 años, bajo la influencia de Darío y Nervo; 2 años después, me trasladé a la prosa, fascinado por las novelas de Verne, y entre mis 12 y 14 años el impulso creativo fue tal que exterminé, para escándalo de mi familia, la máquina de escribir Smith-Corona que mi padre compró a principios de la década de 1950. El desastre, que me valió una tunda, se inició una tarde en que la tecla C ya no funcionó; en mi desesperación por arreglar el daño, desarmé completamente el aparato y, aunque lo volví a armar, ya no se levantó y anduvo. El volumen de mi producción, en el campo de la prosa, ascendió en el bienio 1973-1974 a una veintena de cuentos y a varias novelas cortas. La primera, de unas 50 cuartillas y amplia influencia verniana, trataba de un viaje al centro de la Luna; pero casi no recuerdo la trama. La segunda, de similar extensión e inspirada en el Nils Olgerson de Lagerlöff, des- cribía el viaje maravilloso de unos niños y unos patos por una geografía insólita, llena de cataratas y pirámides. La tercera, que nunca terminé, se iniciaba en Chinandega y su ambiente era la Nicaragua de los años de Walker (1855- 1857). La cuarta y más extensa (de casi 150 páginas) se verificaba en la selva amazónica, con una partida de aventu- reros en busca de un avión estrellado que transportaba un tesoro. El esfuerzo que más me satisfizo fue un relato de unas 70 cuartillas, cuyo contexto era la inmigración europea en el siglo XVII; en alguna parte leí el caso de un barco cargado con nobles exiliados y sus sirvientes, el cual zozobró en las costas de Canadá y, aunque los pasajeros sobrevivieron al naufragio, después perecieron de hambre. La trama de mi Ciencia social en Costa Rica 123 novela era similar, pero con un final feliz, ya que el capitán –un inglés– era un tipo muy competente y evitaba la tragedia. Este personaje era una copia del Rivière de Vuelo Nocturno, un libro de Saint-Exupéry que por esta época me fascinaba. El ímpetu creativo fue insuficiente para superar la condi- ción de inédito; pese a que envié mis obras a concursos por toda América Latina y España, jamás quedé de finalista y no obtuve siquiera un simple accésit. El grueso de mis escritos, excepto por un caso, sirvió únicamente para torturar a mi familia, en cuyo seno encontré a mis primeros y forzados lectores. ¿Fue tiempo perdido el que pasé junto a la difunta Smith-Corona? El FMI quizá diría que sí, pero durante mi febril actividad mejoré mi ortografía y una vez mi hermano me felicitó por uno de mis cuentos, que trataba de la destruc- ción de Alajuela por una inundación, el cual le pareció original y bien escrito. La excepción a que aludí antes fue una novela erótica, de unas 15 cuartillas a espacio sencillo, la cual escribí –original y 3 copias– en 1973, durante un permiso sin goce de salario de mi ángel de la guarda. La inspiración procedía de Chaucer, Bocaccio, la Moll Flanders de Defoe y una película inglesa dirigida por Jerzy Skolinowski y titulada La muchacha del baño público. La trama de mi atrevido relato la olvidé, pero lo cito porque, no apto para el mercado familiar, precisaba de otra audiencia de lectores, y la lancé entre mis compañeros de colegio, de cuyo favor gozó. Esta ficción, cuya lectura alquilaba por 50 céntimos, me deparó mis iniciales derechos de autor y es mi único éxito de librería. El ciclo de producción literaria intensiva acabó a fines de 1974: en una tarde clara, reuní mis obras completas en el patio y las convertí en cenizas, en un fuego purificador que casi incendia mi casa; a partir de 1975, escribí poco, tendí a concentrarme en la poesía y dejé de participar en certáme- nes. Lo único que publiqué entre ese año y 1977, fueron unas breves piezas en el periódico del colegio, fácil hazaña dado que yo era uno de los editores. La carrera literaria la volví a Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 124 asumir seriamente en 1979, fecha cuando preparé una anto- logía poética y la presenté a una casa editora que se demoró casi 9 meses en rechazarla. El desánimo inicial no me venció; en 1980 y bajo la influencia de Espriu, Foix y Villon, escribí un ambicioso poemario, compuesto de 39 sonetos de rima libre y titulado La noche iluminada. El libro, escrito en la época en que se inició la reaganomics, estalló la crisis económica en Costa Rica y empezó a agravarse la guerra en el resto del istmo, tenía por eje la incertidumbre del futuro, en especial para la clase media tica. La confrontación entre el ser y el deber ser, central en la obra, expresaba la angustia por el eventual colapso de la democracia, una profecía avanzada por varios científicos sociales, quienes creían que Costa Rica iba por el camino de Uruguay y Chile. La presencia de lo histórico en mi quehacer literario es visible en varias de mis cortas y destruidas novelas, y en algunos cuentos, cuya trama se desplegaba en épocas clave: en 1821, en la década de 1880 y durante la dictadura de los Tinoco (1917-1919). La noche iluminada, sin embargo, fue mi primera obra poética con un tema específico y, por decir- lo así, más civil que sentimental; en el fondo, se trata de la reflexión –torpe y críptica, según la adjetivó uno de los dictaminadores del manuscrito– de un joven e imberbe ciu- dadano acerca del virtual porvenir de su país. Lo interesante del caso es que el poemario es deudor de “El tiempo del Quijote”. El artículo de Vilar, al analizar la crisis española del siglo XVII, enfatizaba en el irrealismo que carcomía a la sociedad de Felipe III, un mal atacado por un ejército de arbitristas y base del sueño insular de Sancho Panza. La experiencia de Costa Rica, en la década de 1970, fue similar: con la expansión del Estado, el alza en los precios del café en 1976 y 1977, el crecimiento del consumo y la promesa de que en el año 2000 Tiquicia sería otra Suecia, el país entero se embriagó de sueños y quimeras. Esta irrealidad, destruida Ciencia social en Costa Rica 125 después al ritmo de devaluaciones, inflación y PAEs, fue lo que traté de captar en mi poemario, cuyo espíritu se visibili- za en el soneto 12: “¿Conciliarás lo que ves con lo que oyes? Escuchas que vives en el mejor de los mundos posibles y descubres que no es así. Llovió claridad esta mañana y en un vasto sótano, uncidas al carro de la miseria, miles de familias, cuyas espaldas palacios de oro sostenían, viste. Mas, ¿cómo aceptar que creíste en sueños sin raíces, en flores que existían solo en tus ojos, en vientos inmóviles? ¿Cómo aceptar que a veces el mar no es el mar, que a veces el día es solo una noche iluminada?” La noche iluminada corrió igual suerte que su predece- sor, con el agravante de que, aunque se me planteó la opción de elegir varios de los poemas para una antología de poesía joven, esta no se concretó; en tales circunstancias, decidí olvidarme de la vocación literaria. La firmeza con que ejecu- té esa directriz no fue demasiado estricta, ya que volví al vicio a los pocos días, pero dejé de participar en concursos y desistí de publicar mi prosa y mis versos. La práctica de mi oficio afianzó este curso de acción, dado que a partir de 1985 superé la condición de inédito a lomos de mis artículos de historia. * La composición de breves piezas literarias no se degradó a pasatiempo de domingo; sin embargo, de 1982 en adelante, Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 126 procuré concentrarme en mi carrera académica, contexto en el cual comencé a preparar mi tesis de posgrado. El tema original de mi disertación era político y se ordenaba según el esquema de la longue durée avanzado por Braudel. La inves- tigación se dividiría en tres partes: en la primera, caracteriza- ría la economía del Valle Central entre 1750 y 1821; en la segunda, estudiaría la sociedad de ese período; y en la última y principal, explicaría por qué se libró la Batalla de Ochomogo en 1823. El objetivo básico de mi tesis era develar las causas profundas –económicas y sociales– de un evento político; un proyecto cuyo fracaso evitó que figurara en la lista negra de los partidarios del individualismo metodológico, la teoría de los juegos y el rational choice. El producto final fue un extenso y pesado volumen, escrito con cierta pedantería cientificista y algo de ingenuidad veinteañera; de sus casi quinientas cuartillas, en las cuales metáforas y símiles com- piten con cuadros y gráficos, únicamente en cinco se discute, con escaso detalle, la coyuntura política que culminó en la escaramuza de 1823. La disertación trata en esencia acerca de la economía y la sociedad del Valle Central en los años 1800-1824. El cambio de énfasis obedeció a dos razones, una práctica y otra, por decirlo así, científica. Lo último se vincula a la tesis doctoral de Lowell Gudmundson, defendida en 1982: pese a que prometía ser una pieza clave sobre la Costa Rica previa a la expansión del café, su investigación, excelente en la críti- ca del concepto de democracia rural, es bastante limitada. La obra no profundiza en el estudio de la estructura agraria, presta poco interés al capital comercial y depende en exceso de una fuente cualitativamente pobre: el censo de 1843- 1844. La investigación de Gudmundson, dados sus vacíos y su énfasis en los datos de la década de 1840, era poco útil para basar una caracterización económica y social del Valle Cen- tral en 1821. La vía que tenía por delante era clara: con el fin Ciencia social en Costa Rica 127 de sustentar cabalmente las dos primeras partes de mi tesis, pasé el año 1983 en el Archivo Nacional, en consulta con diversas fuentes, en particular escrituras de compraventas, préstamos e inventarios sucesorios. La escasa experiencia con que empecé mi viaje provocó que, más de una vez, debiera devolverme al puerto para calafatear la barca y evitar el naufragio. El viento frío de diciembre de 1983 me encontró con tres problemas: una infección en la garganta; un balance prelimi- nar de los datos que no descubría diferencias económicas y sociales significativas entre los imperialistas de Cartago y Heredia y los republicanos de San José y Alajuela; y un centenar de cuadros y gráficos con los que no sabía qué hacer. La luz vino con el Año Nuevo, aunque todavía ignoro cómo: una tarde de enero comencé escribir y dos meses después tuve listo el borrador de mi tesis. El catalizador de tal esfuerzo fue la urgencia por asegurar mi empleo, en asocio con la tentación de casarme, que empezaba a visitar mi cabeza. Los meses posteriores fueron cansados y tensos y casi corrió la sangre; por fortuna, la paciencia de mis lectores y director se agotó primero, y en un día de octubre de 1984, tras tres horas de acalorado debate, defendí mi tesis. El resto del año me dediqué a preparar varios artículos, con base en capítulos de la disertación o en información que extraje y no utilicé (un defecto común en el oficio). El paso decisivo lo di en 1985, fecha en que me incorporé al equipo de profesiona- les del Centro de Investigaciones Históricas, con un proyecto sobre la economía del Valle Central entre 1825 y 1850. La plaza en el Centro fue vital, sin este apoyo, ir más allá de mi tesis hubiera sido en extremo difícil. Este alero me facilitó proseguir con mi investigación y tratar diversos tópicos, cuya importancia vislumbré durante mi época de tesiario: el préstamo de dinero a interés, el financiamiento de los caficulto- res, la compra y venta de tierras y la protesta de las comuni- dades campesinas por la privatización del suelo comunal. Lo Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 128 que enlaza esos dispares temas es el desvelo por entender las variadas formas cómo campesinos y artesanos resistieron y se adaptaron a la capitalización del agro, y cómo la presión desde abajo coadyuvó a fijar los límites y opciones de tal proceso. La microfama de historiador económico, con que cargué a partir de 1984, fue avalada por el carácter de mi tesis de posgrado, el uso de técnicas estadísticas básicas en mis artí- culos y mi docencia en el Departamento de Economía de la Universidad Nacional. El adjetivo siempre me molestó, ya que la especialización en historia es un absurdo; ciertamente, uno siempre conoce mejor ciertos temas, épocas y espacios, pero valerse de esta excusa para eludir el análisis de la sociedad y sus cambios es traicionar el oficio. La visión totalizadora de lo social, avanzada por el Renacimiento y la Ilustración, es la que conviene a los historiadores, no la del especialista en una partícula de aire. El calificativo de “económico” tampoco me gustó por impreciso; en lo que publiqué a partir de 1985, se entrevé ya un creciente interés por diversos aspectos sociales y cultura- les. El estudio del crédito y del comercio no evitó la disper- sión de mis inquietudes; en mi desorden operativo, fui de un tópico a otro, de la composición de las bibliotecas privadas al papel cumplido por el derecho, y de la difusión de nuevas organizaciones empresariales a la visión de mundo implícita en la protesta campesina. La investigación de la economía y la sociedad del Valle Central, entre 1750 y 1850, elevaba preguntas cuya índole exigía desvíos por el territorio de la cultura. El subrepticio desplazamiento de lo económico a las mentalités se oficializó en 1990, cuando empecé a dirigir un proyecto sobre vida cotidiana, y cristalizó en una obra colec- tiva, que edité con Steven Palmer en 1992 y fue galardonada, en enero de 1993, con el premio “Áncora” de La Nación; aspiración secreta de todo intelectual orgánico. La distinción otorgada por este diario es la tercera que se me concede, en Ciencia social en Costa Rica 129 un proceso que se inició en 1992, cuando Costa Rica (1800- 1850) obtuvo un “Aquileo Echeverría”, dotado con la consi- derable suma de 35 dólares, que todavía no recojo. ¿Fui devorado por la cultura oficial? Tal vez, y como Jonás a oscuras, soy incapaz de distinguir el vientre en donde moro, pero solicito el beneficio de la duda. El poeta Salvador Espriu decía que él detestaba los premios literarios. Lo ads- cribo, aunque acojo cuantos vengan, y añado que en Costa Rica, país diminuto y sin peso, los galardones culturales, fabricados con pura irrelevancia reciclada, sirven para tres fines básicos: alegrar a los amigos, amargar a los enemigos e inflacionar el currículum; y a veces, en asocio con la conjun- ción de los astros, contribuyen a que la obra escogida se venda. El affair de la cultura y de los premios correspondientes se enfoca casi siempre de tres formas distintas y complemen- tarias, pero superficiales: que vale más, en cuanto a dinero y prestigio, ventear el trasero en un certamen de belleza o ser un deportista, que crear una obra de arte o científica; que la concesión de los galardones suele basarse en el amiguismo y la politiquería; y que la producción cultural tica es tan limita- da, estadística y cualitativamente, que se debería premiar por lustro y no por año. El pedazo de verdad (y de amargura) contenido en todo lo que precede no lo discuto. Lo único que cabe es exiliarse o aceptar las reglas del juego; en Costa Rica prevalece la extendida creencia de que la cultura es gratis y superflua, dogma no aplicable a los centros educativos privados, de las guarderías a las universi- dades. La creación artística y científica es un proceso que, en contraste con los eventos deportivos, atrae poco a las masas y a la prensa, lo cual limita su explotación electoral y econó- mica; y los políticos y empresarios ven con desinterés todo lo que no sirve para cazar votos, elevar utilidades o evadir impuestos. La “...tacañería de los ricachos ramplones...”, denunciada por Vicente Sáenz en 1935, practica aeróbicos y goza todavía de excelente condición física. Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 130 La burguesía tica, al frente del Estado o de sus empresas, concibe su vínculo con científicos, intelectuales y artistas, en términos de subordinación, deferencia, servicio y utilidad; en el fondo, se trata de una versión actualizada del esquema de la República liberal de 1884. El disidente, por osado que sea, perecerá siempre, ajusticiado por una descarga de silen- cio, o enloquecerá, torturado en la torre de la indiferencia. Por eso, vale más ser educado y servicial, callar lo desagra- dable, jamás alzar la voz, adular a los que mandan, defender sus bienes y libertades, adosar sus mentiras, creer en sus promesas y brindar con su vino. El científico o el intelectual, con plaza en una universi- dad pública, quizá un día alcance su trozo de gloria oficial, pero entre tanto, y todavía después de la ceremonia de pre- miación, se debe conformar con uno de los salarios profesio- nales más bajos, y arriesgarse a que cualquier imbécil, con espíritu de déspota y elevado a titular de Hacienda, le atrase su giro, se burle de su alarma y lo desprecie con altivez. ¿Existe una vía para escapar de esto? Sí, y deslumbra con sus botijas colmadas de billetes, cada vez más aromados por el suavizante, pero el peaje de tránsito exige más que emular a Fausto: vender el alma y amurallar el corazón. * La actitud que tuve a partir de 1982, dadas las divergen- tes curvas de mis esfuerzos literarios e historiográficos, fue cada vez más consecuente con la lógica de mi oficio. El porvenir me abría la opción de trabajar profesionalmente en el campo de la historia, una expectativa que me tomé con toda seriedad, tanto que empecé a corregir mi plan de vida. Lo importante ya no era aprender a volar con las musas, sino terminar mi tesis de posgrado, superar el interinazgo y ase- gurar mi plaza en la Universidad de Costa Rica, e irme con una beca a doctorar al exterior, preferiblemente a Europa. El plan no era original y tenía por base la experiencia de los colegas que viajaron a Francia en la década de 1970, pero Ciencia social en Costa Rica 131 no funcionó, ya que la adquisición de mi estabilidad laboral se prolongó entre 1985 y 1987. El proceso, desgastante y amargo, fue una brillante lección acerca de la mezquindad, el personalismo y la tontería que permean el siempre aldeano, y a veces miope y bilioso, mundillo intelectual costarricense. La excelencia académica, el juicio analítico, el espíritu críti- co, el interés institucional y otros lemas por el estilo, cuando los convoqué, se degradaron a pura fraseología vana. El conflicto, al final resuelto a la tica, tuvo varios efectos positivos: perdí la fe en los planes de vida; consolidé la amistad de los pocos colegas que, en los días más duros del proceso, estuvieron junto a mí sin quejarse, bajo una lluvia de agravios y mentiras; y durante unas tres semanas, a raíz de un escándalo que se conoció con el código clave de Ivángate en los pasillos de Ciencias Sociales de la UNA y la UCR, se me consideró altamente peligroso para los intereses tácticos de una diminuta organización de izquierda, de cuya existen- cia, trayectoria y elevados fines yo vivía ignorante. El desencanto académico que se derivó de tales vicisitu- des cristalizó en una disposición de ánimo más pragmática; en adelante, me propuse distinguir lo que es esencial en la vida universitaria (actualización constante del conocimiento, libertad de cátedra y crítica de la sociedad) de lo que es pompa y parafernalia (títulos, blasones y apellidos). El efec- to más visible de esta separación de la paja del grano fue que perdí todo interés en el doctorado, lo cual enfadó a varios colegas y me valió el calificativo de arrogante; de paso, se profetizó que heredaría la mitra de un prominente historiador de Villa Vieja. La opción de irme a doctorar en un prestigioso claustro de Estados Unidos o Europa perdió sentido por otra razón; al despertar del sueño académico que forjé a partir de 1982, encontré que mis viejas ilusiones, lejos de dejarme por un mejor prospecto, me esperaban fieles y tentadoras, trepadas en la barandilla de mi casa. ¿Fue una simple vuelta al pasado lo que ocurrió en 1987? Sería más exacto decir que el historiador Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 132 se convirtió en un escritor, que produce diversas piezas (cuentos de ciencia-ficción, capítulos de novelas, versos sueltos), pero se limita a publicar las de historia. La esperanza de editar mis trabajos literarios no la pier- do, aunque ya no me obsesiona; en el peor de los casos, y en el supuesto de que no se desinfle el globo en que viajo por gracia de la cultura oficial, quizá (en el planeta de insectos y robots del 2050), alguien o algo los publique póstumamente. La edad enseña a ser paciente y la conexión entre literatura e historia es de por sí un estímulo. La deuda de La noche iluminada con “El tiempo del Quijote” ejemplifica un tipo de contacto que no es unilateral. La influencia de una práctica en la otra es recíproca, y “1889” lo evidencia. La designación de 1989 como el año del “Centenario de la democracia” me irritó. La propaganda oficial, cargada de chauvinismo y culto a la personalidad, desempolvó la vieja y desteñida obra de José María Pinaud y, en una flagrante tervigersación del levantamiento del 7 de noviembre de 1889, lo convirtió en el evento fundador de las prácticas democráticas en Tiquicia. El escaso entusiasmo con que los historiadores tradicionales avalaron la posición historiográ- fica del gobierno es indicador del tamaño del desatino, el cual fue criticado en un debate que organizó la Revista de Historia. El artículo que presenté en ese foro, basado en la crónica de Pinaud, sostiene que lo acaecido en San José en 1889 fue un peculiar golpe de Estado: una oposición diversa, liderada por Rafael Iglesias y con el apoyo de la plebe artesana y campesina, forzó la caída de Soto y el exilio de Esquivel. El desafío del ejército y la policía por un pueblo colmado de fervor cívico y armado de palos y piedras, es una imagen falsa; y tampoco tiene base una explicación de la agitación popular que exagera la capacidad movilizadora de la Iglesia. Las chaquetas no eran tristes títeres de las levitas y las sotanas, y sus objetivos diferían de los que ventiló en la campaña electoral la cúpula opositora. Ciencia social en Costa Rica 133 La versión que propuse del levantamiento del 7 de no- viembre fue acogida con agrado, en especial por su epílogo; sin embargo, en ese ensayo casi no se ve la indignación que me consumía. El poder, con su fiesta oficial, afirmaba su derecho a crear mitos a diestra y siniestra, con un absoluto desprecio por el pasado y el presente. El carácter sobrio del artículo contrasta con su origen, un poema que titulé simple- mente “1889”: “Democracia por decreto: gracia y parapeto. Centenario: invento protocolario, cuento. Historia adulterada: ajuar de gloria; debajo, nada. Maroma ejecutiva: tracoma en carne viva. Ira por un ayer sin suerte; mentira al aguafuerte Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 134 1889: embestida de la plebe; ¿perdida?” * La democracia costarricense, cuyo pronto colapso se profetizó en 1981, defraudó tal pronóstico. La transforma- ción de la economía y el Estado, conducida por los tecnócra- tas neoliberales y dictada por el FMI y el BM, no supuso el fin de las prácticas electorales ni un profundo trastorno so- cial. El carácter gradual del proceso facilitó la ejecución de los cambios y el reacomodo de los distintos grupos involu- crados, pero ya es claro el porvenir que nos espera. El país, puesto a dieta con los PAEs, estiliza su figura al precio de desfinanciar, privatizar y destruir todo lo que es importante. El ocaso del siglo XX se topa con una Costa Rica de pobreza creciente y una desigualdad mayor, con escasas opciones de ascenso social y cada vez más clasista, violenta, corrupta y deshumanizada. La nación, cuya invención en las décadas de 1880 y 1890 coronó el universo de los cafetale- ros, es un modelo ya agotado, y la burguesía actual lo sabe: falta de escrúpulos, está dispuesta a arrasar con todo. La evasión de impuestos es un pecado venial a la par de otros que no cito, pero cuyo estigma se asoma bajo el dorado brillo de los palacios. El jet set tico (para utilizar una vieja imagen de Marx) transpira, por todos sus poros, pus y porquería. La República, que el gobierno de José María Castro fundó en 1848, agoniza en la década de 1990. Quizá dentro de poco, en un veloz tour histórico-urbano, un guía les dirá en un idioma extranjero a los turistas a su cargo: “aquí estuvo la CCSS, allí el ICE, allá el INS”; y con suerte los visitantes volverán a ver con tedio, a través de las grises ventanas de un bus con aire acondicionado. El país, degrada- do a plataforma de exportación, mercado de consumo and resort, “¿necesita acaso de banca nacionalizada, museos, Ciencia social en Costa Rica 135 bibliotecas y universidades públicas? ¿Dónde están las bol- sas de basura?” La voz que preguntó no es la mía, por supuesto, sino la de un ejecutivo vestido impecablemente, tal vez funcionario de un organismo financiero externo o uno de sus socios locales. La suposición la baso en que lo veo colocar letreros de For sale por todo mi país. Él se va, sonriente; yo me quedo, un poco preocupado, con la sensación de ser ciudada- no de “El país de paja”: “El país de paja grava su futuro alhaja tras alhaja. Hipoteca cielos, ríos y mares, tierras y anhelos. Privatiza piedras, caminos y aromas, veranos y yedras. Mide y cotiza lluvias y trenes, tardes y brisa. Baja el aforo de leyes y normas, vergüenza y decoro. Deshecho en lisonjas, barato se ofrece en plazas y lonjas: paz, sufragio y un clima de ola en primavera; a plazos, sin prima. Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 136 ¿Y su orgullo? Posa con él, sonríe, tose y lo endosa”. La protesta popular, en los últimos 15 años, puso límites a la aplicación de las políticas neoliberales: de la moviliza- ción comunal, con el bloqueo de vías, a los desfiles de campesinos, brutalmente apaleados en 1986; y de las huelgas y paros de los trabajadores públicos, a las marchas universi- tarias. La presión desde abajo, capaz de suavizar o demorar el proceso de cambio, carece de suficiente fuerza para im- pugnarlo con éxito. La miamización de la Suiza de Centro- américa avanza por un cielo despejado de utopías, en alas de una juventud dichosa, que al volar bate las tristes cenizas de la izquierda. El consejo de “no confíes en nadie de más de 30 años”, acuñado en la década de 1960, 30 años después exige ser actualizado, y esto significa aplicarlo al revés. El desvelo por transformar el mundo o la vida fue desplazado por el afán por el dinero, sin importar la ética, únicamente la cantidad. El otro día, de paso por el pretil de Estudios Generales en la Universidad de Costa Rica, oí a dos encantadoras jovencitas discutir sobre el futuro económico del país y de sus carreras, y una le dijo a la otra: “mae, a mí lo que me importa es la plata, y los pobres que se jodan.” La frase, aunque poco musical, es una de las que define el espíritu de una época. La izquierda tica fue otra víctima de tal esprit: fragmen- tada y dogmática, empezó a desvanecerse en la década de 1980. La desilusión por una radicalización popular que ja- más ocurrió, en el contexto de una severa crisis económica y de disputas partidarias sin fin, provocó que numerosos inte- lectuales se alejaran de las organizaciones. El abandono de las viejas creencias y esperanzas se convirtió a veces en un evento público, cuando destacados líderes abjuraron de su fe; en otros casos, una deserción silenciosa fue el prefacio de discretos paseos por las cúpulas del poder, al acecho de cualquier puerta entornada. Ciencia social en Costa Rica 137 La radicalización de los intelectuales, en vísperas de ALCOA NO, no fue obra de la izquierda, pero después de abril de 1970, esta última promovió y se aprovechó de ese radicalismo, y al final lo despilfarró. El compromiso de sectores universitarios con las aspiraciones populares y en actitud de denuncia del orden capitalista, fue un intermezzo que duró escasos 20 años. La revolución terminó en restaura- ción; a un siglo de las reformas liberales, la burguesía puede ufanarse de tener en su corral a la intelligentsia tica, pese a las ovejas negras cimarronas que vagan descarriadas allá afuera. El proceso de reinserción de los intelectuales “...en el mejor de los mundos posibles...”, se verificó a partir de 1981, entre el desencanto y la amenaza de la proletarización. La crisis económica, al agravar el crónico desfinanciamiento de la educación superior, supuso una abrupta caída en los salarios universitarios. El profesor cuyo ingreso ascendía a 1.000 dólares en 1980 pasó, en cuestión de días, a devengar un tercio de esa suma. La recuperación salarial posterior fue incapaz de compensar tal deterioro, y los afectados se vieron obligados a emplear variadas estrategias de sobrevivencia. El expediente usual fue trabajar tiempo completo en una universidad y una jornada adicional en otra institución, em- presa u ocupación. La fuga de cerebros total o parcial difícil- mente fue un contexto estimulante, y menos para los artistas, científicos o intelectuales, cuya vida se definía por el com- promiso social, puesto en duda por la crisis de la izquierda. El lado personal de todo esto lo palpé una tarde de 1989, en un bohemio bar josefino, en el cual –al calor de las cervezas– un colega de ciencias sociales, de brava militancia en la década de 1970, se permitió una confesión breve e imprevista. La elección de su carrera se basó en un claro compromi- so social: a sus veinte años, creía que era su deber servir a la causa de su pueblo, se afilió a una organización de izquierda, participó activamente en protestas y elecciones, e incluso cotizaba para el partido. Él se oponía a considerar perdidos Iván Molina. De un oficio antiguo y sin sentido 138 los años de lucha que siguieron, pero con las crisis del socialismo y el destierro de la utopía, cada día era más notorio que, a pesar de su brillantez y capacidad, era doctor en una profesión económicamente mediocre, un error que todos se lo señalaban, en especial su familia. Lo que oí me impresionó profundamente: el sin sentido de una ocupación que siempre se vinculó a un porvenir por el que valía la pena batallar, en una época sin esperanza, en la cual el éxito y el fracaso se miden en términos estrictamente monetarios. Con un sentimiento difícil de definir, empecé a escribir un artículo que titulé “El vacío posterior al compro- miso”, el cual a mitad de camino se transmutó en “Pájaro en vuelo”: “Sí, quizá aciertes, todo lo tuve para ascender: brillantez y fortuna; en cambio, convencí a una nube de enseñarme el idioma de la luna. Aseguras que fue por cobardía que deserté de un futuro de plata; pero el cielo que cubre mi día es un pájaro en vuelo, y escarlata. Juzgas que mi vida es un fracaso porque mi afán no es el beneficio y me fui sin siquiera ver la veta. ¿Cómo decirte que en un ocaso de piel marina encontré el oficio antiguo y sin sentido del poeta?” El oficio de historiador, como el del poeta, es también antiguo y sin sentido, y para iniciarse en él, es preciso formu- lar votos de pobreza, al igual que los cistercienses del siglo XI, aunque sin su posterior éxito económico. La subasta Ciencia social en Costa Rica 139 privada de las universidades públicas quizá no esté muy lejos, pero entretanto, uno puede seguir en la orilla equivoca- da, la opuesta a la del poder y los poderosos, y de vez en cuando tirar una piedra al otro lado, para estremecer el tejado de vidrio de los palacios. Y al ver salir a sus ocupantes asustados, sin maquillaje y con las vergüenzas al aire, dando voces de alarma e indignación, me orinaré de risa, mientras (en palabras de J. V. Foix) “...em veig gepic al bassal de sota l’era”. * El epílogo provisional de estas copiosas irrelevancias y pocas irreverencias es que, después de mis 30 años, fumé la paz con la historia y la literatura: en mi bigamia personal, de vez en cuando me toca cumplir el papel del Magister don fulano de tal, profesor de, especialista en, con derecho a voz y voto, pero como lo dicen mis amigos, soy apenas un mae de la Liga, que bretea en la U y siempre anda a pata y sin corbata. La descripción es justa y lo único que agregaría es que, en tanto academicus, espero no ser uno de esos especí- menes de los cuales hay (en los cautos versos de Benedetti) que “...defender la alegría”.