JUVENAL, LA SATIRA y LAS MUJERES Los escritores más representativos del siglo 1, revelan aun en el período más turbulento de la historia de las cos .bres romanas, figuras feme- ninas de mujeres muy nobles por su pureza de vida y por su elevación de pensamiento. Pero hay una gran voz que se levanta y truena iracunda contra las costumbres de aquel tiempo y en especial en contra de las mujeres, lanzando las invectivas más atroces y las acusaciones más infames. Es la voz de Juvenal que parece escarnecer con escepticismo implacable todo sentido de admiración por los seres de aquella época que le parece a él corrupta en todo sentido y merecedora tan sólo del des- precio universal. Es innegable que después de una simple lec- tura se queda cualquiera subyugado por el cuadro de abyección y de corrupción que nos describe Juvenal; éste retrata aquel tiempo tétrico, sobre un fondo gris de infamias sin nombre, figuras som- brías de personas disolutas y perversas. Y piensa que si todo aquello aparece en la Urbe, consiguien- ternénte todo el mundo rebalsa de maldad sin esperanza ni próxima ni lejana de una posible redención. El porvenir no tiene ya más luz y la confrontación con el pasado exaspera aún más el alma desdeñada y disgustada del escritor. Pero, ¿es necesario admitir sin discusión que el mundo romano de la época de Juvenal estuviese universalmente tan corrompido? Tradicionalmente este satírico violento gozó de toda confianza, fue tenido en singular esti- mación y respetado como el más acalorado admi- rador y defensor de la antigua austeridad de cos- tumbres; se le reconoció casi la severa fiereza so- crática, la santa virulencia de un apóstol cristiano. Se ha querido ver en él, un ardiente agitador de conciencias que, fuerte por la pureza de su vida, hubiera tomado un papel de purificación azotando sin piedad alguna las almas de los pervertidos, de los viles, de los envilecidos a quienes la costumbre del vicio vendaba los ojos a toda luz de idealidad pura. Dr. Francisco Vindas Chaves La misma crudeza realista de las descrip- ciones, el mismo cuidado en buscar y sacar cuanto más torpe se puede imaginar, justificó el fin nobilísimo que el poeta se había propuesto. A quien decía que Juvenal había hecho son- rojarse al pudor mismo defendiendo la virtud, San Juan Crisóstomo se opuso fieramente alegando que el poeta "se había ensuciado las manos entre la tabes de la maldad para curar las llagas de almas infectas" . No es mi intención examinar a Juvenal desde el punto de vista de la gazmoñería ofendida; antes de internarse en esta materia y ponerse a juzgar, es imprescindible despojarse de las ideas morales que hoy nos son familiares y remontarse a aquellas, bastante diversas por cierto, que al respecto man- tenía el mundo pagano. Nos interesa solamente determinar qué valor de testimonio histórico se puede dar a la obra de Juvenal, teniendo en cuenta las consideraciones necesarias quien desee estudiarlo a la luz de una crítica rigurosa y serena. Ante todo, es bien sabido, que este satírico fue por índole y, dada la dirección de la cultura de su tiempo, un auténtico orador y maestro de elocuencia. Sabemos, en efecto, que frecuentó durante muchos' años la escuela de retórica y cómo se en- tregó de lleno al ejercicio de la oratoria. Fue des- pués de haber realizado un largo tirocinio, tra- tando ficticias pasiones, situaciones exageradas, discursos políticos en frío que constituian el in- mutable repertorio de argumentos que los retores exigían desarrollar a sus discípulos, cuando Ju- venal se sintió preparado para la inspiración. de la poesía satírica (1). Su espíritu había madurado en el trajinar de este mundo falso, en esta atmósfera de vicios elaborados por el cerebro de maestros de 13 retórica y con ojos acostumbrados a esta túrbida luz se dispuso a escrutar y a formular juicios sobre el mundo en que vivía. Dada su educación espiritual, portando en esa investigación y en las deducciones una fantasía llena de pasiones extraordinarias y un cierto hábito de indignación, la cual no deja de maravillar aunque se complazca en la declamación que em- puja irresistiblemente y a veces también incons- cientemente a cargar las tintas, a esforzar los he- chos hasta lo inverosímil con tal de alcanzar el objetivo. Ciertamente Juvenal no podía alejar de sí la pesada capa de lugares comunes, ni los buenos chistes de los que se había provisto durante sus años de estudio juvenil. de aqu í de donde se origina aquella predilección por la paradoja y aquella cólera sin convicción y, en consecuencia, sin medida que reconocemos fácilmente en sus escritos. Me veo tentado a pensar que todo esto me parece constituir recuerdos vívísimos e inveterados defectos de escuela que agrían su arte. Unas veces aparece conciso y hasta defectuoso en un desarro- llo digno que el argumento mismo requeriría y en otras ocasiones prolijo hasta el tedio, diluido, flojo en donde un toque sapiente bastaría para dar ner- vio y garra al pensamiento. Entre los pocos ejem- plos que podrían aducirse al respecto, baste citar la primera sátira del libro l (vv. 1-79). Teuffel en su valiosísimo estudio acerca de este satírico (2) alude a la hinchazón del estilo solamente por el hecho de que es un escritor ro- mano. Dice Teuffel: "El estilo romano por lo ge- neral tiene algo de macizo, el reverso y la exagera- ción de su solidez". Puede observarse que si queremos establecer una comparación con la lite- ratura griega, ciertamente la latina es inferior en cuanto a finura, en elegancia y frescura de pensa- miento; pero dejando de lado las comparaciones, no creo que se pueda hablar de cualquier cosa de macizo y de pesado que sean connaturales a toda expresión artística romana cuando se trate de es- critores latinos como Livio y Tibulo, Virgilio y Horacio. Más bien, como decía cierto ilustre pro- fesor de la Universidad de Florencia, ¿por qué no limitarse a decir que éste es un defecto común a todas las manifestaciones literarias de la edad de plata? Juvenal, además de retórico fue también moralista: se consideró, pues, como rígido custo- dio de aquella antigua austeridad de costumbres que no tolera transigencias y justificaciones. Después de haber presenciado las infamias de la época de Domiciano, no le parece poder desaho- 14 gar en los tiempos de libertad del reinado de Tra- jano y de Adriano aquella ronda de desprecio y de repulsión que pesa sobre su alma y se desahoga con ímpetu ciego y furioso sin establecer clara- mente si se trata de una evocación histórica de un tiempo ya pasado o más bien de la fiel reproduc- ción de un triste presente. El hecho escandaloso, la delictuosa infracción de las leyes sagradas de la naturaleza y de las normas de la vida civil que son, desdichadamente, de todos los tiempos, siempre, eso sí, suscitando un sentido de desprecio y de dolorosa sorpresa en muchos, entre los que son testigos de tales cosas y que tienen conocimiento de causa, los eleva a sistema de vida, los considera no como señal de aberración de unos pocos pobres seres humanos, sino como exponente de la dege- neración colectiva de todo un pueblo. La "aurea mediocritas" de la vida común" sin infamia y sin alabanzas" no atrae su atención, que para esto necesita ser golpeada o por espléndidos heroísmos o por indignidades repulsivas. . Con los ojos fijos en un ideal de rigidez catoniana, Juvenal se pone a juzgar una época en que los honestos habían cambiado mucho; las exi- gencias, las condiciones de vida eran muy diversas y se percibía un imperioso deseo de renuncia y de mortificación, un anhelo de oponerse a la nueva corriente de ideas. Pero hay más: lo que a mi parecer invalida irreparablemente la confianza en la sinceridad de sus invectivas es el tono igualmente excitado y violento, la furia igualmente rabiosa que Juvenal emplea tanto ante una ligera culpa de vanidad o de melindre merecedor, al máximo, de una sonrisa de compasión o de indulgencia, como ante el delito más atroz, contra naturam y ante el vicio más abominable. ¿Puede aducirse que Juvenal carezca del más e 1em ental sentido de graduación para juzgar cuándo lo hallamos imprecando en igual medida tanto contra la señora que aflige al marido con una crisis de nervios, si al desgraciado se le escapa un solecismo que provoca mengua en el apetito de sus invitados, poniendo aquella como aderezo de todo plato una disquísícíón de crítica literaria, volvién- dose siempre y a todos insoportable por su impla- cable sabihondez (3) y contra la sensualidad de- senfrenada de la mujer imperial que anhela en una crisis de exaltación erótica el fango de la simonía amorosa (4) como cuándo reconocemos lúcida- mente que igual desdén muestra tanto contra la matrona que careciendo de "la leche de belleza" que suaviza su carne, aumenta el frescor y la blan- cura de la epidermis en la tibieza de un baño lác- teo, como contra aquella otra que se libera de su marido median te una poción envenenada? La visión que Juvenal tiene de la vida está obscurecida por un peso de odio y de dolor que grava sobre su alma, en parte causado por el es- cepticismo sombrío y difidente que le ha hecho ver frustradas una a una todas las más dilectas aspiraciones. Además de sus estudios de oratoria cultivados por largo tiempo con dedicación ex- clusiva, esperaba nuestros satíricos triunfos que le procurasen en su época, fama y riqueza. En vez de todo esto nunca se le reconoció un gran talento en la oro ria, careció de una nutrida multitud de admira ores y discípulos y tan sólo gozó de una modesta comodidad. En la sátira séptima (vv. 150 y sgts.) la iró- nica referencia a los rétores de su tiempo que go- zaban de fama y cuyas escuelas se veían atibo- rradas por numerosos alumnos, ¿no nos revela acaso el sordo hastío, el amargo sarcasmo de aquel que ha llegado a la madurez conservando insa- tisfecho el deseo de salir de las sombras, de quien se siente menospreciado o incluso incomprendido por los contemporáneos y desea al menos repo- nerse mediante la hostigación y marcando a todos con una furia arrolladora de rabiosa misantropía? El arte de Horacio se desenvolvió en con- diciones bien diversas; esto, sin duda, además de la naturaleza distinta de su ingenio y de su indulgente conducta hacia las debilidades y defectos huma- nos, contribuyeron a la serenidad que exhibe en su sátira. Esta se desarrolló, es cierto, en una edad de transición, no tan corrompida como para poderse velar un poco o esconder su propia abyección; de manera que el ridículo, arma de gran poder en mano de Horacio, no habría tenido tanto poderío entre los contemporáneos de Juvenal. Pero, ¿por qué, mientras Horacio se ve indu- cido a renunciar para siempre al género satírico por los sabios consejos y serias amonestaciones de C. Trebacio Testa, cuya palabra impone respetuosa obediencia dada su autorizada experiencia y por el cuidado afectuosamente solícito que se toma por la suerte del joven poeta, ¿por qué =en cambio- Juvenal mantiene cuidadosamente reservados sus agudos dardos y procura lanzarlos contra perso- najes que duermen desde mucho tiempo, insen- sibles e inermes, su último sueño en los sepulcros marmóreos de la Vía Apia y de la Vía Flaminia? ¿Cuánta fuerza de coerción supo ejercitar en su alma agitada por la ira para que jamás, en tanto curso de años, se revélase su íntimo ser y no sur- giera de la sombra, empuñando fieramente el fla- gelo amenazador e iracundo? No debe olvidarse que Juvenal en los puntos en que más ásperamente descarga contra las malas costumbres, martilla con mayor insistencia sobre los personajes de la época de Domiciano, secun- dando así el gusto del emperador y de su corte, quienes se complacían en que se pusiese en la más sombría luz el tiempo de Domiciano y en vez se alabase el de ellos, como aquel en que se resta- blecían las antiguas virtudes de la edad republi- cana, reconciliando así lo que hasta ahora parecía irreconciliable, tal como dice Tácito, el imperio y la libertad. No llego a ponerme de acuerdo con lo que dice Nisard (5): "Sous le cynisme effronté de Pétrone, sous sa gaieté libertine il y a plus de colére réelle et plus d'arríére-pensées courageuses que sons l'indignation de Juvenal"; más bien estoy de acuerdo con él en considerar con mayor con- fianza una frase desnuda y fría de Suetonio que narra y registra los hechos sin comentario alguno y con la imperturbable serenidad de un rayo de sol que da, al mismo tiempo, luz y calor tanto a una cuna como a un pútrido pantano. Reconozco, en cambio, y admiro en Juvenal un caluroso y sincero sentimiento de amor por la antigua gloria de Roma: la sátira III tiene versos vibrantes de santo orgullo nacional; allí se siente el latido de un pulso romano, la palpitación de una profunda y franca alma antigua que sueña con pureza de conciencia y lucidez de espíritu la rea- lidad admirable más bella del mismo sueño, de la gran Roma republicana. y en la sátira XIV, los famosos versos: Maxima debetur puero reverentia, si quid turpe paras, nec tu pueri contempseris annos sed peccaturo obstet tibi filius infans tienen sabor evangélico. Así como también podría achacarse a fuentes cristianas aquel impulso pia- doso de humanidad que le hace predicar el reco- nocimiento de la personalidad del esclavo y por tanto la moderación en procurarse venganza aún por la leve culpa. Al lector de Juvenal se le ofrecen de tanto en tanto -a manera de oasis benéfico y confortable- magníficas máximas estampadas en altísimos sen- timientos de moral civil. Sin embargo han sido condenadas y destinadas a priori a permanecer en 15 el campo estéril de la abstracción, por la presun- ción y culpa de pedir a la naturaleza humana más de lo que ésta puede dar: un espíritu heroico y un sentimiento de renuncia y mortificación que no es para todos ni de todos los tiempos. Juvenal preocupado porque su amigo Ursidio Postumo piensa casarse en Roma, se aligera en disuadirlo, llamándole hasta loco y en la sátira VI le presenta un cuadro terrífico de las costumbres, de la índole de las mujeres romanas del embru- tecimiento vicioso y, por ende, la bien triste suerte que está reservada a quien escoge mujer en Roma. Este satírico pone en relieve principalmente la perversión de las mujeres de Roma, quienes por abandonarse a sus propias pasi es, olvidan los más sagrados deberes de esposa y madre. Pero considero justo decir que no todo el mundo fe- menino de la época haya sido así; esa misma época dio a las Arrias heroicas, y la madre y la tía de Séneca, también la buena y devota Paulina, esposa de este último. El mismo Tácito, poco benévolo hacia la feminidad de su tiempo, nos da a conocer la impávida firmeza de Arria minor (Ann. XVI,34), la concordia de ánima y de pensamiento de Agrícola y Domicia Decidiana (Agr., 6); tam- poco menor aprecio de fidelidad y virtud existe en Calpurnia, la culta mujer de Plinio el Joven. Juvenal simula no conocer y, además, no tener en cuenta aquellas mujeres que extrajeron de la cultura filosófica y de los sanos principios familiares, honestas conductas de vida, devoción ilimitada a los afectos domésticos. En cambio tiene tristes palabras por la falta de sumisión de las mujeres para con sus maridos, por la manía del lujo, por frecuentar tertulias públicas, por el despliegue de erudición y cultura griegas. Si bien es cierto, lejos como estamos de los tiempos de la simplicidad de vida y de la austeri- dad de costumbres de la primera edad republicana, que las mujeres en un ardor febril de libertad y de placer, pasaron, y mucho, los límites de la mode- ración, sin embargo, es justo que sean juzgadas no con el espíritu republicano del buen tiempo an- tiguo, sino con aquel que sea consciente de las condiciones mudables del tiempo y de quien sepa ver hasta el fondo las consecuencias de' la legis- lación augusta y post-augusta. Cuando Augusto pensó tener en sus manos todos los poderes supremos, tanto los legislativos como los ejecutivos, quitándolos para siempre a aquel vano simulacro de gobierno republicano que estaba vigente todavía en tiempos de César, sa- 16 bemos cómo se las ingenió para ir poco a poco quitando los privilegios a todo aquel ser autónomo que constituia la gens, y cómo se preocupó Augusto por robustecer los vínculos jurídicos entre los diversos miembros de aquélla, de disolver aquel núcleo compacto de ciudadanos que estaban bajo las pote stas absoluta de un dirigente que poseía una autoridad bien definida e indiscutible, a fin de que los individuos reconozcan en el príncipe todo poder. Así apareció la sustitución del tribunal ordinario del antiguo iudicium domesticum y, por tanto, los rígidos derechos paternos se atenuaron hasta que desaparecieron del todo, confiados a los jueces públicos. Pero si esto indica un progreso en el campo social y civil, sin embargo los frenos inhibitorios llegaron a debilitarse cuando hubo necesidad de implantarlos más válidos e inmediatos. Augusto buscó de dar la ilusión de que su gobierno iniciase y estableciese para siempre, sobre sólidas bases una era de bienestar, de prosperidad en la que tornase a florecer la antigua austeridad de costumbres, gloria y amor de la antigua república. Y creyó que las leyes serían suficientes para contrarrestar la co- rrupción extendida sin retén alguno, buscando anular el mal en sus propias causas. Con tal fin se establecieron aquellas leyes de maritandis or- dinibus que obligaban al padre a constituir una dote para la hija casadera a fin de facilitarle el matrimonio; se multaba a los célibes impenitentes y, al mismo tiempo, se daban recompensas a los padres de familia y, por el derecho de tres hijos, se concedía la exención de una parte de los impues- tos debidos al fisco. La Lex Julia y la Papia-Poppaea trataban de alejar también del estado de viudez por medio de atracciones pecuniarias. Establecían, en efecto, que la viuda de edad inferior a los cincuenta años que no volviese a tomar marido dentro de un año (lex Julia) o dentro de dos (lex Poppaea) no tuviese derecho de recibir legados o heredades provenientes de parientes lejanos o de parte de amigos. Pero este esfuerzo por legalizar las uniones, por crear una familia legítima, a base de coerción, no podía evidentemente producir efectos benéficos. ¿Para qué obligar a someterse a la "corvée" matrimonial, a poner freno a su libertad de placer, a quien no tiene buena inclinación hacia una metódica vida matrimonial y vive felizmente su vida de soltero? Por la cacería despiadada que en tomo de las heredades se despertó en esa época, el célibe rico era objeto de toda clase de mimos y se le colmaba de toda atención por la necesaria captatio benevo- lentiae; eran competencias en sordina, de astucia, de doblez, de sabia hipocresía que se entablaban entre quienes circundaban a una persona rica carente de herederos directos. Por otra parte una mujer aleccionada solo a la codicia por el dinero, se las arreglaba a coger como marido a cualquiera, aunque de su prece- dente vida conyugal no hubiese reportado el más mínimo grato recuerdo; no pienso que debía iniciar un nueva vida con .feliz disposición para llegar a ser una óptim ujer. Consecuencia ine- vitable de nupcias muy a menudo así celebradas, fue la frecuencia extraordinaria de divorcios por motivos frívolos, por razones tan mezquinas, que hacían traslucir evidentísima la verdadera causa: la incompatibilidad de caracteres unida al deseo siempre presente de la novedad. Si el divorcio no hubiera existido o sola- mente se hubiese limitado a casos muy graves, como en los primeros tiempos de su institución, ciertamente hubiera existido una mayor sumisión, un espíritu más fuerte de tácita renuncia y de silencioso sacrificio en la mujer y en el hombre un sentimiento más profundo de comprensión, de benévola indulgencia; el amor solícito por la prole habría ayudado eficazmente a mitigar ciertas asperezas de carácter, a limar ciertas asperezas de criterios y habría existido una vida conyugal si no feliz, al menos serena y el sentimiento del deber cumplido por el bienestar y la tranquilidad de los hijos habría recompensado el sacrificio de las propias ideas y hasta de la fallecida realización de aspiraciones individuales. [Pero era tan fácil obtener el divorcio, re- hacerse en un nuevo nido de amor una nueva vida, que el cultivar ideales de resignación y confor- mación hubiera sido tomado como una excentri- cidad de pésimo gusto! La ley Papia Poppaea se apresuró a arrogarse el poder maravilloso de la lanza de Aquiles, es decir de sanar el mal que producía, ya que para combatir la fiebre del divorcio que azotaba a las familias romanas establecía una multa al cónyugue que provocase anulación del matrimonio. Pero Augusto que pensaba contrarrestar el abuso del divorcio, él mismo había esposado a Livia emba- razada de su primer marido. y es que toda la legislación de la época de Augusto sólo atendía a salvar las apariencias y después poco le importaba que todo siguiese por la pendiente de la ruina. la gente pagaba, es cierto, la multa, pero podía darse el gustazo de renovar ad libitum y legalmente el propio matrimonio. Lo que acaeció en vida del gran Augusto continuó bajo el reinado de sus sucesores: Sénecaj'ó) dice: Postquam illustres quaedam ac nobiles feminae, non consulum numero, sed maritorum annos suous computant. Y Juvenal (7) carga aún más las tintas: . . . . . . . . . . octo mariti quinque per autumnos: titulo res digna sepulcri. El haber poseído un solo marido era indicio para una mujer de su moderación de costumbres, de ahí que las lápidas sepulcrales se adornaban como de un título de honor con el apelativo de "univira" (8). Marcial después comenta perfectamente los efectos de la ley Papia-Poppaea en su epigrama de Thelesina (9). A fin de que la situación financiera tanto del hombre como de la mujer en el momento de la disolución de un matrimonio quedara siempre clara y distinta, cayeron en desuso las nupcias cum manu, esto es, con la plena comunión de los bienes y la absoluta sumisión de la mujer a la autoridad marital. La Coemptio fiduciaria, permitía a la mujer no depender ya más de su familia originaria y tener posición autónoma tanto económica como moralmente en las relaciones de la nueva familia de la cual venía a formar parte. Así la dote venía a constituir un patrimonio de absoluta propiedad de la joven y la hacia independiente de la autoridad paterna y la misma dote proporcionaba a la esposa mayor libertad de acción por el derecho de dis- poner de lo suyo, fuera del consentimiento y control del marido. Esta independencia, este dinero que afluye en las manos inexpertas de la mujer acostumbrada hasta el momento a limitarse a las modestas eco- nomías del peculium, podían excitarla, descon- certarla, constituyéndose así una de las causas más fuertes de decadencia moral. La joven romana salía muy niña del seno de la familia y en el nuevo estado encontraba la satis- facción de aquel deseo agudo de libertad que pal- pita siempre en el alma de quien ha vivido mucho tiempo en completa dependencia y al mismo 17 tiempo hallaba el apaciguamiento de aquel anhelo de lujo y de placeres que enciende y apremia a la feminidad ambiciosa e inquieta. Y la posición independiente empujó a las más exaltadas, más allá de todo límite de conveniencia, a la conquista del prestigio absoluto sobre el marido y mediante este trámite a la vida pública. Los primeros pasos hacia el reconocimiento de una autoridad personal, la mujer los hizo a hur- tadillas, en la sombra segura y discreta de la domus. Esa autoridad personal se fue haciendo fuerte y audaz mediante el afecto condescendiente del marido y los resultados fueron en un primer momento aceptados por cortés indulgencia, más que por actos legales. Pero este movimiento se fue reafirmando más claramente, tan que existen inscripciones que nos atestiguan la existencia de asociaciones que permiten a las mujeres participar en el gobierno del estado mediante el derecho de elegir representantes a las elecciones y de favo- recer, proteger, recomendar a alguno de los can- didatos. y existían la sodalitas pudicitiae servandae, el conventus matronarum lanuviense al cual quiso Heliogábalo conferirle valor político y llegó hasta a denominarlo senaculum, confiándole la discusión de cuestiones relacionadas con la etiqueta y el encargo de dirimir las controversias suscitadas acerca de la justa observancia. Además elDigestum dice que la posición social del marido determinada la de su esposa: a ésta se le concedían iguales títulos, iguales distintivos, iguales privilegios. Una señora que quisiese estar a la altura de sus tiempos debía ser una asidua concurrente de los lugares de reunión más connotados, mostrar interés por las exhibiciones de los gladiadores, asistir a los espectáculos teatrales, ya que así tenía el chance de ostentar sus afeites y joyas, de poner en manifiesto las gracias de la persona y la fineza del espíritu: los maridos tomaban esto muy nor- malmente. Es cierto que la presencia de las mujeres en los banquetes, muellemente tendidas sobre los lechos triclinios, constituia una innovación dema- siado atrevida para un espíritu conservador y, en efecto, Valerío Máximo evoca con voz amarga de pesar los tiempos en que las mujeres tomaban sus alimentos debidamente sentadas y no tumbadas sobre los sofás (lO). Pero no me parece equivocada la aguda observación de Boissier quien piensa que la influencia ejercida por la presencia del sexo femenino en los banquetes debe de haber marcado, 18 en general, una pauta de discreción y de mode- ración. Por lo demás, si de la época de Juvenal nos remontamos a la edad de Augusto, encontraremos en ésta los gérmenes y la inevitable preparación de la inmoralidad sucesiva: la política imperial, para adormecer los recuerdos del pasado y prevenir agitaciones e insurrecciones, proporcionaba panem et circenses al pueblo, placeres enervante s para las clases ricas, y ásperas e implacables persecuciones para las almas fuertes. Gran diferencia existe entre la educación que se daba a la mujer en el mejor tiempo de la edad republicana y aquella de los últimos tiempos de la república y del período imperial. La instrucción en la antigüedad estaba restringida, es cierto, pero era sana y severa, impartida por la madre misma o por parte de esclavas íntegras en sus costumbres; ahora, en cambio, preceptores, a veces peligrosos, guían a las muchachitas en la lectura de los poetas y las amaestran en la filosofía. La mediocridad común de los espíritus se limitaba a una instrucción superficial y, por tanto, vana y frívola, reclamando sólo nuevos hechizos a la gracia seductora y maliciosa de los poetas de amor, a las discusiones filosóficas la agilidad y presteza del pensamiento, el brío elegante y de- senvuelto en la conversación. Algunas mujeres encuentran en los estudios severos una palestra de virtud y de nobles sentimientos y la filosofía estoica, que bien puede ser denominada escuela de héroes, ayuda a muchas a mantener el coraje de aquellas nobilísimas que supieron asociarse a la gloria de sus maridos. Y, si bien es cierto que Ovidio se permite escribir para las mujeres un códice atrevidísimo de galanteo, como es su Ars amandi, ya desde los tiempos de Cicerón había damas tan profundamente cultas que solicitaban la lectura de un tratado filosófico, tal el caso de Cerelia a propósito de la obra De finibus bonorum et malorum; y el mismo Ciceróñ nos habla con admiración acerca de la elegancia y suavidad del lenguaje de l..elia, herencia admirable de su padre l..elio y que transmitió a sus hijas y nietos. Esta es también la opinión de Quintiliano cuando dice que Laelia L. filia reddidisse in loquendo paternam eloquentiam dicitur (11). El orador Hortensio -defensor de la vanidad femenina en la discusión en pro de la derogación de la Iex Oppia sostenida contra la fiera palabra de Catón- tuvo una hija en quien resplandecieron las dotes oratorias paternas. Esta se atrevió a presen- tarse ante la curia a defender los derechos de las mujeres, sobre quienes se pensaba imponer un impuesto oneroso y logró brillantemente sostener la ilegalidad de la pena, logrando conjurada y ob- teniendo una gran victoria debido a sus cualidades de buena oratoria y no tanto atendiendo a sus gracias personales. Sin duda, estas cualidades oratorias eran de mucha monta para que Quin- tiliano llegase a escribir: Hortensiae Q. filiae oratio apud triumviros habita legitur non tantum in sexus honorem. En la edad imperial sabemos que una joven bella y buena, la cual dotada de vasta cultura y de felices aptitudes p ticas, fue afectuosísima compañera de su marido, egregio poeta: me refiero a Argentaria Polia, la joven esposa de Lucano (I2). También el género histórico tuvo sus cultores: Agripina minor, la madre de Nerón , escribió COMMENTARIl. En éstos expone las vicisitudes de su familia y de su propia vida. Por desgracia, no han llegado hasta nuestras manos, pero por medio de Tácito se tiene noticia histórica de la existencia de esos escritos (l3). Por lo tanto, si entre las mujeres que culti- vaban los estudios hubo también personificación perfecta del tipo de la mujer pedante que nos presenta Juvenal ('¡en nuestros tiempos basta girar los ojos en torno y podemos tener directa expe- riencia! ), si Horacio nos cuenta que las mujeres -en realidad, mujeres viciosas más o menos refi- nadas- tenían entre los almohadones de seda los libros de los estoicos, mostrando un férvido entu- siasmo por sus doctrinas; si hubo mujeres que interrumpían su lección de filosofía para enviar una solícita respuesta al enamorado impaciente, bien es cierto que hubo también mujeres gentiles que hicieron laudable uso de sus conocimientos literarios, mujeres que brillaron por su ingenio despierto y la feliz intuición, quienes merecieron recoger alabanzas y no el reproche de sus contem- poráneos. ¡Qué lejana quedaba aquella edad republi- cana en la cual se quería que la jovencita llegara a echar callos en la mano debido al huso y la rueca y repartiese su tiempo entre el culto de los Lares y las ocupaciones domésticas! Las jovencitas de familias acomodadas se dedican, es cierto, todavía un poco a las labores domésticas, pero asisten a los espectáculos tea- trales y a los juegos de circo; observan ahora con ojos abiertos los refinados goces a que se abandona la ciudad rica y potente. ¿Cómo impedir que tales mujeres traten de extinguir aquella sed de placeres fastuosos cuando en torno a ellas no hay más que invitados atractivos y cómplices indulgentes? La educación de la mujer abarca ahora como principales elementos el canto y la danza, consi- deradas, es verdad, en los austeros tiempos repu- blicanos, inconvenientes para señoritas libres. Sin embargo, yo no creo en este inconveniente y aporto una razón sola, aquella opinión de Escipión Africano, siempre tan férvido admirador del mundo Helénico; Escipión reconocía que el pueblo romano estaba todavía muy burdo para llegar a encontrar y considerar en las posturas de la danza y en el hechizo musical la belleza pura que jamás es corruptora. En cambio, en el pueblo griego, mientras tuvo el sentido de lo bello en su sangre como don precioso de la Natura, el canto y la danza constituyeron un elemento esencial de la educación de la juventud y ascendieron hasta la solemnidad del rito sagrado. Por tanto, serán los extravíos malsanos, los ademanes desvergonzados de la mímica jónica los que vienen solamente a lisonjear los instintos más bajos, que pueden dar lugar y legitimidad a los versos de Horacio: motus doceri gaudet lonicos matura virgo et fingitur artibus etc . (Carm. [[1, 69, vv. 21-27) Plinio se complace en que su Calpurnia solamente por el deseo de agradarle aprenda a cantar sus versos acompañándose con gracia con la lira y Estacio confía en que su hijastra encontrará pronto marido, si no por la dote vistosa, al menos por la armoniosa elegancia de su danza. Juvenal condena sin reserva alguna aquella manía de refinamiento desesperante que se apo- dera de la mujer romana y que comprende desde el excesivo cuido del peinado hasta gastar, sin ningún recato, sumas ingentes tanto en la adquisición de preciosos collares, como de vajilla costosa. Pero no tiene en cuenta Juvenal en su juicio que prime- ramente los hombres dilapidaban riquezas enor- mes, superiores a todo cuanto podemos pensar, para ofrecer juegos en el circo y banquetes y fies- tas tanto públicas como privadas. Juvenal advierte a su querido amigo Ursidio, cuando piensa casarse, cómo el sentimiento de la maternidad haya fenecido en las mujeres de Roma; ellas rehúyen los sufrimientos y deberes de la 19 maternidad y refutan a sí mismas y al marido el orgullo de una sana y robusta prole. Aquí se revela una vez más la evidente exa- geración que invade la sátira de este escritor. Si se le presta fe, rayana en el escrúpulo, habría que considerarse hasta la extinción de la estirpe ro- mana. Sin embargo, si egoístas consideraciones, que parecerían todas modernas, hacían escasa la prole en la alta sociedad ro:nana, es digno de des- tacar el hecho de que precisamente en aquel tiem- po surge un sentimiento nuevo o, por lo menos, es nueva la manifestación de un cuidado solícito por los infantes. Aulo Gelio en sus Noches Aticas (XII, 1) se refiere a un discurso del filósofo Favorino en el que éste recuerda a las mujeres ranas cómo el . deber divino de la maternidad no se absuelve solamente con dar a luz a la criatura, sino que es parte de la ley sagrada no negarle la leche del propio pecho. Muchos epígrafes sepulcrales de buenas mujeres, de buenas madres burguesas y del pueblo -de aquellas que existen en todas las épocas, y llevan una vida modesta y recogida que no sabe de heroísmos, pero tampoco de abyección, que no sabe qué es el boato pero que no sufre la miseria y se sienten pagadas por una íntima paz laboriosa- nos atestiguan que estas mujeres se preciaron, como de un título de honor, de haber nutrido a sus hijos con la leche de sus propios senos. J uvenal dice no conocer ninguna mujer buena o al menos pasable y, generalizando absolu- tamente, afirma que la maldad y la perfidia son elementos esenciales del temperamento femenino y propios de su naturaleza (14). ¿No se podría pensar que tanta amargura pueda derivar de causas análogas a aquellas que explican la misoginia de Eurípides (quien sin embargo supo delinear suaves y sublimes figuras femeninas como Andrómaca, Alcestes, Macaria, Ifigenia, Polixena)? Al realizar este pequeño estudio acerca del valor de los testimonios de Juvenal, particular- mente con respecto a las mujeres de su tiempo, repito lo que anteriormente he manifestado, de que conforme a un espíritu de justicia y con sere- nidad de crítica no se debe prestar indiscutida fe a la airada alma de Juvenal que fustiga a sangre, que enmarca dentro de un estigma toda una sociedad y nos presenta un mundo que quiere ser construido con singular fuerza de realismo, pero a quien quiera escrutarlo atentamente aparece falso por querer ser demasiado verdadero, ya que acoge sólo 20 criaturas excepcionales en una composicion for- zada y sorda, privada de todo respiro de huma- nidad genuina. Ni aún al mismo Tácito opino que se le debe creer a pie juntillas, no obstante ser un escrutador sabio de conciencias y un creador admirable de caracteres. Pero en el juicio no sabe elevarse más allá de las opiniones comunes y tradicionales y mirar con espíritu nuevo los nuevos tiempos y dejar a un lado su subjetivismo apasionado. Espíritu profundamente enamorado de la antigua austeridad de Roma, no puede ser más que un conservador. Con este sentimiento fuerte de la rectitud de su conciencia él hace que su obra de historiador se trueque en acción de juez y juzga para el porvenir. Opino que, en realidad, en todo tiempo la sociedad no es del todo moral ni tampoco toda inmoral. En el siglo 1 del imperio, en especial, la sociedad romana estaba formada y sufría los in- flujos antagónicos de elementos muy diversos entre ellos; se trataba de un conjunto de pueblos heterogéneos por costumbres, educación y tradi- ciones. La aristocracia de nacimiento se sustituía por la aristocracia de la riqueza que arribaba con todos los apetitos y con todas las brutalidades de la conquista reciente y difundía un deseo de gozos sin límites e imponía el tímido respeto por la omnipotencia de la riqueza. Se trata de todo un mundo sólido, estable, compacto por comunión de tradiciones y aspi- raciones, que llega a hundirse y de su descompo- sición surge otro inmensamente más grande, pero tan diverso que se impone exista un puño férreo y único que lo rija y lo mantenga unido. Y esta es también la opimón del mismo Tácito cuando, al principio de sus Historias (1, 1), afirma omnem potestatem ad unum conferri pacem interfuit. Todas las decadencias y renovaciones participan de estas crisis profundas que viene a turbar y desbarajustar criterios morales e insti- tuciones sociales; por lo que es, pues, más que necesaria una observación aguda, pero serena, sine ira et studio. Tratándose, además, de la mujer, quien por su índole generalmente más impulsiva que calcu- ladora, está dominada más del sentimiento que de la razón y está, por lo tanto, expuesta a plegarse y a rnodelarse según las exigencias o las condiciones del ambiente en que vive y a tornarse o vaso de elección o vaso de todo fraude. Por todo lo ante- riormente señalado, este estudio cuidadoso de las varias influencias que se pueden ejercitar sobre la mujer, se impone, según mi entender, como esencial. Creo no estar sólo en mi pensamiento. Mi juicio se refuerza y se avalora por el consenti- miento de una clara voz autorizada por experiencia de vida y profundidad de doctrina; me refiero a Teuffel que concluye su interesantísimo estudie sobre La posizione de/la donna ne/la poesia greca (1) Cfr. Sátira 1, v. 15-17. (2) Studien, Charakter zur griech, u. rorn, Litteratur-. geschichte (Zweite Aufl., Le ípzíg, Teubner, 1889, p.535). (3) Sátira VI, vv. 434-56. Según cierto estudioso parece que aquí se caricaturiza a Estatilia Mes- salina, quien fue célebre no sólo por su belleza y riquezas, sino también por la vivacidad de su inge- nio y ciertas disposiciones no comunes para la elo- cuencia que cultivó en especial manera. (4) Sátira VI, vv. 114-32. (5) Estudes de moeurs et de critique sur les poétes latins de la décadence, tome 11,p. 41. De Beneficiis 11I, 6.(6) (7) Sátira IV, vv, 230-32. con estas bellas, nobles y graves palabras: "Las mujeres, por C2Usa de su más fina sensibilidad, están generalmente más expuestas a los influjos del espíritu del tiempo y en lucha con su tiempo y con su ambiente". NOTAS (8) Cfr. Propertiius, Eleg., Lib. IV, 11, vv. 67-72. (9) VI, 7. (10) "Ferninae cum viris cubantibus sedentes coenita- bant . . .. Quod genus severitatis aetas nostra diligentius in Capitolio quam in domibus suis conservat, videlicet quia rnagis ad rem pertinet deorum quam rnulierum disciplinam contineri (LV, 12). (11) Instit. Orat., Lib. 1, cap. 1, 6. (12) Cfr. Estacio, Silv. 11, 7. Marcial, Epigr. VII, 21-23; X,4. (13) Ann., IV, 53. (14) Sátira IV, vv. 134 y sgts. BIBLlOGRAFIA __ , Enciclopedia Italiana, Volume XVII. Bayet, Jean. Literatura Latina. Barcelona, Edición Ariel, 1966. Highet, Gilbert. The Anatomy of Satire. Prineeton, NJ. Princeton University Press, 1962. JUVENAL, Décimo Bruto, Sátiras. Univ. Autónoma de México, 1974. JUVENAL, Décimo Bruto, Collection des Universités de France. Paris Société d'Edition Les Belles Lettres, 1931. JUVENAL, Décimo Junio, 47-127 (The Satires) with an English tr. by G. Rarnsay. London, W. Heinernann, 1920. Marchesi, Concetto Storia della letteratura latina. Casa Editrice G. Principato, Milano, 1971-73. Nettleship, H. The Roman Satura. Oxford, Clarendon Press, 1878. Quartana, Maria. La Donna Romana nella letteratura latina del I Secolo. Remo Sandron Editore, Milano, 1921. 21